La Jornada Semanal,   domingo 24 de octubre  de 2004        núm. 503
 
Carlos Pineda

La eternidad tras
el pentagrama


 
A Eduardo Lizalde, por su generosidad
Existe una relación umbilical entre la música y las matemáticas que se gesta en el mítico punto cero del universo, momento en el cual el tiempo aún desconoce la función sádica del péndulo, y dada su proclividad a fluir, simplemente cae hacia la eternidad sin contar los peldaños andados, y los por andar.

Esta relación ontológica es evidente: la música es una colección armónica de ondas sonoras domesticadas, de aire que vibra según un patrón particular y, por lo tanto, determinadas por una ecuación específica cuyas soluciones están calculadas para que sean constantes a lo largo de la evolución del sistema, lo que produce un efecto físico unívoco en el receptor. Del otro lado del espejo hay que considerar a las matemáticas, que tienen en su naturaleza puntual cierta armonía, un tono plástico que les permite trazar el horizonte hacia el cual se puede desarrollar una composición musical, definiendo sus crestas y sus valles, sus desfiladeros armónicos y sus praderas melódicas.

Así, ciertos objetos matemáticos (como algunos conceptos) ofrecen una singular oportunidad para que la belleza, entendida como gozo de los sentidos y el intelecto, encuentre territorio virgen en la estepa desolada del número, y lo transforme, más allá de su mera circunstancia aritmética utilitaria, en un arco de inflexión hacia la creación artística.

Es en este territorio logotético que la música de Iannis Xenakis (1922-2001) expandió en plenitud sus facultades expresivas. Creación sonora que entre sus directrices quiso acotar la dictadura de la eternidad, conteniéndola tras los barrotes del pentagrama, encadenándola, como un etéreo Prometeo, al silencio... incluso, aunque ello implicara invocar a los demonios del caos.

Como un punto erógeno de intersección entre guarismo y silencio, con imposible quimera por garganta y alas de tábano insomne en los oídos, emerge la música estocástica: sónica criatura que le antepone la conjetura al tigre de la partitura, momento, en que desde dentro de las claves, el larvario y funambulesco azar se autorreplica viralmente.

Esta singularidad musical creada por Xenakis a partir de su escisión de la visión atomizada, serial, de sus maestros Honegger, Milhaud y Messiaen, evidencia en su arquitectura que el caos es útil para comprender la armonía que subsiste en toda materia. Armonía que se transfigura continuamente, aunque de manera inconclusa, como una suerte de derivación paradójica que evoca los bordes visibles, pero inasibles, de un cuerpo infinito.

Calculada a través de sistemas matemáticos de probabilidad y basada en la teoría de conjuntos y la lógica simbólica, la música estocástica invita al oidor a visualizarla como cuerpos geométricos tridimensionales, entre los que, creo yo, hay uno que probablemente sea el que sintetice de mejor manera tanto su carácter como su andamiaje interior: imaginemos una suerte de hélices supernumerarias en las cuales cada uno de los elementos que las conforman rota en dirección opuesta, como un oxímoron construido con notas y silencios: ADN pervertido que gira, desconstruyendo(se), el lenguaje que lo cifra, la materia que le da sentido, otorgándole una multiplicidad inusitada al signo antes unívoco.

Las singularidades de la espacialidad estructural de la música de Xenakis, hay que asociarlas con su quehacer arquitectónico como miembro del estudio de Le Corbusier, y a la fundación, en 1966, de la Escuela de Música Matemática y Automática. Xenakis, como Sebastián en el medio de la escultura contemporánea mexicana, el holandés Escher en la plástica y Calatrava a través de su concepción orgánica del espacio, supo bien que todo cuanto hay puede ser signado a través del número, y que éste guarda en sí lo que podríamos denominar belleza absoluta.

El quehacer multidisciplinario de Xenakis lo llevó a crear obras que en sí mismas inauguran y agotan una rica veta en el devenir de la música actual de concierto. De entre sus obras más representativas cabe destacar: Metastaseis (1954), Medea (1967) y Persépolis (1971). Músicas que se resuelven a través de la aplicación de modelos físicos, como la teoría de los gases, a un sistema musical complejo, que aunque parte de recursos aleatorios, sus procesos de desarrollo se insertan en un marco global de control específico.

Sorprende el hecho de que una expresión musical como ésta, hija del cálculo, tenga en su seno un lugar de primera importancia para el espíritu. La música de Xenakis, cierto, es profundamente racional, mas cálida, ya que los nervios de la emoción, como las venas de un demiurgo en trance, saltan a lo largo de todo el tejido sonoro. Posible, que sea difícil acceder por vez primera a las composiciones de este músico contemporáneo nuestro, y uno tenga la sensación de estar escuchando "ruido", pero poco a poco, tras el ejercicio constante de la audición y el abandono de nuestros prejuicios, encontremos al final del túnel una belleza otra, sin rostro, inédita.

En síntesis, la música estocástica está concebida para "comprenderse" en tanto se escucha, para después "sentirla" en el reposo de los sentidos.

Ahora henos aquí, llegado ya el tiempo en que melodía y guarismo comparten el tinglado de la partitura. Tiempo para entender que como ésta, ocasiones hay en las que, parafraseando a Wittgenstein, lo mejor es guardar silencio...