La Jornada Semanal,   domingo 21 de noviembre  de 2004        núm. 507

Mercedes Iturbe

Una vida
al límite

 


Durante los diez años que viví en París jamás experimenté un calor tan insoportable y extremo como el de la canícula de agosto de 2003 que provocó tantas muertes, así como la sorpresa de los parisinos de enfrentarse a temperaturas que desajustaron su vida diaria frente a una situación climática para la que no estaban preparados. Resultaba verdaderamente imposible cualquier actividad que implicara desplazarse en la calle, sentarse en un café o en un restaurante.

Agobiada por esa sensación verdaderamente infernal, que impedía dormir, caminar y exponerse a la intemperie, decidí buscar un lugar que apaciguara el calor abrasador que me penetraba. Me detuve en un quiosco de periódicos y compré la revista Pariscope en la que descubrí, con entusiasmo, que el Museo Maillol exhibía una prometedora muestra de Basquiat, artista norteamericano, de padre haitiano y madre puertorriqueña, nacido en Brooklyn en 1960 y fallecido prematuramente a causa de una sobredosis de heroína en 1988.

El museo dedicó varias de sus salas a la muestra de este artista, reconocido y apreciado por Andy Warhol, quien, después de descubrirlo, estableció con él una amistad cercana que los llevó a realizar proyectos compartidos.

En la pintura de Basquiat, el observador y el lector pronto se dan cuenta de que las imágenes y las palabras que aparecen en la obra contienen múltiples alusiones que, a la vez, se sobreponen, se repiten, se aíslan, se confunden y convergen.

LA OBRA DE BASQUIAT es una obra para descifrar, como la Cábala. Tras los signos y trazos, vinculados sin duda a la identidad del artista, aparecen sus inquietudes constantes sobre las minorías, el racismo y el universo de la marginalidad y de la droga, de la que nunca quiso o nunca pudo escapar.

Una juventud audaz, desenfrenada y angustiosa, lo llevó a combinar su explosiva postura vital con una extraña fragilidad que lo mantenía al borde del precipicio; siempre dispuesto a tirarse al vacío. Esa personalidad, insolente y tierna, saturada de ideas y de imágenes, lo impulsó a recorrer infatigable las calles de Manhattan pintando graffiti en los que dejó plasmado el testimonio efímero, no sólo de sus placeres y de sus inquietudes, sino de la huella de su propia sangre. Sus graffiti se caracterizaban por ser mensajes poéticos, filosóficos y satíricos, o bien símbolos como la corona o el "SAMO" (Same Old Shit) que se convierte en su marca de identidad. Sin embargo, él no se consideraba a sí mismo un verdadero artista del graffiti; más bien sentía que su trabajo de SAMO era una forma de poesía pública o arte conceptual y no arte de graffiti.

Al inicio de los años ochenta se abren posibilidades importantes para su obra, primero en Estados Unidos y poco tiempo después en diversos países. Esto le permite, al fin, contar con los medios para comprar material y tener un taller en donde realizar su trabajo. En ese periodo se hace productor de música de rap y es DJ en varios clubes de Manhattan. En sus obras empiezan a aparecer sus músicos preferidos: Miles Davis, Charlie Parker, Dizzie Gillespie, Billy Holiday; en literatura sus preferencias son William Burroughs y Jack Kerouac. El impacto del jazz, que no sólo conoce sino que también interpreta, aparece en su obra como un homenaje a esta música que lo apasiona y ocupa un lugar esencial en su existencia.

Charlie Parker fue la obsesión más grande de Basquiat. Estuvo siempre asombrado con su vida, su fama, su manera de vivir, su música y su muerte. Las referencias de Parker en su pintura son mayores que para cualquiera de las otras figuras que le interesaron. Basquiat se sintió identificado con los éxitos y fracasos de este célebre músico de jazz y simpatizaba con él porque le despertaba un sentimiento de afinidad relacionado con su propia circunstancia.

A partir de 1980 se propone establecerse como artista y empieza a aprender los estilos y las técnicas de aquellos pintores del siglo xx a los que admiraba, como Pablo Picasso, Jean Dubuffet, Jackson Pollock, Willem de Kooning, Franz Kline, Robert Rauschenberg y Cy Twombly. Simultáneamente desarrolla su propio vocabulario pictórico derivado de su existencia urbana. En este mismo periodo introduce varias imágenes importantes y recurrentes de su propia creación, como la corona, el sello del notario público y el símbolo del copyright. La corona es su sello propio y también es un símbolo de respeto y admiración que le asigna a los personajes elegidos para sus cuadros.

Desde que Basquiat se inicia como pintor de paredes desgarradas y sucias hay una clara conciencia de que no pinta para complacer sino para vivir sin ocultar sus emociones, sus sentimientos, sus pesadillas y sus placeres que, en ocasiones, se traslapan. Su corto camino no cambia con la llegada del éxito. Permanece siempre fiel a esa postura que es, ante todo, su verdad, misma que asume con auténtico compromiso y entrega, de ahí que su obra sea en ocasiones denuncia o testimonio sin pretensiones, pero también admiración y reconocimiento por muchas otras cosas y personajes de la vida, como, por ejemplo, su interés y pasión por la cultura negra y la cultura latina, ambas enfrentadas a la marginación del mundo occidental.

En su discurso pictórico enfrenta con vigor la tragedia existencial y también abre los caminos de la esperanza con un poderoso sentido del humor. Basquiat es un pintor callejero que recoge en su pintura ideas y palabras para expresar su sentir, en el que aparece también la intensa búsqueda de una fruición que, con frecuencia, toca la violencia. No se conforma con poco, necesita mucha droga, mucho sexo, mucha música; no hay duda de que le apasiona la noche neoyorkina de los bajos fondos en la que puede perderse por días enteros.

En su vida de noctámbulo recorre sus sitios predilectos, como el Mudd Club y el Club 57; para sobrevivir en aquel periodo vende tarjetas postales hechas a partir de collages. En un restaurant del Soho, Andy Warhol, sin conocerlo, le compra una de sus tarjetas; vendría después el vínculo de amigos y cómplices.

La conciencia plena de la creación como único camino fue en todo momento un estímulo que, a pesar de las terribles condiciones a las que se enfrentó en ciertos periodos de su vida, le permitió esa libertad interior para jamás someterse a nada en lo que no creyera. Ante todo pintor, vivió algunos años en el límite de lo posible: su obra no se vendía, no era reconocido y estaba atrapado por la fatalidad de la adicción.

La figura de Basquiat se registra magníficamente en el interesante documental titulado Downtown 81. El pintor danza por las calles de Nueva York con el spray en las manos para rociar sobre los muros sus formas y obsesiones. En el filme descubrimos ese rostro hermoso enmarcado en una expresión que refleja tristeza, un cuerpo esbelto y ágil enfundado en un abrigo viejo con el que se desplaza en la peregrinación callejera cargando sus obras bajo el brazo. Su magnífica cabeza, adornada por una cabellera mítica, se plasma en la obra como una sombra en movimiento. Basquiat se apropia con vehemencia de ese mundo fascinante y sórdido en donde el jazz, la droga, la prostitución y la muerte son contundentes y sin embargo se diluyen frente a su imperiosa voluntad de seguir pintando. La vida no le da miedo y tampoco la muerte.

La obra de Basquiat está envuelta con una vitalidad desaforada. Pinta con poesía, con arrebato y con certeza; la presencia de la muerte se vuelve recurrente: la muerte que se ríe, la que pela los dientes a la manera mexicana, o bien la muerte como máscara africana de ceremonia mortuoria. Aparecen también ángeles y demonios, animales y madonnas que, enredados entre los signos y las palabras, se adhieren al sentido primordial de sus anhelos.

Los dibujos, realizados con una espontaneidad absoluta, son como el cuaderno de notas de su propia vida, de sus terribles experiencias físicas y mentales. La presencia de las oportunidades, cada vez más amplias, no es determinante para controlar un deterioro físico provocado por la droga que se hace cada vez más visible.

En su obra hay frescura, un fascinante acercamiento al mundo imaginario de los niños que probablemente nunca abandonó y al que se aproxima siempre con la verdad abierta. Su misteriosa fuerza vital y su rebeldía perenne conviven con la certeza de la muerte, ese final, categóricamente asumido, que puede llegar al día siguiente. En ese aspecto, Basquiat se aproxima de manera notable al espíritu del mexicano. De ahí la importancia, entre otras cosas, de dar a conocer su obra en México.

Las superficies de sus cuadros están habitadas de formas, de colores y de palabras, cuya aparente simpleza despierta sensaciones de gran intensidad; los ojos se sienten atraídos y golpeados por el chorreo gestual de una pintura asociada al drama y a la voluptuosidad. El artista reafirma en cada una de sus obras su condición de luchador frente a la vida, el arte y la sociedad; un claro reto cotidiano. La denuncia y la identidad se expanden en las superficies ásperas de una obra con el poder indiscutible de la palabra y de los símbolos de las culturas que el artista reconoce como propias, entre las que destaca su conocimiento profundo de la cultura africana. Adopta también iconos de cultura popular consumista, como tópicos interesantes en el arte, eligiendo entre ellos los que tienen evidentes elementos sociopolíticos. Él encuentra en esos artículos de consumo y en esas caricaturas populares una reflexión aguda sobre el racismo, la discriminación y las representaciones manipuladas de lo bueno y lo malo.

En la obra de Basquiat se reúnen la escritura, los signos y la pintura. Todo va directo al flujo de la sangre, un juego que trastorna, que perturba, en el que claramente se percibe una peculiar característica en la que el acto de crear se convierte en un generador de placer y de violencia extremas. Un golpe visual que inflama los sentidos.

Basta con ver, con descifrar, con leer, para descubrir cómo el artista tiene la osadía de decir las cosas sin temor y sin convencionalismos; su postura rebasa los límites de la pintura e incluso de la propia vida.

LA PINTURA DE JEAN Michel Basquiat es una realidad contundente bañada de drama y de un misterio contemporáneo cuya magia está anclada en las raíces; no es arte bruto, no es arte primitivo. Es el resultado de una inteligencia de poeta, nutrida por el valor ancestral de los signos, transtornada por el placer inaudito del color, de ese color en el que estalla, como una bomba, la vida de la calle y también por la fuerza ineludible de las palabras que dan nacimiento a nuevos códigos pictóricos.

En sus agitados pasos, en sus saltos de acróbata por el concreto de los barrios desheredados de Nueva York, Basquiat arrancó de los ladrillos, del cielo y de las noches, la convulsionada esencia del entorno para aplicarlo a la pintura. No se detuvo, fue más allá y cultivó, en cada instante de su corta vida, la capacidad intensa de seducir a la muerte y de amar a la vida.

Pasear la vista por la pintura de Basquiat es un viaje apasionado en el que los sueños, la violencia y la belleza se tejen en un conjunto que quema la retina y estruja las entrañas. Una obra en la que el paraíso y el infierno nos caen sobre la cabeza como una tormenta que despierta el canto de los sentidos.