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Una vida y una sexualidad entre riesgos
A
partir de su propia vivencia como "niño de la calle" y de su experiencia
actual como promotor social, el autor expone las estrategias de reinserción
social seguidas por las organizaciones civiles --contrapuestas al asistencialismo
paternalista de algunas instituciones, cuya primera consecuencia es arraigar
aún más al niño o niña a su situación de calle--, y las dificultades encontradas
en el logro de ese propósito.
Por Mario Díaz Domínguez
Un
martes de octubre de 2001. 7:30 am. Es la primera vez que visito solo el
baldío ubicado sobre el Eje Uno Ponente. A este baldío, donde viven entre
20 y 30 jóvenes de calle, lo denominamos Niños Héroes. Los despierto, algunos
ya se han levantado para ir por los atoles y los tamales. Los más se han
quedado dormidos porque en la noche anterior estuvieron inhalando "activo"
hasta las 3 o 4 de la mañana. Los conozco hace mucho tiempo y, como respuesta,
recibo algunos insultos, entre alegres y despreocupados. Son como 19 hombres
y 11 mujeres. De ellos casi todos viven ahí permanentemente, excepto algunas
mujeres, quienes viven algunos días en sus casas para atender a sus hijos.
Se despiertan, algunos muy entusiasmados porque han esperado el martes para
ir al cine.
El acceso al cine es gratuito gracias
a un convenio entre Cinemex y la Fundación Renacimiento. Como es sabido por
ellos, después del cine irán a la Fundación para bañarse, lavar su ropa,
organizar algunas actividades deportivas, pedagógicas y comer.
Ésta
es una de las formas en que las fundaciones de ayuda se acercan a jóvenes
de calle para convencerlos de que emprendan caminos hacia la reinserción
social. Ese es precisamente el propósito de la Fundación Renacimiento al
brindar distintos servicios de atención médica, sociológica, pedagógica,
de trabajo social, de alimentación, hospedaje, actividades recreativas, deportivas
y culturales. Cuenta además con talleres de imprenta, serigrafía, carpintería,
electricidad y otros.
Después del cine, unos
se van a la Fundación y otros prefieren regresar al baldío. Se "abren", como
dicen ellos. Eso se traduce, por ejemplo, en que se van al Metro a charolear. Eso significa talonear para conseguir dinero. O se dedican a palabrear,
que significa aventar un choro a la gente y pedir su cooperación para conseguir
alimentos. Aunque en realidad parte de lo que se recoge se emplea para comprar
la lata de "activo", un derivado del thinner que cuesta 25 pesos y sirve
para aspirarlo unas 6 horas. Se moja un papel y se aspira. También se hacen
monas, es decir, estopas remojadas en "activo", para venderlas por tres pesos a otros compañeros y compañeras.
La
ayuda a jóvenes de la calle, aunque bien intencionada, a veces es contraproducente
porque, como ellos mismos dicen "les ha matado el sueño de esforzarse por
obtener esa meta de su vida". En realidad, esas ayudas tienen más carácter
de asistencialismoporque no generan un compromiso entre esos jóvenes y la
organización que les atiende para mejorar sus expectativas de vida en vez
de extender la mano para sólo recibir. Eso los arraiga más a la calle.
La
mayoría del tiempo están intoxicándose. Se drogan para vivir y viven para
drogarse. Para ellos es una forma de fuga de los problemas que vienen arrastrando
desde el seno familiar. La droga les lleva a evadir la realidad de su contexto
y la responsabilidad de tomar las riendas de su propia vida. Los estupefacientes,
asimismo, activan el papel de competencia, autoafirmación y poder dentro
del grupo. Quien más se droga es más cabrón.
Pero
en el fondo hay una parte dentro de ellos que les grita que ésa no es vida,
que salieron de sus casas para mejorar, para alcanzar un sueño. Y ésa es
la partecita de la cual se agarran las instituciones para buscar reimplantarlos
en una vida productiva. Algunos de ellos ya han tenido un proceso institucional
en un momento de su vida, sólo que dijeron, "no es mi momento o no me interesa"
y regresaron a la calle. Muchos de ellos hacen nuevos contactos con sus
familiares, pero los problemas que los expulsaron siguen ahí presentes: la
violencia, la pobreza, el hacinamiento, el alcoholismo del padre o la madre
y/o el abuso sexual que los arroja nuevamente a la calle. Regresar al núcleo
familiar implica, además, tener que trabajar para ayudar a los gastos del
hogar, cuestión que evaden en la vida de calle.
Sexualidad callejera
Algunas
chavas inician su vida sexual desde los 12 años. Entre los 15 y 16 años tienen
su primer embarazo. Hay una sexualidad activa en el baldío, pero sin protección.
Esto presupone que están proliferando las infecciones. El VIH, por ejemplo,
se disemina sin que lo sepan. Y como hay mucha interrelación entre baldíos
y puntos de distribución de droga, junto con el comercio sexual, esto se
agudiza.
La droga influye para que las mujeres
no opongan mucha resistencia a cuates que no son sus chavos oficiales y,
así, una de ellas puede tener tres o más relaciones en un día, todas sin
protección. A veces se presenta la violación en distintas versiones: la chava
no quiere tener relaciones, pero puede haber golpes para presionarla, se
le chantajea sicológicamente o se dice, "si no es hoy será mañana", lo que
resulta casi siempre cierto. En sus cinco sentidos, las chavas muestran su
preocupación por embarazos e infecciones, pero ya con la droga se sienten
inmunes: suponen que a ellas no les va a pasar.
En
otros casos, la sexualidad se ejerce por dinero. Un policía ofrece a una
chava dos puntos de coca, equivalente a 30 pesos, y se van atrás del arbolito,
del puesto, o en la patrulla. También compra sexo con las chavas del baldío
el señor de las tortas o de algún otro puesto. Las chavas con frecuencia
establecen relaciones para buscar protección de las agresiones del medio.
Hay
instituciones que brindan pláticas sobre sexualidad en los baldíos. La organización
Casa Alianza cuenta con el programa "Luna" sobre sexualidad, enfocado a la
prevención del VIH. En una consulta que realizó la antropóloga Ruth Pérez
junto con esta organización, descubrió que el 79 por ciento de las chavas
desconocían el proceso de la menstruación. Ante ese desconocimiento, saber
sí están embarazadas ya no es lo más importante, sino cómo está el embarazo.
Alianza
las canaliza a hospitales de salubridad. Ahí les exigen ir limpias, sin estar
drogadas y en ocasiones piden que vaya el padre de la criatura. En la consulta
las tratan con despotismo, las atosigan infundiéndoles miedo o con moralismos:
"tu niño va a nacer mal"; "Te drogas todo el tiempo, no se como pueden existir
personas como tú"; "Encuérate, abre las patas, siéntate allá". Son términos
muy agresivos que propician que las chavas no regresen a seguir con la revisión
del embarazo. Van cuando ya está próximo el parto y, por supuesto, no tienen
alimentación adecuada y se siguen drogando. En todos los casos les preguntan
si se quieren operar para ya no tener hijos, o ponerse el DIU.
Una
de cada cinco chicas de baldío tiene un hijo o dos. Cuando deciden tenerlos
lo hacen por causas variadas, como el querer ser madres para reproducir un
patrón de carácter social o para fundar una familia y atar al compañero para
que viva con ella. Esto resulta poco realista, porque estando en la calle
carecen de condiciones y el compañero se niega a cooperar. Una vez nacida
la criatura, la madre busca apoyo para su manutención y cuidados en las instituciones
de asistencia y en sus hogares. Así, resulta que las abuelas se convierten
frecuentemente en madre-abuelas.
Cuando tener
la criatura no está entre sus metas, se enfrentan a muchas complicaciones:
por ejemplo, carecen de recursos para interrumpir el embarazo (y la legislación
local tampoco permite el aborto voluntario), además de que el desconocimiento
del proceso les lleva a percatarse de su estado hacia el cuarto o quinto
mes (esto sucede también porque la mala alimentación, el uso continuo de
drogas y el desorden para dormir hacen que sus ciclos menstruales sean irregulares
y, por tanto, dejan de ser una preocupación sistemática para ellas).
El tamaño del problema
En
el 2002 había en el DF, según la Red por los Derechos de la Infancia, 20
mil infantes, adolescentes y jóvenes de la calle. Estos se encuentran en
aproximadamente 177 baldíos localizados en diferentes puntos de la ciudad.
Quienes tienen entre 11 y 19 años son del interés de las instituciones, porque
se supone que están en buena edad para la reinserción social y laboral. Pasando
los 19 años, disminuye mucho el interés por rescatarles de la calle.
Siempre
hubo niños, niñas y jóvenes de la calle. Pero el problema se incrementó mucho
en los noventa, dado que hasta 1995 había 13 373 de ellos menores de 18 años.
Algunos ahora son adultos y siguen llegando otros niños. Su situación es
la misma. No parece variar en nada. La mayoría ni siquiera tiene estudios
básicos. Pronto esto repercutirá en la tercera y cuarta generaciones ya que
los hijos de los hoy jóvenes, al llegar a adultos tampoco tendrán estudios.
Pronto los veremos en la mendicidad, el robo, el consumo de drogas o la prostitución
como métodos para enfrentar su vida. Muchos murieron por un pasón
o haciendo alarde de machismo, algunos están en la cárcel,
otros regresaron con su familia o lejos de su vida en la calle.
El
autor, de 22 años, vivió en situación de calle durante un año y medio. Ahora,
desde la Fundación Renacimiento, hace trabajo a favor de los niños que pernoctan
en calle.
Versión editada de la ponencia presentada
en el "Encuentro entre Jóvenes y Sector Salud sobre Derechos Sexuales y Reproductivos",
organizado por Ipas México, los días 29 y 30 de noviembre de 2004.
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