ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR CÓMPRESE
UN PARNASO
Entrar como
aficionado en el terreno del especialista,
cuando no hay mucho que decir por cuenta propia, tiene sus castigos en el infierno estético. Alfonso Reyes
Con la misma falacia por la que se infiere que un buen cocinero tiene garantizado el éxito comercial de un restaurante, se infiere que a la producción artística se accede por medio de unas cuantas clases en las que se conozcan los rudimentos necesarios. En ese sentido, el siglo XXI aún no ha despojado al artista de su aura romántica: el autor se convierte en una especie de divinidad encarnada entre los demás mortales, digna de veneración y a la que se respetan sus excentricidades. Sin embargo, dentro de esa herencia decimonónica, el siglo xx ha agregado la condición de que para ser artista basta con parecerlo: no en balde, las imágenes de los Beatles, Marilyn Monroe, Beethoven o Picasso se vuelven meros signos de su propia imagen puesto que, detrás de la "genialidad", no se ven el trabajo ni la propuesta personal que los llevó a ser lo que fueron (tampoco debe despreciarse la nueva obsesión por la delgadez: la nueva cultura light, "baja en colesterol", es la misma que pretende desgrasar las imágenes de las figuras que admira: nada mejor que un Michelangelo light, que un John Lennon bajo en calorías o que un diet Sade; si el ídolo en turno presenta "errores" a enmendar, un equipo de maquillistas suaviza el lesbianismo de Yourcenar, el fascismo de Mishima o la impotencia de Dalí). Dentro de esta (i)lógica mercantilista, tener un hijo desenvuelto autoriza la confianza de los padres para buscar convertirlo en Robert de Niro, o tener cierta sensibilidad para la poesía autoriza al poseedor a suponer que nadie le puede negar el derecho a convertirse en un nuevo López Velarde. Cualquier objeción es calificada, por los aspirantes pretenciosos, de formalista y elitista, pues impide el derecho a acceder al paraíso estético de la fama. La burguesía reciente ha descubierto que la cultura no sólo puede ser un buen negocio en el cual invertir, sino que, además, adorna de manera intangible a sus usufructuarios: para viajar a París, por ejemplo, no interesa detenerse en las complejidades de la tradición francesa, sino en su lado amable: anécdotas, síntesis o comentarios rápidos y atinados. En el peor de los casos, la obra artística se hace a un lado para favorecer la admiración indeclinable por la persona, admiración que no titubea en convertir a un autor en una serie de frases insignificantes (Mozart: "ese joven creativo, vívido e irreverente"; Beethoven: "atormentado por la sordera y el destino"; Borges: "ese inteligente argentino ciego que casi era un caballero inglés"; y así Frida Kahlo, sor Juana, Goethe, Van Gogh ). La metonimia que convierte a un artista en una frase, también opera en la transformación de la obra en una mera enunciación de su autor, sin que sus perpetradores caigan en la cuenta de que sólo se aprende a querer a la persona(lidad) de un artista a partir del conocimiento directo de su obra: esta clase de conocedores de, por ejemplo, Sor Juana, no necesita haberla leído: ya bastante sabe de ella (que era monja y bonita, que estaba crucificada por una pasión indefinible), y si no necesita conocerla es porque ella permite rellenar ciertos huecos en las reuniones, en las conversaciones o en el gruyere espiritual. Lo "fácil" de ella es su vida y una adecuada síntesis de actividades, tormentos y temas de la obra. Ésta, valga la paráfrasis de Verlaine, sólo es literatura: cosa indigesta que estorba a la grata degustación de un autor. (Continuará.)
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