La Jornada Semanal,   domingo 23 de enero  de 2005        núm. 516

Hermenegildo Bustos
en la historia del arte
(fragmento)

Raquel Tibol


Naturaleza muerta con fruta
y rana,1874
La pintura de Hermenegildo Bustos es fruto de una cultura europea que a lo largo de tres siglos se abrió paso, se infiltró, se injertó, se aclimató y, al fin, brotó como respuesta a específicas necesidades espirituales de una comunidad aldeana en el centro de México. La circulación de su obra se correspondía con las funciones impuestas por los consumidores, quienes accedían a ella en un trato muy directo, sin meandros, entre el productor y el depositario final.

La gente de Purísima del Rincón usó de manera frecuente y extendida retratos, exvotos y copias de imaginería religiosa. Durante mucho tiempo se copiaron en México estampas religiosas y profanas provenientes de Bélgica, más que de otros países europeos.

Bustos respondió al requerimiento de un mercado artístico estable que tuvo sus normas de trato y sus índices de calidad. Con su muerte desapareció el proveedor y la necesidad declinó. Muchos de los retratos hechos por él se descolgaron de las paredes y, si bien les iba, eran guardados en arcones y roperos como antiguallas sin valor, entre los trebejos de los abuelos.

Con el triunfo de la Revolución mexicana se produce un profundo movimiento nacional de refuncionalización del arte, y es entonces cuando la obra de Bustos, como muchas otras expresiones de la cultura, recibe una carga de significados, que antes no había tenido. Las etapas de su inserción en el acervo artístico nacional no pueden enumerarse de manera precisa, porque sus redescubridores no levantaron actas ni llevaron registros. Mas una vez visualizados los primeros vestigios de su existencia, las actividades de rescate fueron constantes, y hasta degeneraron en imputaciones y falsificaciones.

En el proceso de volver voluntariamente los ojos hacia México, de incorporar recursos culturales desperdigados por todo el país, los intelectuales dispuestos a construir una cultura nueva descubren los atributos de las artesanías y, casi como parte de ellas, el retratismo provinciano. El Dr. Atl, Jorge Enciso y Roberto Montenegro recorren el país esculcando mercados y tiendas de anticuarios. Están convencidos de que el aprecio de los objetos hechos por los indios o los mestizos permite una captación más real de las dotes artísticas del mexicano.

No es en la exposición de artes populares de 1921 –organizada por Montenegro y Enciso– donde Bustos aparece en la escena del arte nacional. Esto ocurre en 1933 y desde un libro: Pintura mexicana (1800-1860), de Roberto Montenegro. Pero todavía no tiene nombre y apellido. El retrato de Joaquina Ríos, esposa del artista, sin fecha y sin firma, pintado seguramente después del casamiento entre ambos, que tuvo lugar el 22 de junio de 1854, se acredita como anónimo, proveniente de San Francisco del Rincón, y se le da como data aproximada de ejecución la de 1830-1840.

Los enjuiciamientos tentativos no derivan de hechos comprobados y cargaban con los errores propios del inicio de un rompimiento con viejos prejuicios. La soberbia metropolitana había dividido el arte en culto –con arraigo académico– y popular (considerado éste como una floración espontánea). Así Roberto Montenegro opina que los pintores mexicanos de la primera mitad del siglo XIX iniciaban su pintura con los retablos o exvotos, sin tener ejemplos que imitar ni escuelas que seguir.

Discutible afirmación, pues más y más se ha comprobado que la pintura decimonónica en la provincia mexicana no fue floración espontánea y prosperó en zonas con cultura visual desarrollada, donde circulaban libros, revistas, almanaques y otras publicaciones ilustradas, que fueron puntos de referencia, como lo fue la imaginería de las iglesias. En muchas zonas del país existieron centros de producción de pinturas, esculturas y estampas y, por lo mismo, una conciencia del oficio.
 
 
Vicenta de la Rosa Reyes
Montenegro confiesa una admiración preferente por esas pinturas, sentimiento compartido por muchos de sus colegas y otros intelectuales. Los atributos que destaca son: la sinceridad, la falta de malicia en el oficio, una ideología sin doblez, el arte de pintar ejercido con gozo inmenso y sin alardes técnicos. El resultado, según él, es una pintura fina, elegante, ingenua, clara, sencilla, que no carga en su maestría implícitos comentarios culturales.

Antes que Montenegro, Diego Rivera había expresado su aprecio por la llamada pintura popular en un artículo publicado en 1926 en la revista Mexican Folkways. En sus productores, Rivera veía instinto, muchas veces genio y un "oficio admirable, amoroso y sabio, conocedor de las materias y los medios que emplea y seguro siempre de los resultados de sus combinaciones". Diego ensalzaba "las admirables cabezas de los retratos sobre lámina no mayores de unos cuantos centímetros". Reconocía que tanto la pintura popular como la otra estaban ligadas a la producción pictórica extranjera, con la ventaja para el pintor no académico que, al supeditarse a un ejemplo extraño, "transforma el modelo y [,] a fuerza de imprimirle e imponerle su propia personalidad y carácter, lo convierte en algo realmente mexicano".

En ese artículo de Diego Rivera en Mexican Folkways se testimonia por primera vez la devoción de Francisco Orozco Muñoz por Hermenegildo Bustos, a quien curiosamente Rivera exalta en lo particular sin decir su nombre:

De estos pintores admirables de retratos, la provincia mexicana poseyó y posee todavía centenares. Allí donde la incomprensión sin límite ni fondo de los oficiales de la Academia al servicio de la pedantería y [el] servilismo de la sociedad metropolitana no llegó, el genio del pueblo y su gusto innato hicieron maravillas. Entre esos pintores anónimos, mi amigo, el delicado poeta y sutil escritor de arte, Francisco Orozco Muñoz, localizó, descubrió, un genialísmo caso en un simpático pueblo grande del estado de Guanajuato. Allí floreció este maestro dueño de un oficio no menos perfecto que el de cualquier flamenco primitivo, expresando, quién sabe por qué causa desconocida, todo el misterio plácido y mate del alma de Oceanía; quién sabe por qué extrañas procedencias tenía este mexicano mucho de coreano; se vestía diariamente de fantasía, con extraño traje [,] que tenía un poco de caballero linajudo, algo del cacique indio asimilado a la nobleza de la corte de Su Majestad el Rey Católico, y mucho del de mandarín en tratos demasiado cordiales con los mercaderes holandeses, cuyas naves traficaban con Tientsín y Cantón, y en connivencia con los astrónomos jesuitas del observatorio de Pekín. El maestro de la villa X cubría su cabeza para pasear por las calles de su lugar con un sombrero de auténtico origen malayo [,] que mi amigo Orozco recogió y guarda como una valiosísima reliquia.

Retrato del niño Aranda, 1887
Rivera se había impresionado con el relato de Orozco Muñoz, apasionado coleccionista, quien trató de reconstruir a través de los objetos la insólita personalidad de Bustos.

Nacido en San Francisco del Rincón, el escritor y político Francisco Orozco Muñoz se desempeñó como diplomático. En 1939, siendo embajador en Bélgica, mandó copiar en el taller de fotografía artística de J.D. Massot, en Bruselas, las dos fotografías tomadas a Bustos y su esposa por el cura Gil Palomares el martes 23 de abril de 1901.

En la larga búsqueda del preciado tesoro (llegó a poseer un centenar de pinturas y algunos dibujos de Bustos), Orozco Muñoz descubrió que parientes suyos habían posado para el artista de su terca predilección, como lo demuestra una dedicatoria de Josefina P. de González, escrita en el reverso del retrato dibujado que le hiciera Bustos el 5 de marzo de 1889: "A Pancho Orozco Muñoz, culto y acucioso escritor, con cuyo parentesco político me enorgullezco, dedico este retrato, debido al lápiz del genial y ‘lírico’ pintor Hermenegildo Bustos, con toda estimación, Gua[najua]to, Gto., junio 26, 1939.

En cierto sentido fue la de Orozco por la pintura de Bustos una pasión secreta. Gozó su colección, mostró su colección, y hasta llegó a prestar algunas de las pinturas; pero siendo escritor nunca le dedicó una línea. No sólo su amor por Hans Memling y los primitivos flamencos (que tanto conocía desde su tiempo de estudiante de medicina en Lieja) lo acercaba a Bustos; hubo inclusive coincidencias caracterológicas.

En el reverso de su autorretrato de 1891 Bustos escribó: "me retraté para ver si podía", y Orozco Muñoz en su primoroso libro Bélgica en la paz, impreso en 1919 con viñetas xilografiadas por David Alfaro Siqueiros, puso como epígrafe la divisa de Jan van Eyck: "Als ik kan [Como yo puedo]". Orgulloso recato el de estos guanajuatenses que en algún momento debieron cruzarse por los caminos del Rincón.

A principios de 1940 el libro de Roberto Montenegro cae en manos del pintor y crítico español Ramón Gaya, llegado a México en la ola del gran exilio republicano. Su entusiasta comentario en la revista Romance puede tomarse como las primeras palabras de un europeo sobre los retratistas mexicanos no académicos, a quienes Gaya califica de primitivos y en cuyos encantos de cosas primeras y virginales queda atrapado. No encuentra en los mexicanos la fuerza y la altura de los primitivos italianos, flamencos o españoles; pero detecta idéntica limpieza de alma en estos pintores "mitad obreros, mitad ángeles", y precisaba:

Se ve que al pintor de estos retratos no le importaba crear, es decir, formar algo con vida propia y única, sino que su ambición más alta era, tan sólo [,] reflejar, trasladar, igualar eso que tenía delante de sí. Por lo tanto problemas de creación –digo problemas de creación y no de pintura para que nadie los confunda con problemas de tipo técnico–, problemas de creación artística [,] no existían para él. Todos sus problemas eran de atención, de observación, de exactitud, de fidelidad, de honradez. Y así es como ese pintor llega en sus cuadros a tan extraña veracidad, a tan extravagante realismo, en el cual una breve sonrisa, una mirada momentánea quedó allí en una milagrosa perdurabilidad, en un embalsamado mágico.

Esa es la sequedad de esos retratos, y no [,] como suele creerse, por su técnica recortada y dura. Su sequedad estriba, no en cómo se ha ido llevando el pincel, sino que estaba en que tal sonrisa, tal mirada, tal gesto real no ha sido creado en el propio cuadro, no ha sido engendrado allí mismo, en esa superficie, no ha nacido en la obra, sino que ha sido trasladado cuidadosamente, eso sí, de la realidad a la representación. Y eso es lo primitivo, ese es el arte primitivo: representar, copiar.

La primera ficha biográfica sobre Bustos apareció en el catálogo de la exposición Veinte siglos de arte mexicano, presentado en 1940, en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, por el Instituto de Antropología e Historia de México. Decía: "Bustos, Hermenegildo. Pintor. Nació en Guanajuato a fines del siglo XVIII. Murió en Guanajuato. Sin haber salido de su ciudad natal, fue un excelente retratista."

Lo escueto y magro de esta ficha (errores aparte) explica en buena medida el entusiasmo que despertó el amplio artículo del estudioso estadunidense Walter Pach, publicado en 1942 en Cuadernos Americanos. "Descubrimiento de un pintor americano" se titulaba, y en verdad cumplió esa función, pues recogía todos los datos obtenidos en muchos años por Orozco Muñoz.

Walter Pach comenzaba ubicando a Bustos como hombre del Nuevo Mundo, debido a su humildad ante la naturaleza, a su sinceridad y al nuevo sentido de lo real, que Pach aprecia como plenamente mexicano. Fue en este escrito donde por primera vez se analizaron las inscripciones puestas por Bustos en sus pinturas. Antes que nada su autodefinición como "indio", y después su autocalificación como "aficionado", que agregaba antes o después de la firma. El término aficionado –consideraba Pach–, como en francés amateur o en italiano dilettante, designa a las personas que pintan con amor,

por la satisfacción deleitosa que su trabajo le procura; y aunque Bustos reclamó siempre el pago de sus cuadros [a los precios más humildes, a veces unos cuantos pesos], es evidente que su intención, al firmarse así, era colocarse al margen de la categoría de los "profesionales", de los que habían estudiado en las academias. En su temprana juventud pretendió recibir algunas enseñanzas; mas, como fuera objeto de las burlas de los demás estudiantes, se retiró enseguida al campo de donde había venido y resolvió los problemas de su arte por sus propios recursos.
Acepta Walter Pach que las recetas para preparar colores las tomó Bustos de libros, adaptándolas a sus propias posibilidades, y que su cultura visual la hizo en la contemplación del arte existente en cualquier población antigua de México. "Fuera de esos elementos –sostiene– era un autodidacto en el sentido más literal del vocablo, completamente aislado de todos los movimientos y de todas las influencias." Lo considera un artista liberado de presiones económicas y, por lo mismo, de las presiones de la clientela, pues su trabajo en la parroquia y la venta de helados que él mismo fabricaba le producían ingresos suficientes.

Para negociar los helados Bustos contaba con la más amplia colaboración de su mujer. Él los pregonaba y ella los servía. Entre los vecinos de Purísima se repiten todavía algunos de esos pregones. Lucía Aranda Solórzano, nieta de Matías Aranda y de Lucía Valdivia de Aranda, y bisnieta de José María Aranda y Alejandra Esparza de Aranda, los cuatro retratados por Bustos, me dictó uno de esos pregones bustianos:

La nieve de limón,
la nieve sin igual,
para una irritación
es medicinal
Gracias al afecto por sus antepasados y al arraigo cultural de esta familia guanajuatense, podemos reproducir aquí las fotografías de Lucía Valdivía de Aranda y Matías Aranda, tomadas seguramente por la misma época en que Bustos pinta el retrato del barbado don Matías, con lo cual se puede constatar, además de las cualidades de excelente fisonomista, la diferencia entre un verismo fotográfico y un realismo pictórico, más evidente en el sensual retrato de doña Lucía, temperamental, joven y prolífica madre de once hijos, buena amazona y mejor administradora de la vasta hacienda familiar. Para este retrato en miniatura, Bustos hizo, en bella labor de ebanistería, el marco-cajita, más que portarretrato, para contenerlo.

Por lo demás, la familia Aranda es seguramente la única en Guanajuato que ha tenido el privilegio de ser retratada por los dos máximos artistas guanajuatenses: Bustos y Diego Rivera. En efecto, el ingeniero Rubén Aranda Solórzano, hermano de Lucía, fue retratado por Rivera en 1951 dentro del mural El agua en la evolución de la especie, que decora el interior del cárcamo de Lerma, en el Bosque de Chapultepec.

Ahí aparece Rubén Aranda Solórzano como miembro del equipo de técnicos mexicanos que realizó las grandes obras de distribución del agua purificada a la Ciudad de México.

Bastarían los retratos conservados por la familia Aranda para constatar un error que al ser de Walter Pach lo era, en 1942, de Orozco Muñoz. El fervoroso coleccionista suponía entonces haber juntado toda la obra de Bustos. Muchas pinturas auténticas han seguido apareciendo por aquí y por allá, sin contar, ¡claro está!, las que burda y mañosamente se le atribuyen.

Mirando las pinturas en secuencia cronológica, desde el retrato del padre, de 1852, pintado cuando el artista tenía veinte años, hasta los trabajos de principios de este siglo, hechos por un anciano, con justeza observaba Walter Pach cambios tan sutiles, tan poco abruptos, que él considera como "flores de suavidad".

Primigenia en su ensayo es también la especulación sobre las cruces que aparecen en pinturas y dibujos. Ante todo las cinco cruces doradas que Bustos puso en la marcial chaqueta de su autorretrato: tres en el cuello, junto a su nombre, y dos en el pecho; pero también las antepuestas muchas veces a la H de Hermenegildo, o las situadas en lo alto del papel al hacer un dibujo. Guiado por Orozco Muñoz, el escritor norteamericano da la siguiente explicación:

No hacemos una suposición sino que afirmamos un hecho perfectamente conocido [,] gracias al testimonio de los ancianos del pueblo que trataron al artista, cuando decimos que su "afición", su amor al trabajo [,] se relacionaba estrechamente con la creencia de que su cuadro, desde la primera hasta la última pincelada, debía encontrarse en profunda armonía con su religión. Como suele suceder en los países católicos, este sentimiento no arrojó sombra alguna sobre su carácter naturalmente alegre. Cuantos le conocieron nos hablan de su complacencia para cantar canciones festivas [,] así como para contar historias jocosas.
Sólo dos naturalezas muertas se conocen de Bustos y Walter Pach las enfoca no muy acertadamente. Afirma: "Figuran en ellas los productos de su jardín". Esto sería imposible, pues la variedad representada es demasiado grande y correspondería a un huerto tan rico como cuerno de la abundancia: chile, jitomate, ciruela, tuna roja, tuna verde, fresa, higo, plátano, pera, durazno, aguacate, papaya, sandía, granada, granada china, granada roja, guayaba, mamey, naranja, calabaza, papa, camote, piña, membrillo, zapote, chirimoya y otros frutos. Esta diversidad hizo deducir a otro historiador que Bustos había sido un pequeño terrateniente, cuando en verdad el terreno donde se asentó su morada, conservado en sus dimensiones originales, apenas si permite considerarlo como un modestísimo casateniente. Tampoco supo apreciar Pach la disposición para nada académica de los elementos frutales sobre la superficie, de una austera y elegante modernidad, asimilable por quienes hoy se adscriben al arte pop y al hiperrealismo. Se ha dicho también que era un muestrario de las frutas utilizadas en los helados. Nadia hacía por aquel tiempo nieves de papa, chile o aguacate.

La tesis irrebatible de Walter Pach es la que ubica a Bustos en el naturalismo, un naturalista que se dejó guiar por el sentido de la naturaleza hasta dejarse dominar por ella.

Se detiene también el crítico en el "para ver si podía", inscrito en el reverso del autorretrato, y su siempre desconcertante similitud con el "Als ik kan" de van Eyck, enarbolado por Orozco Muñoz. No intenta, como lo harán después otros escritores menos cuidadosos, equiparar a Bustos con el flamenco, pero lo sitúa, y esto es correcto, en la misma familia. Las raíces de este parentesco hay que buscarlas en los primeros siglos de la Nueva España, cuando el flamenco fray Pedro de Gante funda la primera escuela de artes y oficios del Nuevo Mundo.

Buena resonancia estética le da Pach al denominativo "indio", que Bustos se aplicaba cuando escribe, pues nos dice que "nos afirma claramente que pertenece a la raza que dio al mundo el arte prodigioso de los toltecas, de los aztecas, de los tarascos [que vivían en Guanajuato], de los totonacas y de los mayas".

Lo que todavía no aparecía en la cada vez menos confusa ubicación histórico-estética de Hermenegildo Bustos era Purísima del Rincón. Por primera vez se menciona un lugar de nacimiento en septiembre de 1947, en el catálogo de la exposición 45 autorretratos de pintores mexicanos, siglos XVIII al xx, presentada en el Palacio de Bellas Artes. El dato está incorrecto pues se da como tal a San Francisco del Rincón.

En el breve prólogo de ese catálogo, Bustos y José María Estrada, el jaliscience, son considerados ya no como pintores populares sino como figuras capitales de la escuela mexicana de mediados del siglo XIX.

Fue Paul Westheim, crítico alemán afincado en México, quien relacionó el tipo de retrato practicado por Bustos con la fotografía. En 1948 escribió:

Es un arte de uso para la clase burguesa [,] que satisface un consumo social; forma parte del mobiliario de la casa y también en su forma y contenido debe corresponder al espíritu y al modo de vivir de esta burguesía. Se trata [,] sobre todo en aquellos primeros tiempos de la fotografía, cuando ésta todavía no es un bien común, de los retratos de familia, del padre, de la madre, de los abuelos e hijos, de un querido difunto, cuyo amoroso recuerdo se quiere guardar.
A fines de los años cuarenta se descubre que Orozco Muñoz no es el único coleccionista de Bustos. Un médico de San Francisco del Rincón, el doctor Pascual Aceves Barajas, también ha reunido pinturas de su casi coterráneo. En 1950 muere Orozco Muñoz, y su viuda, Dolly van der Wee, atiende con responsabilidad cultural la solicitud que en 1951 le hace el Instituto Nacional de Bellas Artes para presentar una muy completa exposición del guanajuatense.

Se lograron reunir 114 piezas. De éstas, 100 eran óleos y el resto dibujos. La mayor parte procedía de la colección de Orozco Muñoz. Aceves Barajas prestó dieciocho pinturas, el pintor Luis García Guerrero otra, Fernando Gamboa –entonces subdirector del inba y encargado del Departamento de Artes Plásticas– una más, y el propio Instituto puso la única pintura de su propiedad: el retrato de Joaquina Ríos de Bustos, donado al INBA por Roberto Montenegro.

Antes de esta gran exposición (dirigida por Fernando Gamboa con la ayuda de Jesús R. Talavera, Antonio Díaz López y Berta Taracena), sólo habían sido expuestas pocas obras de Bustos: el retrato de la esposa, su autorretrato, el retrato de un sacerdote, los bodegones y alguna más.

La gran muestra estuvo abierta al público en el Palacio de Bellas Artes, de diciembre de 1951 a febrero de 1952. Además de las obras se exhibieron las páginas del calendario, los manuscritos del padre, el sombrero de estilo asiático, el instrumento chino de cuerda, un banquito que Bustos usaba al tocar ciertos instrumentos, las fotografías tomadas por el cura Gil Palomares, varias vistas de la parroquia y el jardín de Purísima, y el sencillo frente de la casa del pintor, con su puerta angosta y su alta ventana.

El catálogo, de sólo doce páginas de buen tamaño (34x24 cm), aportó muchísimas novedades. Fecha y lugar de nacimiento eran correctos. Se daba el nombre de los padres, aunque posteriormente se aclararía que la madre no se llamó Serafina sino Juana, como el propio Bustos escribiera detrás del retrato de su hermana Dionisia de la Trinidad, nacida el 8 de octubre de 1834 y retratada el 28 de junio de 1887. "Su estatura una vara, tres cuartos, tres pulgadas de alta. Viuda del difundo Bríjido Navarro. Hija de mis padres, José María Bustos y de Juana Hernández, difuntos. Hermenegildo Bustos, de aficionado pinté."

En esa ficha biográfica del catálogo se establecía por primera vez un antecedente académico que después –y pese a numerosas indagaciones– no se logró documentar: Bustos sí había estudiado pintura en León, Gto., con un maestro de apellido Herrera. Sin mención de fuente alguna se relataba: "Como su maestro [,] más que enseñar a sus discípulos [,] utilizaba a éstos en diversos quehaceres, Bustos comprendió que poco adelantaría en tales manos [,] y a los seis meses abandonó a tan mal mentor."

Todavía se ignoraba la fecha de su matrimonio con Joaquina Ríos, localizada después por Aceves Barajas; pero se aportaban otros datos de su vida familiar: que no había tenido descendencia y que, con sentido de humor, proclamaba haber depositado su afecto de padre en un búho, al que le dio su apellido, llamándolo Tecolotito Bustos; que había tenido relaciones extramaritales con la señora Santos Urquieta, y dos hijos de ella. Esta mujer –se afirmaba en el catálogo– había sido su modelo para la decoración hecha en el cielo raso de una tienda, donde aparecía una figura femenina algo mítica, sentada sobre un león, al que le cortaba las uñas con tijeras. La belleza venciendo a la Fuerza, la han titulado. Aceves Barajas hizo desprender esta pintura del cielo raso de una tienda comercial y se la llevó a su casa. Según él, María Santos Urquieta no fue modelo para esta composición; pero sostiene las relaciones extramaritales y la existencia de un hijo muerto prematuramente.

Con la aparición del doctor Pascual Aceves Barajas en el escenario dominado por la insólita personalidad de Bustos se acaba el periodo de discreta indagación cultivada por Orozco Muñoz y sobreviene, a partir de entonces, una catarata de datos biográficos, muchos de ellos extremadamente pintorescos, y aun absurdos. Pero lo más preocupante es que junto con las fabulaciones comienzan a adjudicársele a Bustos todo tipo de pinturas halladas en Purísima y sus alrededores. Sin tomar las menores precauciones, muchas pinturas son removidas de sus marcos originales o de las paredes, sin levantar acta de cómo y cuándo. Suponiendo que se las restaura, se las repinta o se les dan barnices, que las dañan de manera definitiva. La reconstrucción histórica es atropellada irremisiblemente. 


Tomado de
Hermenegildo Bustos. Pintor de pueblo