María Zambrano y su Antígona Adolfo Díaz Ávila Cien años ya del nacimiento de María Zambrano y treinta y siete de la publicación de su obra La tumba de Antígona (1967), cifras de insignificancia cuantitativa, pero de mucho peso en razón de lo vertiginoso de los cambios acaecidos a últimas fechas, porque nos alejamos rápidamente de Zambrano y de su Antígona. Aunque persistan cuestionamientos, problemas, a los que la autora y su obra pretendieron dar respuesta en aquel entonces, habrá que marcar la diferencia entre los de ayer y los de hoy, por la algidez que han cobrado recientemente.
Por haber quedado atada a obligaciones para con sus consanguíneos, Antígona, en su paso por la vida, no tuvo tiempo para sí, de ahí que Zambrano considere justo retardar el momento de su muerte definitiva. Mediante recursos que se antojan cinematográficos y hasta "virtuales", a veces congela escenas o imágenes de los sucesos del pasado, las repasa o repite, y en muchos casos, las amplía o modifica, con el fin de darles un acabado para ella más convincente.
Había que alargar entonces el tiempo y, así, la reclusión en la tumba abre un lapso para que Antígona apure al máximo su vida y su muerte, mediante el esfuerzo reflexivo descubridor de sus sentidos. "Tiempo indefinido", propicio para quien va de paso sin estar del todo ni acá ni allá: "se le dio, dice, una tumba. Había de dársele también tiempo y más que muerte, tránsito. Tiempo para deshacer el nudo de las entrañas familiares, para apurar el proceso trágico en sus diversas dimensiones". Ahí, pues, en el silencio y en la penumbra, lejos del bullicio ensordecedor y de luces enceguecedoras (la convención, la obviedad, la opinión masificante). Zambrano interpreta el descenso de Antígona a la tumba a la manera de retorno a las entrañas, tras el objetivo de darle oportunidad de estar frente a su propia imagen por primera vez, un tener "que ir muriendo, entrándose en las propias entrañas hasta encontrar el punto donde la boca de la muerte se abre y deslizarse en su angostura hasta ser por ella bebida, tal como la víbora, su tótem tebano, hace al embeberse en la tierra". El simbolismo de este animal totémico expresa la necesidad en el ser humano de adentrarse, de volver hacia lo más profundo de sí, por obra de la conciencia o saber, esto es, de la filosofía, para quien pretenda alcanzar un nivel en el desciframiento del propio ser, como única vía para lograr "ser". Zambrano concibe la tarea filosófica como ese movimiento interno que se lleva a cabo dentro del mismo sujeto, que empieza por barrer la casa por dentro. La tumba de Antígona proporciona un ejemplo del requerimiento de tiempo disponible para poder cumplir con esta tarea; a ella y a otros seres excepcionales con la tumba o enmuramiento, "se les da un tiempo de olvido, de ausencia como en el sueño. Con este olvido se les da tiempo. El tiempo que coincide con el tiempo que los humanos necesitan para recibir esa revelación, claros que se abren en el bosque de la historia". Para Zambrano, pues, Antígona no podía darse la muerte, a lo más un tipo de muerte como tránsito, pasaje, dado que "en criatura de tan lograda unidad ser y vida no pueden separarse ni por la muerte".En la recreación del personaje, Zambrano pone de relieve una de las acciones sobre las que la tragedia urde la intriga para aumentar el "Eleos" y el "Phobos", el terror y la desolación, la acción artera y la confabulación de agentes en contra de una víctima. Al igual que sobre otras víctimas, sobre Antígona descargan los golpes de la historia que Zambrano califica de "sacrificial". Ella, la sin mancha, inocente, es colocada como víctima total: debe cargar con las culpas del incesto de sus padres, con las culpas de la institución política derivadas de su siempre frágil naturaleza, con los efectos mortales del ansia de poder de sus hermanos, y todo ello con énfasis marcado sobre su condición de mujer. ( También hoy como ayer y Ƒhasta cuándo?) Esa es "...la verdadera y más honda condición de Antígonaij ser la doncella sacrificada a los Ņínferosņ sobre los que se alza la ciudad". El sacrficio de una doncella, inveterado rito que no sorprende puesto que "el sacrificio sigue siendo el fondo último de la historia, su secreto resorte". Víctima también de la institución del poder que castigó su autenticidad y espíritu crítico al haber "pisado raya" őcomo lo había hecho cuando niña en los juegos con la hermanaő al oponerse a la intransigencia de las convenciones humanas. Un refugio en la tumba para dialogar con las piedras, ya que los hombres no están dispuestos a escuchar. LA SOLEDAD Y EL SEGUNDO NACIMIENTO Desde el ingreso mismo en la tumba Zambrano nos la presenta así, en pleno "delirio" del pensar acendrado, neurótico, si se quiere. Ahora bien, además de haber sido vilipendiada, victimada, es decir, colocada en el papel de sujeto paciente, resulta que ella no esquiva el golpe, sino que asume el papel de sujeto agente al reconocerse como culpable, sujeto de su culpa y ésta asumida en grado excesivo, lo cual provoca que en torno suyo se haga un vacío total, ya sin lugar entre los vivos ni entre los muertos, esto es, "ijse le revela su soledad. Una soledad que únicamente el Dios desconocido, mudo recoge". Tan acepta ser sacrificada que en lugar de imprecaciones dirige palabras amorosas a su tumba: "No, tumba mía, no voy a golpearte. No voy a estrellar contra ti mi cabeza."
Aquella soledad en grado eximio, aún mayor que la de su mismo padre y hermano Edipo őya que éste contó al menos con la compañía de la hijaő le permite cumplir hasta el final el proceso de la " anagnórisis " del autorreconocimeinto "en que, dice María, una humana criatura sin culpa propia singular, se convierte en sujeto puroij de profética soledad. Abandonada por los dioses, aun por aquella Atenea muchacha como ella, como ella hija del padre: atención desvelada en que la conciencia se revela, claridad que comienza a desprenderse del combate entre la luz y la sombras: aurora". Se dejan ver los nexos de la elaboración metafórica que asocian a la Aurora, trabajada en otro libro bajo este título, con la figura de Antígona, y evidencian, así mismo, en el entusiasmo y admiración que por ambas experimenta Zambrano, una gran identificación de la filósofa con ambas. El fruto o ganancia de la soledad extrema vivida por Antígona consiste en la oportunidad de darse a sí misma un segundo nacimiento, al igual que Zambrano entendiera de ese modo el haber superado una grave enfermedad, que asumió como un llamado a hacerse cargo de su propia vida a partir de entonces; en sus palabras, eso le solicitaba buscar "la revelación de su ser en todas sus dimensiones, segundo nacimiento que es vida y visión en el Ņspeculum iustitiaeņ". En el caso de Antígona este segundo nacimiento tiene lugar en el lapso de su confinamiento en la tumba, en su condición de "enmurada", aislada del "mundanal ruido". Un "segundo nacimiento", el de darse a luz a sí misma por obra de la conciencia, del saber generado por sí y de sí misma y de todo lo que la rodeó. Una razón más para no apresurar su muerte, darle tiempo que le permitiera culminar la acción valiente y heroica del autorreconocimiento, de parirse a sí misma por la luz de la conciencia, de tal importancia que Zambrano designa a este proceso el cumplimiento de la "vocaciónőAntígona", aceptar el llamado a ejercer un conocimiento pleno, integrador, como aquel que precedió a la separación entre filosofía y poesía. Por ahí se entiende mejor lo que el sacrificio de Antígona ofrece, una conciencia, conciencia que exige el sacrificio de un alma, de un ser. Sacrificio, por la dosis de tragedia que conlleva el tomar conciencia de sí y por la cuota de sangre que esto exige: "El pensamiento por lo visto tiende a hacerse sangre. Por eso pensar es cosa tan grave, o quizá es que la sangre ha de responder al pensamiento" (en Delirio y destino). Desde luego, cuando se tiene el valor de calar en el sentido trágico de la existencia, como Antígona que no pudo menos que exclamar: "La desgracia golpeó con su martillo mis sienes hasta pulirlas como el interior de una caracolaij" Ahora que, toda la heroicidad de la gesta de Antígona, su misma gesta del pensar, fue impulsada por el amor, pues practicó el amor en sus diversas vertientes, el amor de hija al modo de Fátima, la resplandeciente, hija del profeta, que como él lo atestigua, llegó a ser madre de su propio padre, y no se diga como hermana, al grado de representar para algunos el amor más amor, por no ser sino entrega y cuidado generoso, sin esperar nada a cambio, y Ƒpor qué no en el amor de pareja con Hemón, si bien no correspondido, dada la enorme distancia entre la calidad humana de Antígona y la pobre palidez de aquél?
Tan lejanas, entonces, Zambrano y su Antígona. Nuestro entorno con fachada tragicómica donde los humanos representamos una farsa sobre el entarimado endeble de la pura banalidad, tirados hacia el exterior, más y más vacíos, con la razón disminuida a su mínima expresión, con unos sentidos anestesiados. Flácida condición de las capacidades, alguna vez llamadas "superiores". Y así, por debajo de la apariencia de comicidad őque irónicamente nos devuelve nuestras muecas insensataső el fondo terrorífico, la tragedia del sin sentido, amenaza a punto de engullirnos. Colocado en su sitio y, por ende, hecho a un lado este comentario, lo que de verdad vale la pena, además de convertir un recuerdo en homenaje a los cien años de su nacimiento, disfrutar de la lectura de la obra de María Zambrano.
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