Jornada Semanal,  domingo 24 de octubre  de 2004             núm. 503


ESCLAVOS

Desde hace más o menos diez años leo ávidamente cuanto cae en mis manos sobre el tema de la esclavitud. No sé qué fue lo que encendió mi interés, mi casi obsesión por el tema. Tal vez darme cuenta de que el gran historiador francés Marc Bloch, a quien venero, estaba trabajando en una investigación sobre la esclavitud, cuando –en una de esas ironías crudelísimas de las que está hecha la Historia– fue apresado y muerto por los nazis. Se me encoge el corazón al pensar en Bloch, una mente lúcida y clarividente como pocas, dándose cuenta de que la respuesta a sus reflexiones estaba allí, en el campo de concentración. Y allí, rodeado por esa nueva forma de esclavitud, terminó su vida, no sin antes escribir Introducción a la historia. En uno de los párrafos más conmovedores y al mismo tiempo lacónicos que he leído en mi vida, pide perdón al lector porque sus circunstancias le impiden consultar una biblioteca y fiarse demasiado de sus notas.

Muchos historiadores contemporáneos han dedicado sus esfuerzos a ahondar en este fenómeno universal, que además se remonta a la más lejana antigüedad: Geoffrey de Sainte Croix, Pierre Dockés, Keith Bradley, Bernhard Kübler y Gabriella Bodei, por mencionar a algunos. Mi favorito es quizás De Sainte Croix, cuya sagacidad no se arredra ante los nombres venerables. Así, critica ferozmente a Platón, Aristóteles, Plutarco, a San Pablo y a todos aquellos que han justificado la esclavitud, sobre todo a quienes han suscrito los argumentos "naturales". Dice, por ejemplo que "el respeto enormemente exagerado que se la ha tenido al pensamiento político de Platón a lo largo de todas las épocas, se debe en parte a su notable genio literario y a los instintos antidemocráticos de la mayoría de los estudiosos". Y no creas, lector, que no justifica punto por punto sus razonamientos. Es una lectura muy refrescante: un erudito de impecables credenciales, que en vez de adoptar una pose reaccionaria –o antidemocrática, como diría él mismo–, se esfuerza por analizar los textos bajo la luz incómoda del cuestionamiento moral. Una lectura cuidadosa de la República o de Las confesiones puede suscitar una serie de inquietudes profundas en el lector no acostumbrado a objetar las obras antiguas. Otros historiadores, como Keith Bradley, se han esforzado por situar la obra de un esclavo como Epicteto en una perspectiva que permita al lector contemporáneo comprender qué era la esclavitud, sobre todo en Roma, culpable tantas veces de brutalidad.

Creo que pocos fenómenos humanos retratan más fielmente nuestra naturaleza cruel como la relación amo-esclavo, tan pujante ahora mismo, a pesar de que no existe un solo país en la que sea legal. ¿Qué, si no, eran el Gulag soviético y el campo de reeducación maoísta? ¿Qué son los talleres de platería en Nepal, las maquiladoras de ropa en casi todo el mundo, los burdeles de menores en Tailandia? Si la definición antigua de esclavo era el "muerto viviente", ¿no son esclavos los prisioneros afganos que languidecen en el limbo legal de Guantánamo? ¿Los iraquíes presos a los que se obliga a trabajar sin descanso y sin agua en las ardientes ruinas de Kerbala?

En 1988, la revista Marie Claire publicó un artículo en el que se narraban los peligros que corría John Eibner, dirigente de la asociación Christian Solidarity International por liberar esclavos –el precio de cada uno era de cien dólares– en el Sudán. Casi todos los esclavos pertenecían a la tribu Dinka, y habían sido secuestrados y torturados por milicias árabes, las mismas que ahora protagonizan el genocidio en Darfur. Apenas el año pasado, National Geographic publicó un número monográfico sobre la esclavitud. En la portada se lee: "Esclavos: 27 millones ocultos a plena vista." Veintisiete millones, la mayoría niños y mujeres. Por supuesto, hay esclavos aquí, en México, muchos emigrantes centroamericanos, acorralados por los coyotes y los mara salvatrucha, emboscados y muertos o explotados por mexicanos sin escrúpulos. Y también hay esclavos mexicanos en Estados Unidos, cuyo trabajo mal pagado y sin una sola prestación es uno de los pilares económicos de estados tan prósperos como California y Texas. A sus números debemos sumar los de los cientos de fallecidos que perecen en el camino.

Es decir, la esclavitud está vivita y coleando. Y muchas veces, aquellos que vigilan con xenofobia las fronteras, son aquellos que más se benefician con su existencia.