Ocasiones de contento Gonzalo Celorio
La idea de trasladar al México contemporáneo la temática planteada por Balbuena 330 años atrás es afortunada, digo, porque nos permite ver, "de la famosa México el asiento", tanto los cambios que ha sufrido como la continuidad de sus tradiciones; su modernidad y su historia, su transformación y su permanencia. Novo pasa de los caballos, las calles, los hostales de la ciudad virreinal, a los camiones urbanos, las carreteras, los restaurantes de la metrópoli moderna; va de las pulquerías al ladies bar, de las mojigangas, los mitotes y las procesiones al cine, la carpa y el teatro de revista, de la Real y Pontificia Universidad a la Universidad Nacional Autónoma de México. Así, lo mismo da cuenta de las mutaciones que se han operado en nuestra urbe a lo largo de los siglos, que de la supervivencia de algunas de las características que le han dado identidad, como la grandeza de sus edificios, la generosidad y el colorido de sus mercados, y algunas de las aficiones y conductas atávicas de sus habitantes, desde el parejo culto a la muerte y a la Virgen de Guadalupe hasta el gusto por los refrescos, antes "aguas frescas, hoy embotelladas y estándar", pasando por la resistencia a caminar (porque "a caminar, los mexicanos preferimos ser arrastrados"); la veneración al coche desde la época de las carrozas y las carretelas, tan admiradas en los siglos coloniales, y la incontinente propensión al barroco: "Ahora, tres siglos y cuarto después, siguen abundando los coches; floreciendo en su número proporcionalmente mayor, y en la tendencia a enjaezar su automatismo con toda suerte de espejitos, amuletos, bocinas sinfónicas y faros adicionales, vestiduras de raso y otros decorativos excesos, el barroquismo esencial y perdurable del gusto mexicano por la ostentación y el disfrute extravertido de la riqueza." A semejanza del recorrido que emprenden por las calles de México los personajes de Cervantes de Salazar para mostrarle a un forastero los esplendores de la urbe, Salvador Novo adopta en su discurso la condición de guía de un supuesto amigo procedente de Monterrey, que viene de visita a México. Desde el principio, nuestro cicerone destierra la nostalgia que pudieran provocarle las modificaciones que la ciudad de su primera juventud ha experimentado al embate del progreso y, con verdadero júbilo, exalta sus prodigiosas novedades: "iba yo mismo a paladear la añoranza de la ciudad que recordaba desde hacía muchos años con el fervor inédito con que mi amigo descubriría muchas veces al unísono conmigo su desarrollo, su transformación, su crecimiento". No podría ser de otra manera, pues Novo, en alta medida caudillo de la modernidad que preconizó el grupo de la revista Contemporáneos, sabe que una ciudad es un organismo vivo, que por fuerza se transforma constantemente. Por ello, al final de su texto y de su itinerario, plantea un dilema categórico, enderezado contra quienes pugnaban, con espíritu arcaizante, por que nuestra ciudad la "Ciudad de los Palacios" se conservara en su estado colonial: "O la cripta honorable, o la vida imprevisible; o la momia, o el hombre; o el museo, o la urbe."
En su audaz traslado de los temas de Balbuena a la ciudad moderna, Salvador Novo habla de los edificios de la ciudad, de sus transportes y sus comunicaciones; de los restaurantes, los cines, los teatros, los cabarés y la vida artística en general; de los espacios de cultura: la Universidad, las librerías, las bibliotecas, los museos, las galerías de arte; de las dependencias gubernamentales, a las que rinde homenaje, particularmente al Departamento Central, que es la instancia que convoca al concurso en el que participa con su opúsculo; de sus jardines, sus parques, sus paseos; de los campiranos pueblos periféricos, hoy ya conurbados. Es difícil resistir la tentación de comentar cada uno de estos tópicos para ver cómo han evolucionado a lo largo de los años, o simplemente para detectar su permanencia o su desaparición. Empero, voy a concentrarme en las que Balbuena llamó gozosamente "ocasiones de contento".
Fascinado por el flujo de los vehículos, sangre que corre apresurada por las arterias de la ciudad, Novo habla de la emergencia de los agentes de tránsito (a los que ya desde entonces se les aplicaba el epíteto de "mordelones") y, oh maravilla, de sus "auxiliares mecánicos", los semáforos. Usos y costumbres han venido modificando las reglas de tránsito de aquellos años: ahora, la luz amarilla ya no obliga a frenar sino a acelerar ni la luz roja a detenerse sino, en el mejor de los casos, a mirar cautelosamente antes de pasar. Nuestras normas, cuya observancia en buena medida se ha vuelto optativa, invariablemente se supeditan a ese sutilísimo y casi imperceptible cruce de miradas entre los conductores que determina, por ejemplo, quién tiene preferencia. Pero la verdad es que las reglas de tránsito no nos sirven de gran cosa pues en rigor poco transitamos; pasamos la mayor parte del tiempo detenidos, aun en las vías de alta velocidad, ya invadidas por vendedores ambulantes que con toda parsimonia nos ofrecen golosinas y refrescos. Parecería que la ciudad entera se hubiera convertido en un gigantesco estacionamiento.
En el tránsito que va de la pulquería al ladies bar, Salvador Novo alude a las disposiciones legales que durante mucho tiempo impidieron el acceso de las mujeres a los establecimientos en que se consumían bebidas alcohólicas; a las mujeres y a los menores de edad y los uniformados, según rezaban los letreros pintados en las batientes puertas de las cantinas. Alguien podría pensar que semejante prohibición se remonta a los orígenes de la cantina misma. No es así: las mujeres entraban habitualmente a las pulquerías hasta 1925, cuando el doctor Gastélum, jefe de Salubridad, instauró en esos establecimientos la discriminación sexual. Tendría que pasar más de medio siglo para que tal disposición fuera revocada y las mujeres de nueva cuenta pudieran tener acceso a los lugares de ese tipo, reservados al sexo masculino y donde los hombres, por cierto, dedicaban sus borracheras preponderantemente a la mujer: a penar su ausencia, a llorar su desdén, a ambicionar su amor, a presumir su belleza, a exaltar su bondad, a sufrir su desprecio. Pero entre la prohibición y la nueva licencia hubo una escala intermedia, los bares que servían de antesala a los restaurantes y a los que las mujeres desde el principio tuvieron entrada franca y pudieron codearse y "rodillearse" con los hombres, al calor de un whisky sours, en favor de la comunicación y el equilibrio de los sexos.
Si la merienda, que tanto beneplácito le provoca a la golosa prosa de Novo, ha desaparecido, al parecer, de las costumbres citadinas, la del mediodía sigue siendo la comida principal de los mexicanos o mexiqueños, como propone Salvador Díaz Cíntora que se nos llame a los habitantes de esta ciudad capital a falta de un gentilicio menos ambiguo que mexicano, menos burocrático que defeño y más decoroso que chilango. Lo que se ha vuelto francamente laxo es el término mediodía. Salvo para el saludo, que todo mundo se apresura a expresar antes de que den las doce con un buenas tardes anticipatorio y quizá un tanto hambriento, en México el "mediodía" es cada vez más tardío en lo que se refiere a los hábitos alimenticios. De la clase media para arriba, la comida del "mediodía" casi nunca se verifica antes de las tres de la tarde. Esa es la hora en que la gente suele citarse a comer en un restaurante y por aquello de que la puntualidad no es nuestro fuerte (alguien decía que el problema de ser puntual en México es que nadie se entera); de que el tráfico es imprevisible, y de que nuestra cultura es más de aperitivo que de digestivo, se empieza a comer por ahí de las cuatro o cinco de la tarde. Llegará el día en que nuestros horarios de comida se empaten con los de la cena fuerte y tempranera de nuestros vecinos del norte, cuyos hábitos alimenticios nos parecen tan distintos de los nuestros, por decir lo menos. Con el pretexto de invitar a su amigo regiomontano a una representación de teatro, a un concierto o a un ballet, Novo hace un recuento pormenorizado de los espectáculos que la ciudad suele ofrecer a sus habitantes y no puede ocultar el orgullo que le produce que, a efectos de la segunda guerra mundial, se hayan presentado en escenarios mexicanos artistas tan afamados como Caruso o la Pavlowa, de imborrable memoria. Hay que reconocer que hoy en día, la Ciudad de México es una escala o un destino importante para artistas de renombre internacional y que además del Palacio de Bellas Artes, tan caro a nuestro cronista, se han abierto, con posterioridad a la publicación de Nueva grandeza mexicana, foros como el Auditorio Nacional (1952), la Sala Nezahualcóyotl (1976) y el Centro Nacional de las Artes (1994), que presentan una programación artística de altísima calidad, que en más de una ocasión ha podido compararse con la que se ofrece en ciudades como Nueva York, Londres, París o Madrid.
Las mujeres en mi vida se cuentan por docenas. He dado miles de besos y la esencia de mis manos se ha gastado en caricias, dejándolas apergaminadas. He tocado kilómetros de teclas de piano y con las notas de mis canciones se pueden componer más sinfonías que las de Beethoven. Tres veces he tenido fortunas fortunas, no tonterías y tres veces las he perdido. Las joyas que he regalado, puestas como estrellas en el cielo, podrían formar la Osa Mayor en una refulgente constelación de diamantes, esmeraldas, rubíes, zafiros y perlas. He viajado lo suficiente como para dar 20 vueltas al mundo [...]. He gastado más de 2,000 trajes de finos casimires ingleses muy bien cortados y los coches que he poseído podrían formar una hilera de los Indios Verdes a las Pirámides de Teotihuacán.A pesar de su fervor cuantitativo, las cuentas no siempre le salen bien. En alguna de las introducciones que solía hacer en su programa La hora íntima de laXEW, Agustín Lara dice: "Y hay en el asfalto de todos mis dolores dos sílabas que mojan nuestras vidas: Rocío", que son tres sílabas: Ro-cí-o. Salvador Novo, por su parte, no es ajeno ni a la grandilocuencia ni a los bienes de fortuna que marcan los tiempos. Así lo demuestran, por un lado, la desmesurada prolijidad de su obra, y, por otro, su no siempre digna cercanía al poder político. Nuestro cronista no le teme a los excesos ni a las concesiones escriturales. Profesional de la palabra, lo mismo practica el plagio sin ningún resquemor que empeña su talento en la publicidad. Y sabe cobrar su trabajo: considera que invertir más de quince minutos en la redacción de una cuartilla ya no es negocio; llega a exigir que se le pague una conferencia según el número de palabras pronunciadas y, como recuerda Carlos Monsiváis, está dispuesto a cobrar hasta la risa.
Uno de los regalos y de las ocasiones de contento que más entusiasmo suscitan al cronista es la radio, que cumple un extraordinario papel de difusión artística y cultural y, aun dentro de las diferencias que su programación ofrece, fortalece la identidad nacional. No puede adivinar, en esos tempranos días de 1946, que muy pronto habría de sobrevenir un nuevo y potentísimo medio de comunicación que sentaría sus reales en todas las casas de México y en el que él mismo habría de participar, luciendo sus descomunales anillos y sus provocadores bisoñés, en su condición de cronista de la Ciudad de México: la televisión, que acabaría por relegar a un segundo plano no sólo a la radio sino también al cine, al libro, a la conversación de sobremesa, a la vida familiar, y, para bien y para mal, por moldear, acaso más determinantemente que la educación pública, el alma de la ciudad y del país entero. Posiblemente la televisión constituye en nuestros días la mayor ocasión de contento de la Ciudad de México. A través de ella, la población en general asiste a los partidos de futbol, visita a las estrellas locales e internacionales, conoce la vida íntima de algunos miembros altamente representativos de la comunidad que los reality shows desnudan; admira las conductas de las clases altas que las telenovelas falsifican pero que de algún modo también reflejan. Las ocasiones de contento que ofrece el mundo analógico antes, durante o después de la televisión son los malls adonde la gente puede ir a pasear sin necesidad de comprar ni un alfiler, la disco, las cantinas, los table dances, los antros, los reventones, las manifestaciones políticas, las peregrinaciones religiosas, las celebraciones patrias, los "arrancones", el libro vaquero. También existen, además de la televisión, otras alternativas virtuales: los videojuegos, la pornografía electrónica, internet. Debe haber más y muchas de ellas de mayor enjundia y calidad, pero no me vienen a la memoria ni a la imaginación, acaso porque, como bien dijo Monsiváis, Novo fue "el último de los optimistas urbanos". En su Nueva grandeza mexicana, Novo
todavía describe una ciudad integrada. Con marcadas diferencias
sociales, sí; con pueblos periféricos, con costumbres, tradiciones,
estilos heterogéneos, pero una ciudad al fin y al cabo: comprensible,
transitable, dispuesta a dejarse conocer y vivir a plenitud. En los casi
sesenta años transcurridos desde entonces, la ciudad se ha transformado,
por algún misterioso proceso partenogenético, en muchas ciudades
diferentes, amuralladas por fronteras tangibles o intangibles, incomunicadas
entre sí. La explosión demográfica, la conurbación
de los pueblos aledaños, la inmigración proveniente de los
estados del interior de la República y de otros países del
mundo han multiplicado por más de cinco órdenes de magnitud
la población que la ciudad tenía en los años en que
Novo escribió su crónica. Que yo sepa, nunca habían
estado juntos, en la historia de la humanidad, veinte millones de personas
en un solo sitio. Habría que volverse a preguntar si la modernidad
que a Novo tanto alborozo le procuró en su tiempo sigue siendo digna
de encomio en esta ciudad encarcelada por la inseguridad; uniformada por
los graffiti que se han enseñoreado de bardas, edificios,
esculturas, monumentos y hasta montañas; degradada por la creciente
obscenidad de los anuncios publicitarios; estancada en sus vías
de comunicación; amenazada por la violencia; adolorida por sus tragafuegos,
sus teporochos y sus payasos de semáforo; herida en cada asalto,
en cada robo, en cada secuestro. Habrá que buscar en ella otra nueva
grandeza mexicana. Novo la encontró "en el llanto del recién
nacido, en el beso del joven, en el sueño del hombre, en el vientre
de la mujer; en la ambición del mercader, en la gratitud del exiliado;
en el lujo y en la miseria; en la jactancia del banquero, en el músculo
del trabajador; en las piedras que labraron los aztecas; en las iglesias
que elevaron los conquistadores; en los palacios ingenuos de nuestro siglo
XIX; en las escuelas, los hospitales y los parques de la revolución".
Acaso ahí tendremos que volverla a buscar. Yo cambiaría,
sin embargo, los palacios ingenuos del siglo XIXpor la revitalización
del centro histórico; la ambición del mercader por la movilidad
social de la Universidad; la jactancia del banquero por la generosidad
primaveral de las jacarandas, por la sonrisa de la cajera del súper
que nos pregunta si encontramos todo lo que buscábamos y por las
propias crónicas de Salvador Novo, que nos renuevan el amor.
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