Luis
Tovar
LO
VI EN MORELIA (II
DE III)
El segundo Festival Internacional
de Cine de Morelia incluyó cincuenta y tres cortometrajes mexicanos
de ficción, divididos en tres secciones. A juzgar por la cantidad,
puede hablarse de una producción sostenida. A juzgar por la calidad,
tiene que hablarse de una producción inconsistente.
Del poco más de medio centenar de
cortometrajes, catorce son michoacanos y, como en la primera edición
del festival, su inclusión obedece más al interés
por fomentar la creatividad local que a lo encomiable de sus resultados.
Uno de ellos, Bio-Bit, de Manuel Cisneros, fue el único incluido
asimismo en la Sección de Cortometraje Mexicano en competencia,
aunque muchos no comprendimos qué criterio permitió esa generosidad
ni tampoco la otra de haber sido premiado. Bio-Bit y sus repetitivas
escenas de aves, editadas a ritmo de ponchis-ponchis y trabajadas
con filtros y más filtros, es un claro ejemplo de cómo en
sólo cuatro minutos la sintaxis cinematográfica puede diluirse
hasta la pérdida casi total.
Cortos... pero de ideas
Aunque con estilos distintos, Srita.
C.J., de Mariana Miranda; Mating Call, de Patricio Serna;
Ensalada
de nopal, de Isabel Rojas, El accidente del personaje, de Daniel
Monroy, y Barrenador, de Bruno Varela, tienen en común el
hecho de consistir en meros ejercicios, más o menos pretenciosos
y francamente cortos de ideas. El primero es una hipereditada reiteración
de cómo una mujer se dibuja las cejas; el segundo, con una factura
digna de mejores causas, es una historia conceptual de una mujer que busca
a gritos a su media naranja y no la encuentra; el tercero es la simple
grabación de cómo alguien prepara una ensalada de nopal ¡en
serio!; el cuarto es una muy chocante imagen filmada y después
digitalizada de un sujeto que se va desintegrando en el fondo sobre el
que aparece, y el quinto es una danza de granos de elote transgénico
en serio, otra vez. Hay quienes dirán que se trata de cortometrajes
experimentales, a lo cual habría que reponer que "experimental"
no es sinónimo ni de absurdo ni de insulso ni de pretencioso.
Hubo qué remedio la ya tradicional
tanda de chistes filmados, mismos que supongo sólo le causan gracia
a sus hacedores y a quienes ven su nombre en las cada vez más largas
y cursimente personales listas de agradecimientos (se les reconoce fácilmente
con frases estilo: "por creer en mí", "por aguantarme" y así):
ahí están para dar fe el
Espíritu deportivo
de Javier Bourges, los Charros de Jorge Riggen, la Tromba doro
de Patricio Serna, el Otro ladrillo en la pared de Ezzio Avendaño
lástima de homenaje genérico al cine de luchadores y, salvo
su rescatable inicio, el Héroe de Eduardo Covarrubias.
También hubo, inevitablemente, los
gatos que quisieron ser liebres por vía de un preciosismo huero,
una profundidad bastante epitelial y/o una grandilocuencia provocadora
de risa involuntaria; verbigracia, el psicologismo mal asimilado en Ya
no estamos juntos, de Francisco Orvañanos; el heroísmo
inconfeso en My room, de Héctor Iván Soto; la irresuelta
parábola del segregacionismo en Pata de gallo, de Celso García;
la infumable confesión tardía del placer culpable de Huevos,
de René Peñaloza; y finalmente el edulcoramiento encandilado
con su propia imagen en Ay del amor... ciego, eterno y fantasmal cual
abandono (un título que ahuyenta al más pintado).
Bueno y (no tan) poco
En el otro extremo están cortometrajes
convincentes, hechos a partir de una idea completa, un guión eficaz
y una realización a veces más que plausible, como la venganza
no consumada de Los elefantes nunca olvidan, de Lorenzo Vigas; el
sentido de la justicia entre narcos de La cañada, de Carlos
Corea; la amistad interrumpida de El aprendiz de rimas, de Josele
Rueda y Fernando Zamora; la fábula urbano-religiosa Te apuesto
y te gano, de Alejandra Sánchez; el oscuro y a la vez colorido
deseo en La Nao de China, de Patricia Arriaga; la nostalgia del
primer amor de Mar adentro, de Mariana Chenillo; el ripsteiniano
ejercicio de la desesperación de Si un instante, de Álvaro
Curiel; los límites del amor filial de Un viaje, de Gabriela
Monroy; el resentimiento contra la miseria de Sin un peso, de Jorge
Luis Vázquez; la última voluntad memoriosa de un hombre acabado
en El pasajero, de Matías Meyer (lástima lo predecible
del suicidio); la simpática candidez narrativa de El rey de Zinacantán,
de Antonio Coello; y para terminar, la crudeza y la eficacia de El otro
sueño americano, del que ya se habló en este espacio.
(Continuará.)
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