Jornada Semanal, domingo 19 de diciembre  de 2004            núm. 511

ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

CÓMPRESE UN PARNASO
A LA MEDIDA (IV)

Algunos han querido convertirse en artistas para justificar el lucimiento de una actitud excéntrica y bohemia. Asumida la máscara de la genialidad, cualquier juicio crítico es incomprensible, pues siempre estará por debajo de lo inmarcesible del "talento": si Stendhal y Mahler apostaron a ser comprendidos por la posteridad, la falta de reconocimiento es culpa del público impreparado, que pretende impedir metas como las ventas y la fama.

Contra tales excesos se han levantado voces que niegan la preponderancia del autor sobre el texto: Keats afirmaba que un poeta sólo lo es cuando está creando, en los demás momentos se convierte en un ciudadano común, alerta para percibir estéticamente el mundo; Wilde creía que lo menos poético que hay es el artista; Borges señaló que lo único importante es la obra (que pertenece a la tradición), pero estas visiones pasan desapercibidas cuando se persevera en un punto de vista pletórico de star system.

Los talleres y diplomados en creación artística son respetables, pues ofrecen alternativas a quienes buscan alguna forma de expresión personal: de ahí pueden surgir voces verdaderamente valiosas. No es criticable que la gente con inclinación se dedique a una actividad así: ¿con qué derecho condenar los aplausos familiares o la admiración del cenáculo para la obra de quien se siente llamado a tan singular destino, o negar el acceso a los diversos niveles de expresión estética? Es cierto que muchas formas de ese acceso son sucedáneos del arte y, en ese nivel, éste es un sucedáneo del diván psicoanalítico; pero el verdadero problema surge cuando los autores de formas subalternas se creen dueños de una auténtica voz por haberla pagado con varias colegiaturas, como si lo que faltara fueran buenas propuestas. El amor propio no es necesariamente criticable, pero es excesivo pretender la aparición de un público aplaudidor, a semejanza de la familia y los resignados amigos.

Víctor Hugo creyó que el Romanticismo era el liberalismo en literatura, pero no pensó que las cosas fueran a llegar tan lejos: la temeridad se atreve con materias que desconoce, lo cual es síntoma de la improvisación y el voluntarismo contemporáneos (poetas que no saben contar sílabas, artistas plásticos que no saben hacer una base de preparación para pintar, cantantes que memorizan una partitura porque no saben leer música). Es cierto que las apariencias subartísticas han coexistido con el contexto cultural pero, en estos momentos, la impunidad la sufre el público: los demasiados libros, la demasiada música y la demasiada pintura se vuelven nebulosos porque cualquiera se siente autorizado a lanzar sus apuestas sobre el turbulento mar de las oportunidades. Aun si alguno de esos autores llegara a depurar su trabajo, no deja de ser descortés la circunstancia de obligar al público a acompañarlo en la maduración de una personalidad llena de borradores.

Quienes desarrollan un trabajo caracterizado por el apresuramiento y la impermeabilidad para la crítica, consideran que cada exigencia de profesionalismo es "elitista": su defensa se apoya en la tesis del derecho a la "igualdad de oportunidades", de que la obra vale "porque es lo que quise decir". Autores como Manuel Puig, Les Luthiers o Manuel de la Rosa han aprovechado tales discursos para ofrecer, mediante el pastiche, una renovada sugerencia de otro nivel.

En un medio acrítico pueden surgir productores de digested art. De aceptarse los postulados de una especie de libre comercio en la cultura, la mínima responsabilidad que se debe pedir al autor es la del conocimiento de las formas y técnicas que trabaja, o los productos subartísticos llegarán a toparse con las reglas del juego que las han prohijado: el público se sentirá con el derecho de exigir un verdadero nivel de calidad. No se pueden proscribir el consumo de la fast-kultur ni el ejercicio de la producción subartística, y habrá quien diga que no se puede dictaminar en ese terreno, pero de creerse en el juego de libre mercado, esos consumidores y productores terminarán en la zozobra de alguna bodega (aunque el espacio se esté terminando y ya casi no haya bodegas, aunque resten pocas personas afuera de ellas).

Borges afirmó que el mejor antologista para la obra de arte es el tiempo. El volumen de ruido cultural que hoy se dispersa hacia todos lados engendra, tan contaminante como la otra, una densa nube de esmog impenetrable, incluso para el tiempo.