La Jornada Semanal,   domingo 21 de noviembre  de 2004        núm. 507
 
Alain Jouffroy

El gran diario de guerra de Basquiat


Miro un cuadro, dos cuadros, diez cuadros... Cien cuadros de Basquiat y la piel, mi piel, inmediatamente resiente los impactos y los moretones, negros y morados, amarillos y pardos, blancos y azules. Antes que golpearme, cada cuadro me tatúa. No sólo la piel, sino todo lo que me rodea: las paredes, las ventanas, el techo y el piso: la ofensiva es contagiosa, pero no como una enfermedad, sino como una epidemia de salud, una epidemia contra todas las pestes. Todo espacio que se acerca a los cuadros de Basquiat arde con las llamas de un incendio destinado a inmunizarnos contra los peligros extremos: la guerra, el racismo, la tortura, la policía, los servicios secretos, todas las maneras de crímenes y represión que siguen llevando un nombre siempre actual y sonoro: el Terror.

Basquiat declaró la guerra a la guerra y siempre le gana una imposible victoria. Una victoria contundente, exaltada, definitiva, no sólo en lo personal sino también para el mundo entero, en una dimensión simbólica. Cada cuadro de Basquiat es una bomba de paz, una bomba de bondad y generosidad, que alcanza el cielo. Las nubes, las montañas, los paisajes quedan marcados, así como el interior de las casas, los sótanos y los sustratos vitrificados del espíritu.

Todos estos efectos sobre la sensibilidad y el espíritu son el resultado de tres energías conjugadas: la escritura, los grafitti y la pintura. En apariencia, algo muy sencillo: escritura directa, signos directos, pintura directa que, gracias a Basquiat, se transforman en interpelación universal. Basta leer, descifrar, sencillamente basta ver lo que, por su vista y sus vistas, él decidió transgredir de una vez por todas: los límites de la escritura, los límites de los signos, los límites de la pintura, acaso también los límites de la vida misma. Esto remite a lo que un gran poeta poco o nada leído pero de quien se habla mucho, bautizó como el arte mágico.

No se trata de la magia negra, ni de la blanca, sino de una magia de todos los colores, una magia arco iris. Una magia surgida de la vehemente alegría de desarmar la tragedia y la muerte. Una magia mediante la fiesta, la música en libertad: el jazz, pero no sólo el jazz de Jimmy Hendrix y de Janis Joplin, muertos como él a los veintisiete años, sino todas las músicas, todos los colores del lenguaje ancestral de los sonidos. Los cuadros de Basquiat vibran al oído de la misma manera que se ven con los ojos: él mismo tocaba el clarinete y el sintetizador y así, su pintura es una apostilla a la música. Todos los sentidos resultan interpelados. Por la piel y por debajo de la piel. El paraíso y el infierno nos caen encima, sus cantos nos llegan por doquier. ¡Viva Basquiat!

La invasión de la paz se desató y siguió propagándose hasta su muerte, y desde entonces avanza en todos los continentes. Ningún ejército podrá frenar su incesante progresión, porque ésta no se subordina a ningún territorio, a ningún país, a ningún Estado, a ninguna cultura. Cualquiera que sea nuestro origen o nuestra lengua, va más allá de nuestros conceptos, nuestras nociones, nuestras clasificaciones, nuestras referencias críticas y filosóficas. Nunca se había visto algo así y pasará mucho tiempo antes de vuelva a suceder cosa semejante. Jean-Michel Basquiat no tiene precursor real, sólo seguidores, y tampoco nunca tendrá, en ninguna parte, un sucesor. Es un hápax viviente.

No basta con decirlo, hay que demostrarlo. Todavía falta explorar cabalmente la profundidad de sus cuadros. Aunque sea sobremanera frontal, su pintura es tanto más profunda cuanto que incide directamente en los nervios. Sin cesar fustiga en nosotros algo muy soterrado, en lo más hondo y común de la humanidad, nuestro genuino manto freático. Así, actúa en varios planos a la vez: en lo físico, lo mental y lo simbólico. Entonces surge un nuevo lenguaje, fuera de la vasta vaina de mutismo y censura. Jean-Michel Basquiat le da la vuelta a la pintura como a una piel de conejo: su cuerpo, hasta entonces invisible, se muestra desnudo y sanguinolento.

Podría especularse mucho tiempo sobre las razones de semejante eficacia. En gran parte se debe a sus primeras experiencias de pintor-grafitero nocturno en las calles de Brooklyn y del East Side de Nueva York donde, bajo el nombre de samo (condensación de Same Old Shit) cubría otros grafitti con los suyos para así contribuir al estallido colectivo de un lenguaje pictórico que nacía fuera de todo mercado, de las galerías, de cualquier museo o institución oficial. Este "ojo salvaje" surgió del noctambulismo errabundo de un transeúnte anónimo y rebelde. Todos los muros que pintó y dejó intactos en los barrios desfavorecidos de Nueva York, son el fundamento de su rabia expresiva. No la presidía ninguna voluntad estética precisa, sino más bien un deseo de acabar para siempre con las estéticas existentes que definían artistas y teóricos de raza blanca, cuya hegemonía cultural sigue vigente hasta la fecha.

Pero sucedió un milagro: pese a esta hegemonía, Basquiat se impuso desde sus primeras exposiciones colectivas en galerías. Estremeció el stablishment desde el momento en que se conoció su trabajo. Se me antoja que este éxito inmediato sólo puede deberse a la fragilidad del mentado stablishment que no descansaba en nada real, salvo en el mercado del arte. Amenazado, este orden reaccionó con su acostumbrada táctica: la recuperación del enemigo, su aparente aceptación. ¿Basquiat pretende desestabilizarnos? Neutralicémoslo por la publicidad y la fama. Lo cierto es que el mercado no logró así ahogar o corromper el genio de Basquiat que, al contrario, lo utilizó para multiplicar y fortalecer su talento hasta su muerte. Pero, al final, fue severamente juzgado y Basquiat adjudicó el viraje último de la crítica de arte norteamericana al racismo que sigue privando en Estados Unidos.

Sin embargo, no hay que olvidar que fue generosamente ayudado por una mujer excepcional: Annina Nosei, la dueña de la galería que, desde 1982, le ofreció el sótano de la galería para trabajar. Pintor de las calles, por supuesto Basquiat no disponía de ningún taller.

Empezó muy temprano a drogarse, cerca de Washington Square, con lsd. Fue su elección, antes que el opio y la cocaína, que pagó con su vida. Pero la elección coincidía con una moda y las modas, siempre hay que recordarlo, son la expresión anticipada de la sociedad. La voluntad social de neutralizarlo mediante el abuso de la droga logró truncar su vida brutalmente. La suprema paradoja reside en que la muerte precoz de Basquiat contribuyó a transformar al miserable niño de la calle en héroe o, al menos, en mito. De la misma manera como antes sucedió con Antonin Artaud y otros rebeldes a quienes se les daban drogas para convertirlos en lo que Artaud llamaba los "suicidados de la sociedad".

¿Estaba Basquiat verdaderamente consciente de ello? Sería legítimo suponer que no. En cambio, estaba consciente del peligro de muerte que siempre corría: un gran número de sus cuadros lo atestiguan. La multiplicación de cráneos y esqueletos, casi omnipresentes en sus últimos cuadros, bastaría para comprobarlo. Huelga insistir: son lo que se llamó, con aceptación cabal de la fórmula, "danzas de muerte".

¿Acaso se trate de un conjuro, también mágico, contra la muerte? Es difícil asegurarlo del todo. Basquiat es un pintor "automático" que obedece a fuerzas inconscientes e impulsivas. Actúa sometiéndose a la acción. Todo sucede como si no pudiera hacer de otro modo, en una suerte de fatalidad física, corporal, que le es muy propia. Ningún pintor del siglo xx evocó la muerte con tanta insistencia. Formaba parte de su rebeldía. Y no se trata únicamente de la muerte precoz a la que le condenó el uso excesivo de las drogas, sino también de la muerte a la que la sociedad condena al individuo verdaderamente libre. Basquiat se juega la vida en sus cuadros de una manera muy literal, al seguir una espiral descendiente similar a los círculos de un infierno dantesco. Corre tras el descalabro físico e inevitable, y esto lo sabe mejor que nadie. Su obra es una autobiografía trágica, en ningún caso una celebración o una apología de sí, de su peculiar forma de vivir y de pensar. Para él, la pintura se confunde con un exorcismo desesperado, destinado a aplazar, hasta donde se pueda, el momento de su desaparición. Pero si lo que digo es cierto –¿acaso será posible comprobarlo–, entonces sí se trata de un conjuro que él expió.

El asunto rebasa la cuestión racial, así como la cuestión nacional: hijo de un haitiano y de una puertorriqueña, probablemente no tenía idea de quién era este Basquiat francés, sin duda comerciante y colonizador, del que descendía directamente. Mestizo, arraigó en varias razas, varias naciones, varias etnias, varias culturas: por un lado es hijo de antiguos esclavos y por el otro, un hijo de colonizadores. Como es lógico, no puede identificarse con nadie. Siendo el caso único que es, sin más protección moral que la de su padre, sin tradición, no se aboca a la pintura "americana", ni a la pintura "africana" o "caribeña". Único, lo seguirá siendo hasta el final. Sólo se pertenece a sí mismo, tanto en el cuerpo como en el pensamiento. No es el mismo caso que otros pintores caribeños que, como Lam y Telémaque, se inspiraron en sus raíces locales así como en la pintura occidental. Tampoco puede equipararse con el joven Dubuffet, comerciante en vinos, o Cys Twombly, con quienes se le comparó abusivamente.

La pronta comparación con otros pintores es inútil y vana. Basquiat no es un nuevo Dubuffet, a quien ni siquiera menciona. Rebasa todo lo realizado en pintura, incluyendo a Picasso y a Matisse. Sabe de su existencia y cita sus nombres en sus dibujos, pero no se inspira en ellos, salvo cuando muy joven se interesó en las "Vanidades" de Picasso. En rigor, siguió una trayectoria independiente de la historia del arte moderno. Escapó de las categorías conocidas: clásico, moderno y postmoderno; partió de un vacío para lanzarse a otro vacío. Funámbulo, caminó sobre una cuerda tensa, de la que no podía sino caer en caída libre.

Un accidente acaecido cuando tenía siete años explica su obsesión por el cuerpo. Mientras jugaba a la pelota en la calle, fue atropellado por un coche que le trizó el brazo y le destrozó el bazo. En el King’s Country Hospital donde se quedó un mes, su madre le llevó un libro al que recurriría toda su vida: la Anatomía de Gray, y que le inspiró dibujos y cuadros hasta su muerte. Su primer portafolios de serigrafías, publicado en 1982 por Annina Nosei, se titula precisamente Anatomy. El cuerpo (sus órganos) está en el centro; el corazón es el eje de su obra y de su destino.

Si se comparan sus primeros cuadros con los últimos, pese a las diferencias y antes que una "evolución", se observa una constancia. En los años ochenta, menos cráneos, con la magnífica excepción de Skull (1981) donde el cráneo tiene los ojos abiertos como una cabeza viviente. Al principio, más bien se ven cabezas de negros como en FamousNegro de 1981. Y cuando aparece un esqueleto, éste se yergue altivo y jala a una vaca de una cuerda con la mano izquierda, como si fuera un ser vivo. También están los Black Athlete y los Red Warrior o, con un mayor acento político, un indio y un cowboy en el magnífico y gran cuadro de 1982: Cowboy andIndian. Y los homenajes a boxeadores negros como Sugar RayRobinson, del mismo año. O los ángeles o los diablos que, pese a su educación cristiana, podrían serlo todo salvo "católicos".

Por lo general, la denuncia se dirige al capitalismo y su absurda obsesión por las cotizaciones de la bolsa, como en Profit, también de 1982. Y cuando hace su autorretrato, se pinta como un guerrero negro, totalmente desnudo, de pie y con una flecha en la mano (Self-Portrait, 1982). Todos estos cuadros conforman algo así como un diario de guerra, que lleva solo contra todo lo que odia y cuya lista estableció de una vez por todas. Su obra entera es una forma completamente renovada del Guernica, concebida por fragmentos dislocados. El individuo campea como un héroe, al mismo título que los boxeadores, los músicos o él mismo, pero no hay rastro de lo colectivo: no aparece ningún grupo, ningún conjunto, ni siquiera una orquesta, todos los personajes representados están solos u opuestos a otro, la mayoría de las veces a otro único como en una perpetua pelea de boxeo. Por lo demás, varios dibujos están dedicados al boxeo y más de una vez se hizo retratar con Warhol, ambos vestidos de boxeadores y con los guantes puestos, frente a la cámara, con la expresión más seria del mundo. Por ende, podría decirse que murió sobre la lona, como un torero muere en la arena. Arthur Cravan y Federico García Lorca lo hubieran admirado, al igual que los surrealistas y, sobre todo, André Breton.

En el fondo de sus cuadros no está el cielo, ni el horizonte, sino el lenguaje de las palabras movilizadas en la misma guerra. Basta leerlas para reconocer la permanencia de su pensamiento. Las palabras de Basquiat no figuran como las filacterias de las pinturas religiosas de la Edad Media occidental: todas obedecen a la lógica salvaje e inasible del grafitti. En sus cuadros, Basquiat prosigue con obstinación su lucha de grafitero en las calles de su infancia y adolescencia, como puede observarse en la producción de 1987 y 1988, por ejemplo en Crown. Con excepción del último cuadro: Riding with Death, enteramente dedicado a la muerte, carente de palabras, una obra prodigiosa que me causó una muy viva impresión cuando la vi en la última exposición organizada en Nueva York, en la galería Vrej Baghoomian, inaugurada el 29 de abril de 1988, es decir pocos meses antes de su muerte acaecida el 12 de agosto del mismo año, cuando demasiado tarde acababa de intentar desintoxicarse.

Uno de los primeros y más hermosos dibujos que Basquiat hizo en 1981: Indian Head, también remite a lo que llamo "la permanencia del pensamiento". Entre muchas otras, es una alusión al genocidio del que fueron víctimas los indios de América del Norte por parte de los conquistadores que iban a crear lo que todavía se conoce como Estados Unidos. Este indio lleva todos los colores del arco iris, sus plumas se convirtieron en flechas e irradian hacia todas las direcciones. Aquí está la evidencia: si Basquiat se identifica con algún pueblo, es precisamente con éste al que no pertenece. Para él, el "otro" es el indio que nunca llegará a ser y que le hace falta. Indio imaginario, celebra la memoria de estos hombres reales, ahora confinados en "reservas", que en su mayoría rehusaron participar en la segunda guerra mundial, como tampoco fueron a la guerra de Irak, principio de la tercera guerra mundial. Basquiat nunca se resignó a someterse a la ley del más fuerte, ni a la del imperialismo. El indio encabeza a todas las víctimas, es el héroe de un combate perdido contra la intolerancia y el desprecio. No cabe duda al respecto: Basquiat está con los indios, con nadie más.

La temprana amistad y el apoyo que Andy Warhol le brindó hablan bien de él y muestran cuán errados estaban los que acusaban a Warhol de "realismo capitalista", de propagandista de los productos norteamericanos como la Coca-Cola. Warhol lo despejó todo con su apoyo constante a Jean-Michel Basquiat y cabe preguntarse por qué se le sigue colgando semejantes etiquetas. Basquiat nada tiene que ver con el Pop Art (pero mucho con la música pop), ni con la técnica serigráfica de las "series" sobre un solo tema, ni con sus derivados múltiples en unos y otros. En ningún momento Warhol buscó en los cuadros de Basquiat una confirmación, ni siquiera un eco, de sus propias apuestas estéticas. En cambio, sí encontró una corroboración de su pensamiento, al tiempo que una continuidad política que le era ajena. Pero, como suele suceder con las relaciones entre pintura y política, no se quiere verla, a pesar de que, desde un principio y en muchas de sus obras, Warhol haya denunciado la silla eléctrica, la pena de muerte y el racismo (serie Electric Chair y serie Race Riot). Así siempre es la brecha, el gap entre el arte y la vida, que Rauschenberg fue el primero en querer colmar. Los dibujos de Basquiat son el cuaderno de su propia vida, de sus tremendas experiencias sociales, físicas y mentales. Su cuerpo, sus órganos, sus necesidades cotidianas se reiteran en listas siempre renovadas. En uno de los libros que Enrico Navarra –sin duda el mejor y el más grande defensor de la obra– dedicó a los dibujos de Basquiat, se lee que pertenecen a dos rubros: los únicamente compuestos de palabras mayúsculas y de grafitti en negro, y los de las pinturas sobre papel, de las serigrafías-collages, también sobre papel. En una de las últimas, que data de 1983, Black of the Neck, la espina dorsal humana, coronada con amarillo, separa un vigoroso brazo izquierdo de un vigoroso brazo derecho, sobre un fondo totalmente negro. Glorificación del cuerpo en vías de desmembramiento y del sistema nervioso que lo gobierna, se trata una vez más de una obra pensada, de una intensidad y una energía fuera de serie, que apabulla como el manifiesto pintado, hablado y escrito, de una libertad irrestricta.

Entre los cuadros elegidos para la exposición del Museo Maillol, Exu, de 1988, traiciona un gran conocimiento de la cultura africana. En el panteón africano, Exu es el dios de las carreteras y de los transportes. Pero también es un dios que siembra la discordia. Positivo y negativo, coincide con el punto de vista de Basquiat sobre el mundo donde vive: el del racismo propio de un país donde existen dos tipos de justicia: una a favor de los blancos, y otra en detrimento de los negros. En un cuadro sin título del mismo año, el nombre de Cristóbal Colon está escrito bajo la mandíbula abierta de un cocodrilo. Pero los hay más asombrosos aún, como Glasnost de 1987, en el que la sorpresa y la ironía están inscritos en rojo sobre un fondo monocromo azul, hacia la política de apertura de Gorbachov, y que da fe del gran interés que Basquiat mostraba por la situación política mundial.

Todo da a creer que no veía la situación con buenos ojos: su desconfianza es patente. Eroica, de 1987, también es difícil de interpretar. ¿Acaso se trata de un homenaje a la sinfonía homónima de Beethoven? ¿No resulta enigmático el rombo amarillo encorchetado entre paréntesis rojos? Más claro es el mensaje de Icarus Esso (1986) que opone un no a los petroleros americanos que amenazan la existencia de los cuerpos, de las mentes, de todo lo que vive sobre la tierra. Más conmovedor es el Gri-Gri de 1986, en el que la figura humana aparece sobre un fondo blanco enteramente rodeado de negro, así como el asertivo Eye-Africa, donde un diamante, una pica, acompañan el mapa de África, cruzado por una S que señala el lugar de las minas de diamante, también sobre un fondo negro. Muy hermoso el gran cuadro sobre madera Turtle Creek (1985) que evoca el Benín, el país de origen de los ritos vudúes. Basquiat llega incluso a recordar que, de niño, quería ser bombero, en Pink Elephant with Fire Engine (1984), como si quisiese sembrar signos autobiográficos en el recorrido, a la manera del novelista-poeta. Y ¡qué belleza La Vieja de 1984: una anciana ciega, con una mascada en la cabeza y zapatos rojos, sobre un espléndido fondo azul y rosa, magistral triunfo del color y de la composición! Lo mismo Prayer (1984), un teatro urbano que celebra a la mujer-canguro para curar a las almas enfermas. Y también Lye, de 1983, donde el rostro de un negro aullando domina a una Mona Lisa con una corona que le sirve de cubeta a Basquiat, y con el nombre de Nat King Cole. Pero en otro cuadro de 1983, Mona Lisa es la que se pone a gritar, a llorar sangre, entre los números 1 y 11, quizá una premonición del atentado de las Torres Gemelas. También está el colosal homenaje al Egipto faraónico, El gran espectáculo, de 1983, que parodia los frescos del Valle de los Reyes con la hermosa autoridad de su puesta en espacio. Se trata del Egipto que algunos pintores-poetas africanos como Bruly-Boibré consideran como el origen de todas las culturas y las mitologías africanas. Lo cual no le impide a Basquiat celebrar a los pintores del Renacimiento italiano: Cosimo il Vecchio, Pinturicchio, asociados con su amigo de la Transvanguardia, Clemente, en Florence, también de 1983.

Sintomáticos resultan todos estos títulos escritos en varias lenguas. Español, francés, inglés o en caracteres cirílicos. Todo lo contrario del monolingüismo dominador: un polilingüismo multilateral que recuerda el sinnúmero de lenguas que Ezra Pound convocaba en sus Cantos.

Conocedor de la poesía moderna, Basquiat es, en definitiva, un pintor-poeta. Compone sus cuadros y dibujos como cantos, himnos, o las estrofas de un inmenso poema pulverizado, arrancado a los nervios y a los órganos. Se oye resonar su voz, su aliento, como si hablara en voz alta mientras pinta o dibuja, cosa que también hacían algunos músicos de jazz como Jimmy Hendrix. Cada vez compromete su ser en un cuerpo a cuerpo con las palabras, complementario de su cuerpo a cuerpo con la pintura. Así procedían los poetas de la beat generation, que le gustaban: Allen Ginsberg, Gregory Corso y William Burroughs, con los cuales se retrató. Más cercano a los poetas que a los pintores, fue el único artista en Estados Unidos que lo demostró constantemente sin nunca decirlo. Huelga repetirlo y por eso mismo hay que decirlo: no existe gran pintura sin poesía. ¡Ah! ¡Cuán lenta es la existencia y nunca una sola vida será suficiente para comprender a Basquiat en sus abismos!

¿Acaso esté yo culminando una especie de hagiografía? Basquiat no era un santo y no le rindo ningún culto. Por lo demás, a él no le hubiera gustado. Más bien se trata de un genuino panegírico. Mi admiración por su trabajo es irrestricta y hubiese sido una grave mentira intentar disimularla bajo el lenguaje, neutro y gélido, de la crítica de arte. Me comprometo cabalmente a mí mismo mientras escribo este texto destinado a una exposición en el Museo Maillol. Lástima si lo juzgan excesivo, no me disculparé, menos aún ante los críticos de arte.

Lo único que lamento es no haber encontrado o provocado antes la oportunidad de celebrar su genio con los términos adecuados. No obstante, vi varias exposiciones organizadas en París después de su muerte, entre otras, la de Fabien Boulakia en 1990 y la del Museo-Galería de la Seita en 1993. Pero, con o sin razón, no me sentía listo para escribir algo que fuera digno de él y de su obra. Acabo de resarcir el retraso. ¡Puedan sus manes y su presencia oculta entre nosotros perdonármelo!

Como Artaud escribió a propósito de André Masson en 1924, podría asumir los mismos términos acerca de Jean-Michel Basquiat:

Y yo describí esta pintura con lágrimas, porque esta pintura me llega al corazón. Siento que en ella mi pensamiento se despliega como en un espacio ideal, absoluto, un espacio que tuviera una forma susceptible de introducirse en la realidad. Allí, caigo del cielo.
Y cada una de mis fibras se entreabre y encuentra un lugar en casillas delimitadas. Remonto hasta mi manantial, siento en ella el lugar y la disposición de mi espíritu.

Me hubiera gustado, al menos una sola vez, en algún lugar, en cualquier calle de Nueva York, París, Modena, Rótterdam, Abidján, que caminó Basquiat, darle un fuerte apretón de manos y susurrarle: Gracias.
 

Traducción del francés de Fabienne Bradu