Jornada Semanal, domingo 24 de octubre  de 2004           núm. 503

NMORALES MUÑOZ.



EL CIELO EN LA PIEL

Le mot est sauvage
Edmond Jabes

 Esa facultad corrosiva, libertadora y toral que el poeta egipcio Edmond Jabes veía (o quería ver) en la palabra se encuentra en El cielo en la piel, del joven dramaturgo Edgar Chías, obra que la compañía Tapioca Inn, en esta ocasión con la dirección de la aún más joven Mahalat Sánchez, lleva a escena en La Capilla de Coyoacán. La palabra hablada no sólo como objeto de recuperación gozosa, sino como motor dramático y eje rector del hecho escénico.

El texto de Chías no sólo se inscribe dentro de la corriente que, a lo largo de la última década y media, se sublevó ante el predominio del multimedia y la espectacularidad de gran formato y devolvió el teatro a las catacumbas, rescatando la proximidad física, la actoralidad desnuda y (a veces) al texto dramático en sí, al fin y al cabo elementos esenciales del hecho teatral, como las vías para zafarse de la vacuidad y el efectismo. También abreva de la tradición, en su tiempo ruptura, de Poesía en Voz Alta, el movimiento de mediados del siglo pasado, con participantes como Octavio Paz, Juan José Arreola y José Luis Ibáñez, que reposicionó a la palabra como centro de la teatralidad.

Relato escénico que en primera instancia se bifurca y eventualmente se ramifica en varios vectores, El cielo en la piel es asimismo una irrupción en lo femenino y una declaración de principios para quienes no casamos con el ideal de belleza física que la sociedad impone como llave del éxito y de la aceptación. Pero la premisa no se limita, desde luego, a una mera apología de quienes no son Brad Pitt o Mónica Bellucci; se trata de una exploración del cuerpo como prisión asfixiante, como continente de una psique cuya afectación social y circunstancial se le contrapone y le exige, si no una dicotomía definitiva, sí al menos algo más de libertad. La fealdad es entonces clave de la neurosis y la antisocialización, determinando una postura ante el mundo y ante el otro.

A la manera del modelo de la tradición oral china que se supone dio origen a Las mil y una noches (aquella caja laberíntica en la que se entretejen historias a su vez independientes y complementarias), la obra se cuenta y se justifica a sí misma, en una propuesta totalizadora que, no obstante su grandilocuencia, atina a convertirse en un material escénico estimulante, como lo corrobora el trabajo de la directora. Lo anterior pasa por convenir, primero con los intérpretes y luego con el público, en que se está ante un texto que busca escuchas antes que espectadores. Y se logra merced a la pericia narrativa, al sostenimiento de un ritmo textual e intertextual consistente a pesar de lo deliberadamente hiperbólico y sobreadjetivado del escrito; pero sobre todo, a la creación de una protagonista (Georgina Ságar) que evade lugares comunes y se erige sólida, empática gracias al humor sardónico y casi siempre subterráneo del autor. Pese a recargarse tanto en la oralidad, la obra corrobora el apotegma que enunciara Gordon Craig, para quien la gente de teatro es hija del bailarín antes que del escenógrafo.

El trabajo de Mahalat Sánchez, directora debutante, es una de las sorpresas más sobresalientes de este año teatral. Quizás se eche de menos, tomando en cuenta que parte de un texto heterodoxo, una puesta que subvirtiera de plano lo representacional, que rompiera con las convenciones de uso del espacio y de relación física con el público y se situara más cerca de lo parateatral. Pero aun así, con un manejo más apegado a las normas tradicionales (lo que trastoca, por ejemplo, lo espacial, donde la escenografía de Atenea Chávez se vuelve poco significativa), su puesta en escena domeña un texto bronco y delicado, apostando por una ilustración más bien cómica, y por un juego actoral que evidencie las múltiples transiciones entre una historia y otra. Haciéndose de un tempo preciso y regular, Mahalat consigue que sus actores construyan mentalmente la narración antes de proyectarla, proveyéndoles de herramientas que saquen el mejor partido de su registro para conformar un estilo histriónico compacto y uniforme. Aún cuando son ellas (Ságar y Claudia Trejo, notables ambas) quienes lucen más desde el texto mismo, también Iván Cortés y Alejandro Morales se incorporan perfectamente al discurso escénico. Sin duda alguna un proyecto fresco y refrescante, que saca a relucir a una directora incipiente pero ya muy capaz, y confirma a un autor que, junto con otros de su generación (Ayhllón,LEGOM, Musalem) comienza a dar sus primeros textos definitivos.