VERÓNICA
MUSALEM:
En sus historias permanece una constante: la pérdida. Pérdida de un amor, un asidero espiritual, un espacio físico o un trozo de memoria. Pero como no le gusta caminar por los terrenos cómodos por conocidos, la dramaturga Verónica Musalem (DF, 1966) ha dejado descansar la autobiografía y se lanza a jugar con su más próximo presente en escenarios fragmentados, tiempos alterados y el azar como detonadores que develan personajes, sueños y duda en sus obras de teatro. Aunque es defeña de nacimiento, su sangre es juchiteca. Tanto la familia materna como paterna son de esa región del Istmo de Tehuantepec y recuerda una infancia con el hablar zapoteco de sus abuelos y el placer de comer los moles, los totopos y el camarón seco. Y quizá por esta marcada presencia istmeña, durante mucho tiempo vivió en la añoranza del pueblo perdido que luego trasladó a su escritura.
Signos vitales (1994) fue su primera obra. La escribió y la dirigió "en la inconciencia total", dice ahora, pero resultó una buena experiencia llevar a la realidad artística esa historia de su abuela, su madre y la nostalgia de un pasado juchiteco donde los hombres se van y las mujeres tienen que sacar adelante su vida y la de sus familias sin esa presencia masculina. Un año después vino Tócalo, está palpitando, salió de México para viajar por Nueva York y París a lo largo de tres años, y al regreso proyectó Eso que dicen los sueños, un relato donde reapareció su abuela materna y Juchitán, personajes inmensos con los que Verónica se crió. Ese fue su segundo trabajo de dirección y desde entonces lo abandonó para concentrar su esfuerzo en la dramaturgia que dio frutos en Tu nombre no se ha escrito (adaptación de un texto de Irene González y dirección de Ricardo Ramírez Carnero) y en el futuro se verá en las piezas Adela y Juana (dirección de Alejandro Veliz), After hours (Luis Ayllón, director) y en sus proyectos de ópera de cámara OP 4 Mex y con la Royal Court de Londres. Para Musalem la escritura es un acto de fe. Y es fiel al impulso de dos o tres ideas que no le dejan de rondar en la cabeza y el corazón hasta que las plasma en el papel con cuerpos, sentires y diálogos de por medio. Sin método de trabajo ni generación asumida, ha ido modificando su estructura creativa: de la preeminencia de la autobiografía y personajes femeninos, expande su horizonte y curiosamente los hombres agarran mucha fuerza en sus relatos; además explora mundos, lenguajes y propuestas más contemporáneos y menos conocidos que los de su familia juchiteca. Le gusta romper con la linealidad y el orden. Juega con el tiempo, los espacios y asume que muchas veces sus obras son difíciles de asir por parte de un espectador que debe estar abierto a la sorpresa y exigirse atención. Héctor Azar, Hugo Argüelles y Pablo Mandoki son sus maestros. Y hoy observa una multiplicidad de voces en la dramaturgia mexicana que cree correspondida en foros de presentación. Acepta que mucho ha cambiado en este escenario pues sus colegas buscan espacios y los exigen a fin de confrontarse. Apasionada del cine, la música y
la conversación con los amigos, aprende de sus alumnos cuando buscan
a toda costa romper con las formas conocidas. ¿Regresar a la actuación?
Quizás. Porque seguramente se tomaría con más libertad
y menos angustia que en sus años mozos en Contigo América.
Y con su carga de planes y relatos, continúa en su empeño
por trabajar al lado de directores que enriquezcan sus historias a través
de la reinterpretación. Al fin y al cabo, Verónica ejercita
ese acto de fe que es escribir teatro y ese acto de complicidad que es
compartir los textos con el director, los actores y el infinito universo
que conforma el espectador.
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