La Jornada Semanal,   domingo 19 de diciembre  de 2004        núm. 511

 Drácula de sangre y hueso

Leandro Arellano

Todos conocemos al Vampiro, pero ¿cuánto debe la fortuna que ha alcanzado la leyenda de Drácula a la raíz histórica del personaje? Si bien siglos anteriores registran su existencia, la invención del vampiro, como lo concibe la imaginería de Occidente, es privilegio de Europa, donde el mito se difundió extensamente a lo largo del siglo XVIII. La tradición de ese ser, mitad ave mitad ratón, y de otras criaturas nocturnas es muy antigua y arraigada en los Balcanes, sobre todo en Transilvania. Empero, fue Bram Stoker, inspirado en la vida del príncipe rumano Vlad Tepes, con fama de cruel, quien determinó el arquetipo del vampiro que todos conocemos: Drácula. En la actualidad, Vlad Tepes debe su fama en el extranjero más a la imaginación del escritor irlandés que a sus propias hazañas históricas. Stoker lo inmortalizó con su obra y así su nombre se perpetúa en el vampiro.

Las regiones que constituyen la Rumania actual estuvieron pobladas en la Antigüedad por los tracios. Durante los tres primeros siglos de nuestra era constituyeron la provincia de Dacia, bajo el dominio del Imperio romano. En ese periodo el pueblo rumano forjó su lengua y adoptó la fe cristiana. Posteriormente, en una de las primeras grandes divisiones del Cristianismo, en el siglo IV, y en un capricho de la geografía, dicho territorio adoptó la fe ortodoxa, junto con los demás pueblos balcánicos. Nació así la Iglesia "oriental". En siglos sucesivos Rumania fue invadida por bárbaros, tártaros, magiares, germanos, eslavos, otomanos…

Los años oscuros de la Edad Media mantuvieron acallada la región. En los Balcanes el feudalismo no tuvo el desarrollo ni las características sociales y culturales de la Europa del Norte. Aunque existen en Rumania poblaciones antiquísimas, el Medioevo no produjo allí formaciones feudales, ni se establecieron burgos, prevaleciendo el clero y una pequeña burguesía rural. Las poblaciones fueron constituidas por agrupaciones de campesinos y algunas fincas pertenecientes a la nobleza, alineadas alrededor de las zonas agrícolas, ganaderas, vinícolas… No hubo comerciantes, ni artesanos, ni pequeñas industrias, que fueron, según enseña Henrí Pírenne, las que completaron la sociedad en otras regiones europeas.

Hacia fines del siglo XIII los principados rumanos comenzaron a mostrar signos vitales. Eran principados pobres y estaban alejados de las grandes corrientes europeas de su tiempo, contaban con una lengua y una religión comunes, eran independientes entre sí y, con más o menos fortuna, mantenían un costoso grado de autonomía. Las potencias dominantes en el sudeste europeo en la época de Vlad Tepes, a mediados del siglo xv, eran los imperios otomano y magiar y, menos amenazante, el polaco. Las provincias históricas de Rumania –Valaquia, Moldavia y Transilvania– se ubicaban en el cruce de esos poderes.

El territorio rumano ocupa el espacio donde acaba la geografía de Europa y comienza la asiática, un territorio intermedio entre la cristiandad y el Islam y, muchas veces, campo de batalla de ejércitos y potencias provenientes de los cuatro puntos cardinales. Cuando el Imperio romano comenzaba a debilitarse, contrajo su dominio hasta el Danubio; lo mismo hicieron los monarcas otomanos en su momento, fijando al Danubio como límite y exigiendo vasallaje y sumisión a sus conquistas europeas. Los principados rumanos sobrevivieron sometidos a esas condiciones.

Durante el reinado de Vlad Tepes las potencias vecinas exigían a los vaivodas –los príncipes de las provincias rumanas– tomar partido, mediante la fuerza, el chantaje o el cohecho. Los vaivodas pagaban tributo a uno o a otro, a ratos a los dos al mismo tiempo. De ese modo aprendieron los rumanos a sobrevivir entre fuerzas hostiles, a mantener su identidad bajo presión; así desarrollaron una política de supervivencia frente a sus vecinos, con habilidad y socarronería a veces, otras mediante el cinismo o el sacrificio.

Valaquia fue el principado que primero cobró identidad, hacia el siglo XIII, y representa la cuna de Rumania. Varios príncipes valacos destacaron por su habilidad y cualidades en esa época de guerra casi permanente. Uno de los vaivodas más destacados fue Mircea el Viejo, abuelo de Drácula, quien por breve tiempo unificó a los principados rumanos. A Mircea el Viejo lo sucedió en el trono su hijo Vlad, a quien Segismundo de Luxemburgo, rey de Alemania y Bohemia, elevó al rango de Caballero, imponiéndole la Orden del Dragón –dracul en el rumano de entonces, que varió andando los siglos y actualmente significa demonio– por su resistencia frente a los turcos. Tanto Mircea el Viejo como Vlad Dracul lograron importantes triunfos ante los poderosos ejércitos enemigos, otomano y magiar.

De esa estirpe proviene el príncipe que inspiró la obra de Stoker. Nació en Sighisoara en 1431, en territorio transilvano. Vlad, un nombre común en Rumania, fue también el nombre de pila de este nieto e hijo de príncipes guerreros ennoblecidos. El apellido Draculae –el hijo de Drácula– fue heredado por Vlad, a quien la historia registra mejor como Vlad Tepes, Vlad el Empalador, porque ganó notoriedad su hábito de empalar e imponer otros castigos sanguinarios no sólo a los enemigos que caían en sus manos, sino también a delincuentes, súbditos rebeldes y muchos inocentes. Vlad Tepes deseaba imponer la ley y el ordenen sus dominios, pero su reputación de cruel y autoritario se extendió. La Transilvania de entonces la componían rumanos, húngaros, széklers y sajones llegados de Alemania. Vlad Tepes gobernó Valaquia en tres ocasiones –en 1448, por un breve periodo; de 1458 a 1462, cuando alcanzó su mayor gloria y notoriedad; y, por un mes, en 1476.

Como sus antecesores, estuvo sometido a incontables presiones de los poderes vecinos. Luchó por preservar la independencia de Valaquia, cuyo territorio era más extenso entonces, así como para allegar mayores beneficios a sus súbditos. Con ese fin, volteaba hacia donde los vientos le soplaran mejor; algunas veces se aliaba con el sultán contra el emperador de Hungría, otras con éste en su lucha contra el líder otomano. Estratega audaz, llegó a repeler con éxito, en más de una ocasión, al aguerrido ejército turco.

Matías Corvino, el emperador magiar, en una alianza acabada en forma poco clara e incitado por el resentimiento sajón, lo capturó y mantuvo preso en Budapest varios años. Los cronistas de la época no se ponen de acuerdo sobre si, al liberarlo, Corvino lo hizo casar con una hija o sobrina suya. Lo importante era que el principado valaco resistiera al sultán en ese momento y para ello había que devolver el trono a Drácula. Fue la última vez que lo tuvo y apenas un mes duró su reinado. Murió en batalla contra los turcos. A su muerte, se extendió su celebridad, para unos de tirano cruel y sanguinario; para otros, de patriota valeroso. A fin de garantizar la muerte del príncipe rebelde, las tropas del sultán lo decapitaron y, conservada en miel, o rellena de algodón, le llevaron su cabeza. Empalar, decapitar, descuartizar, eran prácticas comunes entonces. En cada momento la historia ha creado sus propios instrumentos de muerte, cada vez más destructivos.

"No era alto, pero sí corpulento y musculoso. Su apariencia era fría e inspiraba espanto. Tenía una nariz aguileña, fosas nasales dilatadas, un rostro rojizo y delgado, y unas pestañas muy largas que daban sombra a unos ojos grandes, grises y bien abiertos; las cejas negras y tupidas le daban un aspecto amenazador. Llevaba bigote, y sus pómulos sobresalientes hacían que su rostro pareciera aún más enérgico. Una cerviz de toro le ceñía la cabeza, de la que colgaba sobre sus anchas espaldas una ensortijada melena negra." Así describió el delegado papal en la corte húngara el aspecto de Vlad Tepes. Hay indicios de que Corvino lo exhibió en Budapest como se hace con los animales en un zoológico. Un retrato suyo, del siglo xv, se encuentra en el castillo de Ambras, en Austria.

ORIGINARIO ÉL MISMO DE un país cargado de nubes permanentes, Bram Stoker era miembro de una sociedad secreta y amaba las historias de fantasmas y vampiros, así como las leyendas de Transilvania, que leía en el Museo Británico. Entre sus precursores se cuenta a varios autores, sobre todo a Sheridan Le Fanu. En fecha reciente, el profesor Matei Cazacu ha publicado una historia de Drácula (Tallandier Editions, París, 2004), muy completa, documentada y novedosa. Afirma que una novela publicada en París en 1897, Le Capitaine Vampire, de la escritora belga Marie Nizet, puede ser el antecedente más directo de la obra de Stoker. Con todo, fue el orientalista húngaro Arminius Vambery, en un encuentro que tuvieron en Londres en 1890, quien desbordó su fantasía con leyendas y relatos que abundan en la campiña transilvana. Stoker quedó cautivado con el nombre, la historia y la crueldad del príncipe Drácula. Todo lo demás fue obra de su imaginación.

No deja de asombrar que la leyenda se haya difundido, que se instituyera la tradición de un ser subterráneo que requiere de la oscuridad para sobrevivir, cuando predominaban en la conciencia social europea las doctrinas positivistas y científicas, y al mismo tiempo que se descubría e instauraba el uso común de la energía eléctrica.

La historia de Vlad Tepes se mantuvo enterrada por años. Tuvo que esperar más de tres siglos para que los historiadores se ocuparan de él, una vez que el escritor irlandés lo resucitó con la leyenda. La reputación de su crueldad fue magnificada por aquellos a quienes afectó con sus decisiones de gobernante. La providencia, que a todos da y quita sin explicaciones, le asignó el aspecto fiero y sombrío que de él nos legaron los cronistas y su retrato; la fatalidad del idioma, la mutación del significado de su apellido... Mas nunca se asoció el nombre del Drácula real con los vampiros y su prácticas.

En Rumania existen héroes nacionales más destacados que Vlad Tepes, como son los casos de Esteban el Grande, Miguel el Valiente o su mismo abuelo, Mircea el Viejo. Sin embargo, a partir de la popularidad que le creó el libro de Stoker, el interés histórico por el rebautizado conde Drácula, aumentó considerablemente. Hoy existe un volumen cada vez mayor de investigaciones sobre el príncipe valaco. La historia oficial del régimen comunista exageró al grado de pretender imponerlo como un anticipado de las doctrinas socialistas.

Si en décadas recientes han proliferado los estudios rumanos, los documentos y testimonios más importantes de aquel periodo son, sobre todo, alemanes, seguidos por turcos, griegos y algunos rusos. Las fuentes alemanas atribuyen al príncipe Drácula una brutalidad, sin duda cierta, pero exagerada y parcial. Vlad Tepes había dispuesto reducir los beneficios fiscales de que gozaba la población alemana de Transilvania, lo cual nunca le fue perdonado. Por otra parte, el desarrollo reciente de la imprenta facilitó la circulación de historias impresas sobre su perversidad. Los historiadores no se ponen de acuerdo sobre el número de personas que ordenó empalar, pero todos coinciden en que era una práctica que ejercía rutinariamente.

El viajero que recorra Rumania hoy, va a encontrar un castillo de Drácula harto distinto del que se haya forjado en la imaginación. El que se muestra a los turistas y que supuestamente habitó Vlad, no se asemeja a los castillos medievales que conocemos en Europa occidental. No tiene el carácter sombrío y la magnificencia del castillo escocés donde Francis Ford Coppola filmó su impresionante película, y sin embargo, puede resultar tanto más dramático en una tarde nevada y oscura. En armonía con la topografía de la zona, conmueve al visitante la carga mítica que lo rodea. Se localiza en el poblado de Bran, distrito de Rasnov, sobre la curvatura de los Cárpatos, en pleno corazón de Rumania.

Si el famoso castillo no tiene las características de las fortificaciones de Francia, Italia o Alemania, fue porque Rumania no tuvo el carácter feudal de esos países, del mismo modo que no conoció el Renacimiento ni la alcanzó la Reforma. La evolución de la sociedad rumana, eminentemente campesina, fue lenta. La inexistencia de la clase burguesa la dejó al margen del Siglo de las Luces. Sin embargo, los rumanos desarrollaron a través de los siglos una larga y rica tradición oral de romances, canciones populares, baladas, cuentos, coplas y leyendas. La literatura rumana escrita comienza propiamente, como su vecina rusa, hacia el siglo xix, quinientos años después de la Divina Comedia. Más que en libros, a decir del historiador Nicolae Iorga, la historia de su país se encuentra en sus hábitos, en sus modales y gestos, que no fueron escritos.

Con romances y leyendas nos llegan historias de fantasmas, aparecidos, zombis, resucitados, hombres lobo y otras creaciones maravillosas de la imaginación popular. Como los personajes del mundo subterráneo de la India, Grecia y otras literaturas, en Rumania abundaron los strigoii, los moroii: reencarnaciones de los muertos que emergen de noche para perturbar la paz de los vivos. El zburator es una especie de vampiro que entra por la chimenea y provoca sobre todo a las jóvenes en edad para iniciarse en el amor. Si bien el eslavo antiguo parece ganar al serbio, al húngaro, al lituano y a otras lenguas la disputa por el origen del vocablo, no hay duda de que la cultura del vampiro forma parte del folclor de los Balcanes. ¿Será Lamia, la borrosa monstruo griega que succionaba la sangre de los niños, su antecedente más remoto?

El comunismo no logró quebrantar la espiritualidad de ese pueblo religioso y crédulo. En Transilvania todavía los campesinos acostumbran colocar una ristra de ajos detrás de la puerta de su casa y todos los rumanos se rocían a menudo con agua bendita, igual que tienen pasión por el sol. Es comprensible: la luz es símbolo de vida; del ajo conocemos su milenario poder curativo, sus virtudes bactericidas y profilácticas; y el agua purifica y alivia. Y como todo arte crea su mercado, en Rumania se habla hoy de la construcción de un parque de diversiones para atraer turistas: Draculandia. La ruta de Drácula abarcaría entonces el parque de diversiones, el Castillo de Bran, el Castillo de Snagov, cercano a Bucarest, donde la leyenda afirma que enterraron su cuerpo, y la casona donde nació en Sighisoara. Vueltas y encuentros de la historia y la fantasía.

En la actualidad existe en muchas partes un verdadero culto por la literatura de vampiros. Los seguidores de Stoker se cuentan por miles, tanto en la literatura como en la cinematografía. La señora Anne Rice ha ganado popularidad con sus historias de vampiros, pero escritores de la talla de Goethe, Baudelaire y muchos otros se han ocupado del tema. Uno de los primeros relatos de Julio Cortázar fue "El hijo del vampiro", y Carlos Fuentes publicó hace unos meses "Inquieta compañía", donde recrea a un Vlad perverso, al que hace viajar a México. El culto se extiende a cientos de películas, dibujos animados, historietas y se transforma en fervor en sociedades exaltadas por el terror, el misterio o la curiosidad.

La cinematografía, llegada a pocos años de la aparición del libro de Stoker, se sumó al cultivo del mito y en fecha tan temprana como 1922, Murnau dio a la pantalla su Nosferatu. Ya encaminados en los territorios del mito, hay que decir que los monstruos activan una de las emociones más inmediatas en los humanos: el miedo. La sangre, símbolo de vida y redención, de crueldad y de muerte, es la substancia de la que vive el vampiro, al que se teme porque representa el mal, la oscuridad. Bram Stoker fijó las características peculiares de su personaje que, con leves variantes, muchos autores mantienen. Provisto de afilados colmillos, el vampiro es un ser que sobrevive gracias a la sangre que succiona a sus víctimas. Habita en la oscuridad en un medio burgués y lo abriga un halo de misterio y de melancolía. Stoker lo elevó al rango de conde y Bela Lugosi lo adornó para siempre con una vestimenta impecable: el frac negro y la larga capa. Grandes actores han interpretado a Drácula a través de los años además de Lugosi: Christopher Lee, Klaus Kinski, Gary Oldman... La época dorada del cine mexicano no se quedó a la zaga: la imagen del actor Germán Robles está asociada en nuestra fantasía al Conde de Transilvania.

La literatura y el cine coinciden en la creencia de que el vampiro es un cuerpo sin alma. ¿Pero qué tal si tiene su propia alma? La suya no puede ser una vida fácil. En un momento grandioso del cine, el Nosferatu de Herzog lamenta la soledad de ser inmortal.