![]() Luis Tovar A una cinematografía que en épocas recientes ha querido ver en la Ciudad de México un territorio dominado por las preocupaciones, las preferencias, la idiosincrasia y la estética de una clase acomodada y sólo capaz de fruncir la nariz ante la presencia del peladaje incluida la visión tremendista, paternalista, sentimentaloide, en cualquier caso más o menos distorsionada de esa chusma, cuando es ella el tema central de un filme en particular; al intento tercamente fallido de acrisolar en un solo golpe de vista, parcial y prejuiciado, los múltiples niveles socioculturales que cohabitan en una metrópoli de tal magnitud, Fernando Eimbcke opone su Temporada de patos, primer largometraje que, de un solo impulso, lo ubica entre los realizadores nacionales más capaces y propositivos.
LA VERDADERA REALIDAD Con la colaboración de Paula Markovitch, Fernando Eimbcke elaboró un guión impecable que, aunado a un pulso firme tanto en la dirección de actores como en la confección escénica, dio como resultado un filme de tensa belleza. Basada en la unidad de tiempo y espacio, prologada y epilogada por el arribo y la partida de Ulises, toda la acción se desarrolla en el interior de un departamento habitacional, entre las once de la mañana y alguna hora de la noche. En ese lapso los cuatro personajes son obligados por las circunstancias a interactuar, pero también y aquí la frase siguiente deja de ser el lugar común en que se ha venido convirtiendo, son conducidos a un enfrentamiento consigo mismos. Sin forzar ni una sola situación, sino a partir de un encadenamiento simple, aparentemente trivial, de causas y consecuencias, Eimbcke lleva a sus personajes hasta una doble frontera: la que marca su mayor o menor habilidad para habérselas con sus semejantes desde la soledad de cada quien, y la consistente en experimentar el sinsentido vital, sin mayores recursos que una magra capacidad para intuir el porqué son así las cosas, pero con el reconocimiento, aunque sea nebuloso, de la necesidad de orientar los actos, individuales o colectivos, a un propósito, sin importar lo fugaz o pueril que pueda resultar. El mundo real, ayuno de heroísmos y pruebas máximas para la mayoría de los mortales, más bien proclive a la repetición ad nauseam de una pobre dotación de reflejos condicionados, es ofrecido en Temporada de patos en la metáfora de un domingo obligadamente confinado a cuatro paredes, sin energía eléctrica, sin televisión, música, juegos de video; vale decir, sin otra compañía que la humana y, para mayor dificultad, la de otros individuos anónimos y desconocidos. Lúdico y lacónico a la vez, Eimbcke resuelve la historia, contada con sobriedad y elegancia en un blanco y negro que aportan buena porción de la carga semántica del filme, haciendo volar los engranes de la rutina de sus personajes aunque no se sepa o más aún, aunque uno así acaba por querer, si en el después de lo que vimos realmente algo va a cambiar. Como buena película no comercial,
Temporada de patos se estrena con pocas copias en pocas salas, y
de seguro permanecerá poco tiempo. Impúdicamente le recomiendo
que no deje de verla, antes de que sea devorada por el monstruo del mainstream.
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