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Domingo 16 de enero de 2005

Robert Fisk

De cómo una alfombra voladora me llevó al pasado

Esta semana, probé un nuevo servico aéreo de Beirut a Bagdad. Era un pequeño y esbelto aparato de 20 asientos y dos motores, con un piloto libanés-canadiense y un nombre lleno de nostalgia. Se llama Aerolíneas Alfombra Voladora. Como diría el comandante Queeg en la película Motín en el Caine: no estoy jugando con ustedes. Está el letrero Alfombra Voladora en los pequeños pases de abordar azules, debajo de la cabina del capitán y en las cubiertas de las cabeceras de los asientos de este avión que surca el cielo como mullida alfombra.

El vuelo también es pequeño y extraño. Llega uno al nuevo y elegante aeropuerto de Beirut, todo acero y cristal, donde se le indica al pasajero que busque el escritorio del agente de la aerolínea, que se encuentra frente a la oficinas de correo, en la sala de llegadas. Ahí había un grupo de estadunidenses desconsolados: contratistas que han pasado el fin de semana en los burdeles, además de temerosos hombres de negocios libaneses, y finalmente... sí, lo adivinaron, el temeroso corresponsal de The Independent.

Me llevó rato darme cuenta de que todo esto era una especie de metáfora iraquí. De la sala de espera pasa uno por los detectores de metales de las puertas de salida, atraviesa velozmente el flamante duty free, se toma un capuchino y luego -aquí vamos- se dirige uno hacia la puerta de salida especial reservada para los peregrinajes a La Meca. En un cuarto que parece una caja pintada de blanco, uno espera al pequeño autobús azul que eventualmente aparece, avanzando lentamente y como con culpa de entre los hangares que aún tienen las marcas que dejaron las bombas de la guerra que Líbano está feliz de olvidar, hasta llegar a la escalera del único avión de la flota de Alfombra Voladora.

Cuando ya había entrado, medio encorvado, al avión y me asomé por la ventanilla de mi asiento, me percaté que estábamos a unos cuantos cientos de metros del lugar donde una base de la marina estadunidense fue víctima de un atentado suicida que, en 1983, cobró 241 vidas estadunidenses. Re-cuerdo cómo cambió la presión del aire dentro de mi departamento en Beirut cuando estalló esa bomba. Un par de días más tarde, vi al vicepresidente George Bush padre parado entre los escombros y diciéndonos. "No permitiremos que un puñado de insidiosos terroristas cobardes cambie la política exterior de Estados Unidos". Qué novedad.

Durante los meses que siguieron, el presidente Ronald Reagan decidió "redesplegar" a sus marinos abordo de buques navegando cerca de la costa, maniobra que está a la par de otras grandes victorias militares como el redespliegue de Napoleón en Mos-cú y el redespliegue británico en Dunkirk.

Por supuesto, estos eran mis herejes pensamientos mientras nos elevábamos por encima de las nevada montañas libanesas, cruzábamos la frontera con Siria y luego volamos en dirección este, por los cada vez más oscuros desiertos sirios, antes de llegar a Irak. Abrí el periódico matutino. Ahí estaba el hijo cascarrabias del viejo George Bush, con su sonrisa boba, diciéndole al mundo que si bien sigue habiendo algunos problemas en el viejo "Ayrak"como él lo pronuncia, se celebrarán las elecciones el 30 de enero. La violencia será derrotada, los malos no podrán detener el avance de la democracia. En otras palabras: no va a dejar que un puñado de insidiosos terroristas cobardes cambie la política exterior de Estados Unidos. Qué novedad.

Por supuesto, en el momento en que uno llega al escenario del nuevo gran experimento democrático de Bush (y claro que todos esperamos las elecciones en Bagdad con el mismo entusiasmo de los pobladores de Dresden cuando vieron llegar los primeros aviones Lancaster siguiendo la ribera del Elba) todo parece diferente. El aeropuerto de Bagdad está repleto de mercenarios armados y gurkas amistosos, pero igualmente armados. Cerca de la terminal hay también un enorme cartel a color con la imagen de lo que dejó un coche bomba en Bagdad, con todo y el cadáver de una mujer semidesnuda, en la parte inferior derecha de la foto.

Debajo de esta obscenidad, hay un letrero en árabe que dice: "Quieren destruir nuestro país y atacan escuelas. Estos perros quieren que nuestros hijos se mantengan en la ignorancia para poder enseñarles a odiar. Debemos ayudar a las fuerzas multinacionales para demostrarles que haremos lo que sea para recuperar nuestro país y arrancar de raíz a los asesinos y ladrones que son totalmente responsables de estos terribles crímenes contra el pacífico pueblo de Irak. El pueblo iraquí se niega a ser víctima porque es una comunidad fuerte que nunca morirá." Otra vez, qué novedad.

Porque mientras los iraquíes quieren seguridad, un número cada vez mayor de ellos se une a los perros y cada vez menos desea la asistencia de las "fuerzas multinacionales", que en Bagdad y en muchas de las provincias sunitas bajo control de los insurgentes no significa otra cosa que el ejército del presidente Bush.

Ahora bien, las encuestas de opinión -un invento occidental y para nada oriental- sí demuestran que la mayoría de los iraquíes le gustaría algo de la democracia de Bush hijo. En los días del bestial Saddam Hussein de seguro la querían aún más, pero en ese mo-mento Estados Unidos estaba demasiado ocupado apoyando al régimen de Saddam para que él pudiera desenraizar a todos los asesinos de Irán, sin mencionar a los comunistasr iraquíes, a los chiítas iraquíes y a los kurdos, que estaban tratando de destruirlo.

Las encuestas también demostrarán que a la mayoría de los iraqués -una mayoría aún mayor, sospecho- le gustaría algo de seguridad ante los asesinos y ladrones que la actual fuerza multinacional de ocupación no parece capaz de atrapar. Y a la más grande mayoría de todos los iraquíes le gustaría, sin duda, tener pasaportes estadunidenses.

Con frecuencia se me ha ocurrido que la única forma segura de terminar con la guerra de Irak es darle la ciudadanía estadunidense a todos los iraquíes, que es exactamente lo que hacían los romanos al hacer ciudadanos de Roma a los habitantes de los lugares que conquistaban.

Pero como ésta no es una idea que Bush y sus creadores de imperios elogiarían, los iraquíes van a tener que soportar la democracia en sus violentas ciudades y poblados carentes de electricidad y petróleo.

Los chiítas, desde luego, han esperado impacientemente durante dos años para ce-lebrar elecciones. Durante su gestión, el procónsul estadunidense, Paul Bremer, tenía miedo de celebrarlas poco después de la invasión -cuando pudieron haberse hecho sin mucha violencia- porque Irak corría el riesgo de convertirse en una teocracia chiíta. Los kurdos también quieren votar por el bien de su pequeño estado emergente.

El problema es que sin la participación de los sunitas musulmanes, los resultados de la elección, que serán libres al igual en que las elecciones durante el régimen de Saddam nunca lo fueron, serán tan poco representantivas de Irak como nación como lo eran aquellas en que la Bestia conseguía 98.86 por ciento de la votación. Los estadunidenses amenazan ahora con "completar" el Parlamento con algunos sunitas que ellos mismos escogerán. Y todos sabemos cuán representativos ellos serán de la comunidad sunita que está en el corazón de la insurgencia contra la ocupación estadunidense.

Con todo esto bajo consideración, debemos esperar un desastre mayúsculo tras las elecciones del 30 de enero. Los incendios apenas están comenzando pero no teman, Bush y Tony Blair nos dirán que siempre su-pieron que habría violencia el día de la votación, lo cual demuestra que todo es correcto. Supongo que si la violencia empeora, ello demostrará lo exitosas que fueron los comicios porque consiguieron que asesinos, ladrones y perros se enojaran.

Un puñado de insidiosos terroristas cobardes no va a cambiar la política exterior de Estados Unidos. Bueno, ya lo veremos. Mientras tanto, estoy revisando los horarios de vuelo para ver si mi alfombra voladora me llevará de regreso a Beirut después del 30 de enero.

© The Independent

Traducción: Gabriela Fonseca

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