La Jornada Semanal,   domingo 21 de noviembre  de 2004        núm. 507
 
El "niño-rey" de los ochenta

Jean-Louis Prat

A escasos años de su brutal desaparición, una partida casi anunciada, y en estos tiempos difíciles para la pintura, ¿es posible situar y afirmar el lugar tan singular, tan independiente, tan preponderante de un artista como Jean-Michel Basquiat?

A lo largo de su carrera enloquecida, llevada con bombos y platillos en el límite del desequilibrio extremo de una sociedad en busca de referencias y mitos, el artista se inscribe, en el extremo de la búsqueda que la pintura emprende sobre sí misma, en el ocaso del milenio. El desenlace trágico de su vida puso en evidencia a la sociedad con todos sus presuntos marginados; el singular impacto de una obra cuya única referencia es el instinto de sobrevivencia; la lucha por expresar lo instantáneo sin saber realmente si las cosas expresadas tienen una relación concreta con una forma de cultura –la pintura– que a priori parece ignorada en sus más sencillos fundamentos y que permanece oculta en el inconsciente.

Jean-Michel Basquiat irrumpe en una época de cansancio hacia las imágenes, hacia aquéllas creadas por el Pop Art, que se consideraban tan novedosas y fuertes, una forma de arte que a nosotros los europeos nos parecía cruel con la representación puesto que sólo hablaba de lo que quedaba de ella. Lo cotidiano recogido de manera abusiva, como desempacado sin más en los salones o los museos, había acumulado una sensibilidad que ya no percibíamos. No obstante, a la distancia, este arte nos parece hoy digno de los mayores encomios por constituir un testimonio irónico, sofisticado, inteligente, culto, de la realidad de los años sesenta. Por lo demás, al tratar de colmar la "brecha entre el arte y la vida" como escribió Robert Rauschenberg, algunos artistas cuestionaron obstinadamente la posición del creador, su papel esencial como hombre de cultura en una sociedad entregada al marketing y al consumo desenfrenado. Sin que nadie lo advirtiera, lograron fabricar una realidad nueva, mientras la inmensa mayoría sólo percibía en ellos la presencia casi vulgar de lo que estaba a su alcance en la vida cotidiana.

La nueva belleza, impuesta por la confrontación entre el absoluto rescatado y el análisis, llevó este arte a revivir imágenes de las que ya no podíamos prescindir. Se le devolvía al artista un estatuto sobresaliente gracias a su propia voluntad y en el cual aceptaba presentarse con sus ambiciones más íntimas y excesivas, hasta convertirse, como Andy Warhol, en un símbolo vibrante de una forma de arte mucho menos revolucionaria, a causa del Tiempo que pasa y a veces borra los instantes más intensos de verdad.

EL ESTATUTO DEL ARTISTA afamado, reconocido hasta el hartazgo, plantado sobre el proscenio del escenario mediático, sustraía al arte americano el papel que durante mucho tiempo había sido privativo de numerosos artistas europeos: el artista maldito, especie de criterio absoluto, salido de otro mundo y de otra sociedad, que impone porque se lo impone a sí mismo, un lenguaje tan radicalmente diferente que parecería ser el último eslabón de una cadena finita.

Un niño aislado, distinto, producto de un mestizaje de culturas y razas, a quien nadie hace caso, perdido en una ciudad inmensa que ostenta una gran cultura e ignora muchas otras, simplemente porque no imagina, como antaño lo hacía Europa, que algunos pueden expresar sentimientos muy fuertes, sumamente novedosos, que algún día serán el puente con el porvenir. Marginados sin más porque no fueron reconocidos por la sociedad, porque aún no habían gritado ni afirmado con suficiente firmeza su identidad cultural, específicamente en la pintura hasta ahora reservada a aquellos que habían logrado asimilar una tradición más occidental. En la música, la danza, el cine, el deporte, habían aparecido nuevos dioses de otro color, que revolucionaron a este país nuevo con sonidos tan peculiares y, sin duda, imprescindibles al conocimiento del "nuevo mundo". Son las referencias últimas de la modernidad, que enfatizan la generosidad, la diferencia y otra forma de creatividad en una sociedad que, sin embargo, sólo procuraba apartarlos e ignorarlos y que, ahora, los alaba.

LA PINTURA DE JEAN-Michel Basquiat, que a priori no era pintura, exige su diferencia al ser tan vehemente y frontal. Este es el extraordinario propósito impuesto por este joven rebosante de vida. Desde un inicio da visos de cobijar un destino intenso y trágico que lo hermana con los artistas marginales que afianzan su verdad muy cruel fuera del camino trazado por sus ilustres mayores. Así nace, renace la creación, no de sus cenizas, sino gracias a la ruptura de los que dicen lo que son.

Todos los tabúes de una juventud renegada, entregada al salvajismo y a la codicia, se expresan en esta obra espontánea que teje un lazo ya indestructible con nuestra sociedad, en otro mundo cuyas referencias ahora son del todo pertinentes. Esta pintura recoge otras resonancias: el arte africano, el jazz, el reggae o el rap, así como palabras antes desconocidas, pero que ahora se citan a cada rato; también los momentos donde la violencia extrema se conjuga con un arte de la actitud y ya no con un arte de la culminación, para crear lo que se antoja está en el límite de lo soportable, pero que alcanza a decir mejor que ningún otro los tiempos en que vivimos. Estas imágenes brutales, estos extraños personajes fantasmagóricos estas formas abruptas que no aspiran a la semejanza sino, todo lo contrario, a la divergencia, a la disonancia, se funden en el anonimato a la manera de Fernand Léger cuando hablaba del hombre en su absoluto, una forma estereotipada que entonces se nos hacía casi insuperable porque ya nos decía nuestras semejanzas. Estas formas de colores asustados, lampiñas y saludables, se asombran y nos asombran; recobran acentos vehementes que se apartan de la pintura controlada que había sido instaurada a fines de los años setenta.

Los estereotipos urbanos propuestos por Jean-Michel Basquiat, entrampados en los grafitti, ahora han caído en la sola trampa de la pintura. No están prisioneros; nos gritan lo que somos, formas espectrales dibujadas por un "niño-rey" que inventa una noche feérica, hechizante, inquietante, destinada a despertarnos, a propinarnos el choque de los reencuentros bárbaros con una pintura casi demasiado bella puesto que ya nos reconocemos en ella.

LOS COLORES NO SON los de la pintura de caballete, obtenidos gracias al oficio aprendido y siempre corregido. Son los colores de la vida, de la prisa, de la calle, a un tiempo vivos y deslavados, unidos y opuestos, distanciados pero no ajenos entre sí, que a veces se superponen los unos a los otros como los carteles en los muros, dejando al descubierto las fisuras y sus propias desgarraduras. Los signos se asoman, completan las formas y las letras que traicionan el abandono, el grito. Jean-Michel Basquiat se desdice de un trazo con un solo gesto, un solo momento violento e intolerable que encuentra su manifestación en un deseo fuertemente expresado por su autonomía, y en el hecho de que él también llega con prisa para completar un soporte anacrónico, recargado sobre lo que ya no está por pintar: madera, contrachapado, empalizada... nuestros propios muros arrancados de su contexto, de sus verdaderas e indiscutibles naturalezas, pero ahora liberados a una vida pictórica.

Esta visión fuera de serie se recarga en una superficie sin formato preestablecido, se carga de personajes desgarbados, plasmados en paisajes de pintura equiparables a la civilización de la imagen, de nuestros muros y de lo que queda de ellos. El conjunto está absurdamente devastado como los ghettos que, por desgracia, atestiguan una civilización enloquecida por su búsqueda de identidad.

Como suele suceder, el hombre crea la puesta en escena a la imagen de su tiempo, difícil, áspero, cruel. La violencia azota la ciudad, epicentro del nuevo sismo. Pero en Jean-Michel Basquiat esta violencia es tan inquietante que se vuelve fascinante. Provoca porque siempre está convocada, incluso en los momentos de tregua inesperada, como si no pudiese ser eludida, como si nuestra civilización dependiera totalmente de ella, hasta el punto de definirla mejor que cualquier otro criterio realista al que se sometiera el pintor.

Si como escribía André Malraux, "el arte no es una sumisión, sino una conquista", entonces Jean-Michel Basquiat practica el arte de la conquista, en una soledad que también es la revelación de nuestra época, siempre en la cresta de una ola asesina; denuncia los peligros de la vida actual: el dinero, la droga, el sexo, el racismo... todo lo que constituye los ingredientes de este fin de siglo con elementos más secretos que anunciaran, en filigrana, un renacimiento en el umbral del milenio.

Con las inquietudes de una pintura que aspira al testimonio pero sin dar lecciones, es un arte que corre riesgos, físicos y espirituales, en un combate con pocas señales presentes pero que, en el futuro, atestiguará cómo era la lucha por la vida, así como la vida tal como era, porque el hombre habrá vencido las negruras de los momentos de horror gracias a una especie de purificación que, por supuesto, volverá a poner en escena a todos los que la descalificaron. Así, queda instaurado este arte del compromiso, sin ambigüedad, que encara los escollos de la vida, lo trágico, y promete esperanza.

EL HOMBRE YA NO está descrito y para evocarlo, surge una forma totémica a la manera del arte primitivo que sólo Jean-Michel Basquiat sabe reinventar devolviéndole su carácter ritual y sagrado. Todo se recrea para decir nuestros miedos, la urgencia, y hacer aparecer algunos ídolos. Sin duda, por esto nos conmueve, porque nadie antes había concebido, ni consignado, un arte donde aparentemente todo se destruye para regenerarse, un arte que va más allá de su representación y contagia la asombrosa sensación de que, por el momento, es la única manera de soñar nuestro mundo. Sentimos intensamente el riesgo asumido por el artista, tal y como lo vivió, en la belleza irreal de la juventud que da la fuerza y la osadía de decir las cosas como son, sin los miedos ni las dudas de la edad y de sus convenciones.

Jean-Michel Basquiat concibe la desestructuración de la imagen, que realza la evidencia del desorden y de la confusión de los tiempos. En esto también reside su modernidad: en la expresión de un mundo precario. Está en lo opuesto a un arte pictórico de principios de siglo, según el cual algunos como Braque y Picasso pretendían encontrar un sentido, un pensamiento, un análisis voluntario, un significado para cada cosa, una búsqueda incesante que se apoya en la racionalidad.

Jean-Michel Basquiat proclama la irracionalidad de nuestra época y los riesgos que conlleva. Se antoja que todas sus obras quieren hacer estallar las palabras y las formas, lo que queda de ellas: el color y la materia; lo que permanece en ellas: una cruel descripción al tiempo que una anticipación premonitoria de lo que acecha a la pintura. La violencia y lo absurdo se inscriben en la certeza de un gesto crucial que religa con clarividencia, pero también dice el riesgo pictórico corrido por el creador. No se trata de un arte del pasado o del conocimiento, sino de un arte del reconocimiento que apunta al nacimiento.

La singularidad de la pintura de Jean-Michel Basquiat consiste en llevarnos a comprender y a recobrar nuestra responsabilidad compartida, porque traduce y exorciza lo que hasta ahora sólo habíamos tolerado. Sin duda, esto contribuyó al mito y al heraldo que todos fabricamos sin saberlo y que floreció frente a nosotros, sin que tampoco lo viéramos o lo reconociéramos. Jean-Michel Basquiat revela lo que hemos producido, pero se eleva por encima de todos puesto que sólo él logra denunciarlo. ¡Ahora para nuestro desconcierto! ¡Mañana para nuestra salvación!

¿QUÉ QUEDA DE UNA VIDA que se detiene a los veintiochos años? ¿Qué queda de ella en un momento donde la historia de la pintura parece tambalearse? ¿Es posible cautivar lo esencial y no la simple espuma? En una bulimia de la vida, cuando por encima de todo se quiere asir el lugar del hombre y no del objeto, su honor, su cultura, lo que debe gritarse, lo que debe escribirse, inscribirse para dejar huellas en el porvenir, decir cómo era el mundo, el tiempo doloroso cuando la juventud reivindica su inocencia y su certeza de existir. Con los grafitti de las nuevas cuevas, iluminaciones que evocan el universo de Picasso y cuyo único manantial es la vida misma, Jean-Michel Basquiat se impone de manera fulgurante en nuestra memoria. Arte de la salud, que inventó un nuevo espacio pictórico donde la insolente ingenuidad coexiste con la madurez. En este apresurado recorrido exaltado, donde las formas, los colores, las palabras, los sonidos no cesan de entrechocarse, han nacido nuevos códigos. A través de estas siluetas desgarbadas, salidas de la soledad de la ciudad y de la vida, del abandono de los personajes irradiados y congelados, de estas imágenes trágicas, grotescas, todo habla de este tiempo, puesto que hablan de él. ¿Será por esta razón que Jean-Michel Basquiat se yergue como una figura emblemática: un "niño-rey" de los años ochenta?