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México D.F. Jueves 11 de noviembre de 2004

 

Arafat, símbolo palestino

Promotor y símbolo del aún no logrado Estado palestino, protagonista histórico del conflicto de Medio Oriente, sobreviviente de guerras, atentados, exilios y condenas al ostracismo, Mohammed Abd al-Rahman Abd al-Raouf al Husseini, mejor conocido como Yasser Arafat, fue una figura característica de la segunda mitad del siglo XX. Vivió entre la lucha armada y la confrontación política y diplomática, vistió hasta su muerte el traje verde olivo de los guerreros pero participó en un proceso de paz que llenó de esperanza, y después de zozobra, al mundo. Actuó en los escenarios de la guerra fría, la primera guerra del golfo Pérsico y el posterior orden unipolar que aún padecemos; fue satanizado como terrorista y criminal por sus enemigos israelíes, pero será recordado por muchos palestinos como el impulsor de la emancipación de su pueblo, a pesar de los señalamientos adversos por la corrupción, el autoritarismo y el nepotismo que caracterizaron a la Autoridad Nacional Palestina (ANP) bajo su liderazgo incuestionable.

Si bien el gobierno de Tel Aviv y la presidencia estadunidense se empeñaron durante los últimos cuatro años en destruir la autoridad del líder fallecido y eliminarlo del escenario político de Medio Oriente, la cobertura mundial y obsesiva de la enfermedad, la agonía y la muerte de Arafat (ocurrida en circunstancias clínicas inciertas y un tanto misteriosas) hace pensar que no lograron su propósito. Mucho poder debía conservar el rais palestino en la medida en que, desde su internación en un hospital militar de Francia, el resto de las figuras políticas de Cisjordania, Gaza y Jerusalén oriental iniciaron las negociaciones -y las intrigas, ha de suponerse- para recomponer el mando ante su inevitable ausencia definitiva. Ni siquiera el gobierno de Ariel Sharon, que no deja pasar oportunidad para expresar su desprecio por Arafat, pudo sustraerse a la conmoción causada por la enfermedad terminal del dirigente.

Tras la muerte de quien se llamaba a sí mismo Abu Ammar, el escenario político palestino y árabe parece más incierto y precario que nunca. Con todos sus defectos, Arafat fue el principal elemento de unidad entre las diversas corrientes palestinas, desde las seculares de izquierda hasta las religiosas fundamentalistas, y no hay por ahora a la vista una figura con la autoridad necesaria para remplazarlo. Más allá del ámbito de su pueblo, Arafat fue un interlocutor imprescindible en el mundo árabe e islámico.

Una vez muerto seguirá siendo un símbolo de unidad y determinación para muchos palestinos y ostentando su condición de proscrito y exiliado. Aunque el régimen israelí estableció una prohibición histérica de que se le enterrara en la jerosolimitana Explanada de las Mezquitas, como era su deseo, tarde o temprano Yasser Arafat será sepultado en Al Qods, la Jerusalén de los palestinos. Tarde o temprano, también, éstos y los israelíes vivirán en paz y concordia.


Genocidio en Fallujah

Ayer, en el tercer día del asalto estadunidense contra Fallujah, las consecuencias y el sentido mismo de esa operación bélica estaban a la vista: a contrapelo de lo que afirman las autoridades estadunidenses, el propósito del cerco y el ataque a la ciudad no es desmantelar la presunta red terrorista encabezada por Abu Moussab Al Zarqawi ni arrebatar el control de la localidad a los combatientes de la resistencia nacional iraquí, sino dar un escarmiento ejemplar a toda la sociedad del país árabe invadido, y acaso a otras naciones, mediante la mayor destrucción humana y material que pueda lograrse con el poder de fuego convencional de la más poderosa maquinaria bélica del planeta. Dicho de otra forma, ésta es la primera ocasión en que puede verse de manera inequívoca el propósito el gobierno de George W. Bush de causar bajas civiles entre los iraquíes.

Es pertinente recordar que fue precisamente en Fallujah donde los invasores perpetraron una de las primeras masacres de civiles tras la caída de Bagdad. En abril del año pasado, cientos de habitantes de la ciudad realizaron una manifestación en contra de los ocupantes, y éstos, en respuesta, dispararon a mansalva contra la multitud, matando a 17 personas. Más tarde los pobladores de Fallujah habrían de cobrarse el agravio en forma atroz: emboscaron a cuatro contratistas estadunidenses, los ejecutaron, quemaron y mutilaron sus cadáveres y arrastraron los despojos por las calles de la ciudad.

Es posible que desde ese entonces los gobernantes de Washington hayan convertido a la ciudad de las mezquitas en una cuestión de orgullo y tomado la decisión de destruirla, tal como están haciendo ahora, año y medio después, en forma consistente. Pero desde entonces Fallujah estuvo en la mira del aparato militar estadunidense, el cual ya había lanzado una incursión fallida y ha bombardeado la ciudad en forma constante. De junio pasado a la fecha los ataques aéreos nocturnos han matado a más de 200 personas y destruido decenas de viviendas.

Si no es por ese designio genocida no puede entenderse que la incursión contra esa ciudad de mayoría sunita haya empezado con la toma de su único hospital -los otros centros de salud son pequeñas clínicas desabastecidas de material, medicamentos, equipo y médicos-, el encarcelamiento de los médicos y paramédicos, el atropello a quienes se encontraban hospitalizados, la destrucción de las ambulancias y, al parecer, la ejecución extrajudicial de varios internos. No hay otra explicación para la saña criminal con la que las tropas invasoras han destruido hogares con todo y sus habitantes dentro, depósitos de medicinas y, de acuerdo con un reporte de la cadena qatarí Al Jazeera, la mitad de los 120 templos islámicos con que contaba la ciudad hasta antes del asalto. No tiene sentido, si no es por una voluntad deliberada de causar sufrimiento a la población civil, que ésta haya sido inmovilizada y obligada por la fuerza agresora a permanecer en la ciudad mediante un cerco implacable, en medio de los combates, sin comunicaciones, agua, electricidad, alimentos ni material curativo.

Nadie conoce a ciencia cierta el tamaño del sufrimiento, la cantidad de muertos y heridos ni los efectos del pánico, la sed, el hambre, la oscuridad y el desamparo sobre los pobladores de Fallujah que no pudieron escapar a tiempo. Pero hay indicadores que permiten hacerse una idea de las dimensiones de la barbarie: un reportero occidental que viaja con los marines logró filtrar el dato de que, en algunos barrios, una de cada 10 casas ha resultado destruida por los bombardeos aéreos y terrestres.

La comunidad internacional tiene ante sí la obligación de emplear todos los medios diplomáticos y políticos disponibles para poner un alto al genocidio en Fallujah y colocar a quienes eligieron a Bush ante las consecuencias de sus actos. Porque la demolición criminal de la ciudad iraquí es, no cabe llamarse a engaño, el estreno del mandato obtenido por el presidente republicano el pasado 2 de noviembre.

 
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