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Sábado 18 de diciembre de 2004

Michael Klare *

Eventual crisis de energía amenaza mandato de Bush

Cuando George W. Bush entró a la Casa Blanca, a principios de 2001, la nación sufría una severa "crisis de energéticos" producida por los altos precios de la gasolina, las carencias regionales de gas natural y los continuos apagones en California. Lo más notable era la escasez artificial del gas natural, orquestada por la corporación Enron y su voracidad de ganancias elefantiásicas. En respuesta, el presidente prometió hacer de la modernización energética una de sus preocupaciones principales. Sin embargo, en sus primeros cuatro años en el cargo hizo muy poco por remediar los problemas energéticos del país, aparte de proponer la perforación petrolera en el refugio nacional ártico de la vida silvestre en Alaska.

Por fortuna, para él, la situación energética mejoró un poco conforme la recesión económica nacional deprimió la demanda, lo que a su vez bajó temporalmente los precios de la gasolina. Ahora que Bush inicia su segundo periodo como presidente, se vislumbra en el horizonte otra crisis de energéticos -una que no se disipará por sí sola.

El inicio de esta nueva crisis energética se anunció en enero de 2004, cuando la Royal Dutch/Shell -una de las firmas de energía más importantes del mundo- reveló que había sobrestimado sus reservas de crudo y gas en 20 por ciento, el equivalente neto de 3 mil 900 millones de barriles de petróleo, el consumo total anual de China y Japón juntos. Otro indicio de la crisis llegó un mes después, cuando el New York Times reveló que prominentes analistas estadunidenses en materia de energéticos consideraban que Arabia Saudita, el productor de petróleo más grande del mundo, había exagerado su capacidad futura de producción de crudo y que pronto podría enfrentarse a un agotamiento general de algunos de sus más prolíficos y más antiguos campos petroleros. Aunque algunos funcionarios del Departamento de Energía estadunidense insistieron en que estos acontecimientos no permitían predecir una contracción inmediata de las existencias globales de energía, los expertos en energéticos anunciaron la ocurrencia inminente de un "clímax" del crudo -el punto en el cual los campos petroleros conocidos a escala mundial llegarían a su flujo más alto sustentable y comenzarían su declive, uno largo e irreversible.

Qué tan inminente pudiera ser, de hecho, ese momento climático del crudo, ha generado un debate considerable, con desacuerdos dentro de la comunidad de especialistas, y el tópico comienza a colarse a la conciencia del público. En meses recientes han aparecido algunos libros sobre este fenómeno -Out of fas, de David Goodstein; The end of oil, de Paul Roberts, y The party's over, de Richard Heinberg, entre otros. Un documental relacionado, The end of Suburbia, captó la atención de gran cantidad de público marginal. Como si reconociera la seriedad de este debate, el Wall Street Journal informó en septiembre que ya no podía ignorarse la evidencia de un aletargamiento global de la extracción petrolera. Pese a que nadie puede afirmar con certeza que los acontecimientos recientes presagian la inminente ocurrencia del momento pico en la extracción de crudo, no hay duda de que la insuficiencia de las existencias globales será común en el futuro.

Tampoco es este aletargamiento en la extracción de crudo el único signo de la crisis energética que se avecina. De no menos significación es el dramático incremento en la demanda de energía en las nuevas naciones industriales -en especial, China. En 1990, los antiguos países industrializados (incluida la ex Unión Soviética) consumían tres cuartas partes del petróleo mundial. Pero el consumo de petróleo en las naciones en desarrollo crece tan aprisa -tres veces la tasa de los países desarrollados-, que se emparejará muy pronto la proporción.

Para cumplir las necesidades de sus antiguos clientes y satisfacer la creciente demanda del mundo en desarrollo, los principales productores de crudo tienen que disparar la producción a velocidades desgastantes. Según el Departamento de Energía estadunidense, la extracción total de crudo en el mundo tiene que crecer unos 44 millones de barriles por día de aquí a 2025 -incremento de 57 por ciento- para satisfacer la demanda mundial anticipada. Este aumento representa una prodigiosa suma de petróleo, es el equivalente del consumo total mundial en 1970, y es muy difícil imaginar de dónde saldrá (especialmente cuando hay tantos indicios de un aletargamiento global de la extracción diaria). Si, como parece probable, las compañías mundiales de energéticos son incapaces de satisfacer los mayores niveles de demanda internacional, la competencia entre los principales consumidores por el acceso de las existencias remanentes se hará más severa y estresante.

Para complicar el asunto, muchos de los países que el gobierno de Bush considera como abastecedores potenciales de petróleo adicional, incluida Angola, Azerbaiján, Colombia, Guinea Ecuatorial, Irán, Irak, Kazajastán, Nigeria, Arabia Saudita y Venezuela, se debaten en conflictos étnicos y religiosos o están cruzados por poderosas corrientes antiestadunidenses. Aun cuando estos países posean suficientes reservas no explotadas para sostener el incremento en la extracción, mientras se mantengan crónicamente inestables no lograrán los deseados incrementos. Después de todo, cualquier aumento significativo en la extracción de energía, día a día, requiere inversión sustancial en nuevas infraestructuras -inversión que no es probable que se materialice en aquellos países que sufren un desorden perpetuo. En tales naciones, la producción se mantendrá igual o crecerá magramente, cuando mucho; en el peor escenario, como ocurre en el Irak de hoy, puede incluso verse amenazada. De hecho, la persistencia de disturbios políticos en países como Angola, Colombia, Irak, Nigeria y Venezuela es en gran medida responsable de los incrementos en los precios de la gasolina que todavía son evidentes, pese a las modestas bajas recientes, en las gasolineras locales.

Lo que puede ocurrir es que el potencial de conflicto en tales países crezca conforme aumente la demanda de su petróleo. La razón es simple. Un incremento en el flujo petrolero en las naciones empobrecidas tiende a ensanchar la brecha entre quienes tienen y quienes no tienen -una división que con frecuencia cae a lo largo de líneas étnicas y religiosas-, y a agudizar las luchas políticas internas en pos de la distribución de las ganancias provenientes del crudo. Dado que la riqueza generada por la producción de petróleo es tan vasta, y dado que pocos dirigentes desean abandonar sus posiciones de privilegio, es fácil que las luchas internas de este tipo disparen enfrentamientos violentos entre quienes reclaman el poder nacional.

En muchos casos, estos enfrentamientos asumen la forma de ataques a la infraestructura petrolera misma, poniendo en mayor riesgo la disponibilidad global de energía. Como lo muestran Colombia e Irak, donde los ataques a los oleoductos y las estaciones de bombeo ocurren casi a diario, dicha infraestructura -que se extiende por kilómetros y kilómetros de desierto- representa un objetivo muy vulnerable e incitante para el terrorismo. Estos ataques no sólo privan al régimen de vitales entradas; constituyen también un asalto a Estados Unidos y a las corporaciones multinacionales, a las que se responsabiliza de muchas aflicciones del mundo.

Hoy, que la demanda sobrepasa el abasto y cuando el desorden se esparce por las principales áreas productoras, la norma, no la excepción, es que haya mermas globales y precios más altos. Idealmente, Estados Unidos podría compensar los recortes en la disponibilidad mundial de petróleo incrementando su dependencia de otras fuentes de energía. Cuando se produce electricidad, por ejemplo, es posible con frecuencia cambiar del carbón al gas natural y regresar al carbón. Pero la mayor parte de nuestras existencias petroleras se van en transportes -para alimentar automóviles, camiones, autobuses y aviones-, y debido a este propósito el crudo no tiene aún sustitutos. De hecho, hemos organizado nuestra economía y nuestra sociedad en torno a la disponibilidad de petróleo abundante y barato, y estamos muy mal equipados para encarar el tipo de recortes y de perturbaciones en el abasto que probablemente serán la norma en los años venideros.

Es aquí donde el desempeño del gobierno de Bush debe someterse a escrutinio cercano. En respuesta a la previa crisis energética de 2001, el presidente designó a un grupo que desarrollará las políticas energéticas nacionales (el National Energy Policy Development Group, o NEPDG), presidido por le vicepresidente Dick Cheney, con el fin de analizar el predicamento energético de Estados Unidos y de diseñar soluciones apropiadas. En mayo de 2001, el NEPDG difundió su informe final, la National energy policy (la política nacional en materia de energía, mejor conocido como Informe Cheney). Cómo fue que el grupo arribó a sus valoraciones finales es materia de alguna especulación, pues el gobierno rehúsa hacer públicas sus deliberaciones, pero sus conclusiones son incontrovertibles: en vez de enfatizar la conservación y el rápido desarrollo de fuentes renovables de energía, en el informe se pide más dependencia hacia el petróleo por parte de la nación. Y dado que la producción interna de crudo está en declive irreversible, cualquier incremento en el uso que Estados Unidos haga del crudo implica una dependencia mayor del petróleo importado.

En un burdo intento por confundir al público acerca de la naturaleza de nuestra dependencia, en el Informe Cheney se pide mayor "independencia" energética mediante la explotación de las reservas del refugio nacional ártico de la vida silvestre en Alaska (ANWR, por sus siglas en inglés) y de otras áreas naturales protegidas. Pero el ANWR posee únicamente el petróleo suficiente para proveer al país con (a lo sumo) un millón de barriles por día durante unos 15 o 20 años, fracción diminuta de los 20 millones de barriles de crudo adicional necesarios para complementar la extracción del país para 2025. Esto sugiere que el grueso de esta energía adicional tendrá que ser adquirido de fuentes extranjeras. Para obtener todo este abasto importado, el Informe Cheney hace un llamado al presidente y a los funcionarios principales de su gobierno a que tengan como prioridad el adquirir petróleo adicional de los productores del Golfo Pérsico, la cuenca del Mar Caspio, Africa y América Latina -es decir, de regiones especialmente susceptibles a la inestabilidad y al antiamericanismo.

El resultado es que somos más dependientes del crudo proveniente del extranjero en 2004 que en 2001, y todos los indicadores sugieren que esta dependencia se hará más pronunciada durante el segundo periodo de Bush. Sí, el gobierno ha propuesto una modesta inversión en celdas combustibles accionadas con hidrógeno y otros nuevos sistemas de energía, pero con las actuales tasas de desarrollo estas nuevas tecnologías no serán capaces de sustituir al petróleo en una escala que sea significativa en las próximas décadas. Esto significa que enfrentaremos la crisis energética que se avecina sin medidas paralelas viables. Seguimos atrapados en nuestra dependencia del petróleo importado. En el largo plazo, el único resultado concebible es una crisis y una privación sostenidas.

Cuándo y en qué forma entrará Estados Unidos a la crisis venidera no se puede preveer. Tal vez la provoque un golpe de Estado en Nigeria, una guerra civil en Venezuela o una lucha de clanes entre los príncipes de la familia real saudita (que puede venir tras la muerte del rey Fahd). O puede provenir de un acto terrorista mayúsculo o de una catástrofe climatológica. Sea cual fuere el caso, nuestro actual sistema de energía, desgastado hasta el límite, no será capaz de absorber un golpe tan fuerte sin reajustes y penurias considerables y cosas peores. Y aunque es probable que el presidente Bush responda a esta nueva crisis energética, como ya lo hizo en el pasado, llamando de nuevo a perforar el ANWR y relajando las normas ambientales estadunidenses, nada de lo propuesto hasta ahora sugiere una estrategia viable de salida ante la crisis perpetua.

Traducción: Ramón Vera Herrera

 

* Michael Klare es profesor del Hampshire College en Amherst, Massachussetts, y autor de Blood and Oil: The Dangers and Consequences of America's Growing Petroleum Dependency. The American Empire Project, Metropolitan Books.

© Michael Klare

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