Ojarasca 92  diciembre 2004


 

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Sombras además

Hermann Bellinghausen. Selva Frontera, Chiapas. Las sombras siembran su saber sobre la tierra trabajada en horas inauditas por los labradores de más aire. Proyectan la inquieta caligrafía de las nubes agujereadas, las ramas, los troncos así de altos. Sombras nada más. Como la cueva de Platón, teatro de sombras y teatro del mundo donde aparece todo lo poco que nos ha sido dado conocer.

--Nada como la tierra de uno --dice de pronto Hilario, rompiendo el silencio instalado una hora atrás, cuando comenzamos a caminar con nuestras sombras detrás y el amanecer de frente.

Regresa del norte, adonde tuvo que ir por primera vez la pasada primavera. El café vale un carajo y el maíz se queda corto, muy corto. Hacía falta plata para la cisterna del pueblo y la ampliación de la diminuta escuela, entre otras cosas. A diferencia de muchos que andan yendo y viniendo de los campos de Estados Unidos, no llega cargado de mercaderías y aparatos eléctricos, porque cuidó la paga. No iba solo, eran un grupo. Pero él era el grande, y aunque no se le encargó explícitamente, era el responsable. Su autoridad se dio por hecho. Fue por él que la comunidad había aceptado que saliera al norte un grupito. Antes no se acostumbraba que los jornaleros salieran de Chiapas; no digamos del país. Hilario dijo que no había de otra. Hoy no está tan seguro.

--Uno allá, chingándole a la tierra de otro, cuidando sus chingados tomates redonditos, sus manzanas, fresas y coles, y hasta un su maíz, que es muy otro, amarillo, como si lo pintaran. Y digo: ¿quién se andará ocupando de nuestras siembritas? ¿A poco por su dinero les voy a cuidar donde nada es nuestro y tenemos autorizadas muy pocas cosas, además de respirar.

Siente Hilario que irse fue un descuido, pero la situación era grave.

--Hay que tener claro de lo que quieren que hagamos. Que nos vayamos y dejemos nuestras tierras para lo que ellos quieran. Por eso nos la hacen fácil para cruzar la frontera del norte.

--¿Fácil? --interrumpo. ¿Qué tienen de fácil el viaje a Tijuana o donde sea, el cruce del desierto de Altar?

--Sí, fácil --se empecina Hilario. Y se detiene. Cae la tarde, pero aún le falta. Las sombras del camino trazan un pentagrama de postes, cercas y árboles frutales medio abandonados.

--Está claro que quieren que pasemos la frontera, sólo que se hacen pendejos. La migra de ellos, la policía de acá. Aunque se la están rifando, los polleros les trabajan a ellos. Unos, directo con las compañías. De todos modos, nos dejarían morir en el desierto. Juegan con nosotros. ¿Cuándo les ha importado si nos morimos unos cuantos?

En su mente han de estar las monterías que diezmaron a sus antepasados en la selva Lacandona; sus abuelos todavía acasillados como peones en las fincas; los jornales en Soconusco y los valles centrales, o de albañil en las ciudades y las carreteras.

--No dejan que trabajemos para nosotros, sino que lo hagamos para ellos, y para más, que les dejemos de vuelta nuestro dólares en sus tiendas y cantinas.

Usarlos y trasquilarlos, se me ocurre. Alcanzamos a los demás retornantes, jovenes y rápidos, que nos ofrecen un poco de agua.

Antes de unirse a ellos y abandonar la atención que me prestaba para dedicarse a obligaciones más serias, Hilario hace un ademán, algo poco común pues Hilario habla sin ayudarse de las manos, como si lo que dice no importara.

--Está bonita la tierra, ¿a poco no?

Abre un campo visual con el abarcador giro de su cabeza y sus ojos. Las laderas parecen desplomarse a nuestros costados. El cielo es todo azul, sin una nube, salvo al horizonte.

Las cercas proyectan una extraña sucesión de grecas rectangulares que vibran en los ojos. Su trama de pequeñas sombras la proporcionan, como el nombre lo índica, las (t)ramas de los árboles.

Cuando Hilario dice "nuestra", se refiere a toda esta tierra mexicana. También la que ni siquiera es suya, pero sí de alguien que anda por aquí.


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