Jornada Semanal,  domingo 31 de octubre  de 2004                núm. 504

Luis Tovar

LO VI EN MORELIA (II DE III)

El segundo Festival Internacional de Cine de Morelia incluyó cincuenta y tres cortometrajes mexicanos de ficción, divididos en tres secciones. A juzgar por la cantidad, puede hablarse de una producción sostenida. A juzgar por la calidad, tiene que hablarse de una producción inconsistente.

Del poco más de medio centenar de cortometrajes, catorce son michoacanos y, como en la primera edición del festival, su inclusión obedece más al interés por fomentar la creatividad local que a lo encomiable de sus resultados. Uno de ellos, Bio-Bit, de Manuel Cisneros, fue el único incluido asimismo en la Sección de Cortometraje Mexicano en competencia, aunque muchos no comprendimos qué criterio permitió esa generosidad –ni tampoco la otra de haber sido premiado. Bio-Bit y sus repetitivas escenas de aves, editadas a ritmo de ponchis-ponchis y trabajadas con filtros y más filtros, es un claro ejemplo de cómo en sólo cuatro minutos la sintaxis cinematográfica puede diluirse hasta la pérdida casi total.

Cortos... pero de ideas

Aunque con estilos distintos, Srita. C.J., de Mariana Miranda; Mating Call, de Patricio Serna; Ensalada de nopal, de Isabel Rojas, El accidente del personaje, de Daniel Monroy, y Barrenador, de Bruno Varela, tienen en común el hecho de consistir en meros ejercicios, más o menos pretenciosos y francamente cortos de ideas. El primero es una hipereditada reiteración de cómo una mujer se dibuja las cejas; el segundo, con una factura digna de mejores causas, es una historia conceptual de una mujer que busca a gritos a su media naranja y no la encuentra; el tercero es la simple grabación de cómo alguien prepara una ensalada de nopal –¡en serio!–; el cuarto es una muy chocante imagen filmada y después digitalizada de un sujeto que se va desintegrando en el fondo sobre el que aparece, y el quinto es una danza de granos de elote transgénico –en serio, otra vez. Hay quienes dirán que se trata de cortometrajes experimentales, a lo cual habría que reponer que "experimental" no es sinónimo ni de absurdo ni de insulso ni de pretencioso.

Hubo –qué remedio– la ya tradicional tanda de chistes filmados, mismos que supongo sólo le causan gracia a sus hacedores y a quienes ven su nombre en las cada vez más largas y cursimente personales listas de agradecimientos (se les reconoce fácilmente con frases estilo: "por creer en mí", "por aguantarme" y así): ahí están para dar fe el Espíritu deportivo de Javier Bourges, los Charros de Jorge Riggen, la Tromba d’oro de Patricio Serna, el Otro ladrillo en la pared de Ezzio Avendaño –lástima de homenaje genérico al cine de luchadores– y, salvo su rescatable inicio, el Héroe de Eduardo Covarrubias.

También hubo, inevitablemente, los gatos que quisieron ser liebres por vía de un preciosismo huero, una profundidad bastante epitelial y/o una grandilocuencia provocadora de risa involuntaria; verbigracia, el psicologismo mal asimilado en Ya no estamos juntos, de Francisco Orvañanos; el heroísmo inconfeso en My room, de Héctor Iván Soto; la irresuelta parábola del segregacionismo en Pata de gallo, de Celso García; la infumable confesión tardía del placer culpable de Huevos, de René Peñaloza; y finalmente el edulcoramiento encandilado con su propia imagen en Ay del amor... ciego, eterno y fantasmal cual abandono (un título que ahuyenta al más pintado).

Bueno y (no tan) poco

En el otro extremo están cortometrajes convincentes, hechos a partir de una idea completa, un guión eficaz y una realización a veces más que plausible, como la venganza no consumada de Los elefantes nunca olvidan, de Lorenzo Vigas; el sentido de la justicia entre narcos de La cañada, de Carlos Corea; la amistad interrumpida de El aprendiz de rimas, de Josele Rueda y Fernando Zamora; la fábula urbano-religiosa Te apuesto y te gano, de Alejandra Sánchez; el oscuro y a la vez colorido deseo en La Nao de China, de Patricia Arriaga; la nostalgia del primer amor de Mar adentro, de Mariana Chenillo; el ripsteiniano ejercicio de la desesperación de Si un instante, de Álvaro Curiel; los límites del amor filial de Un viaje, de Gabriela Monroy; el resentimiento contra la miseria de Sin un peso, de Jorge Luis Vázquez; la última voluntad memoriosa de un hombre acabado en El pasajero, de Matías Meyer (lástima lo predecible del suicidio); la simpática candidez narrativa de El rey de Zinacantán, de Antonio Coello; y para terminar, la crudeza y la eficacia de El otro sueño americano, del que ya se habló en este espacio.
 

(Continuará.)