La Jornada Semanal,  domingo 24 de octubre  de 2004         503


JARDÍN DE LA MEMORIA


IVÁN CRUZ
Eduardo Lizalde,
Algaida,
Editorial Aldus,
México, 2004.

Con la publicación de la versión definitiva de Tercera Tenochtitlan (1999), en la colección Poemas y Ensayos de la unam, Eduardo Lizalde ya nos dejaba ver su regreso al poema extenso, y también su regreso a la corriente cultista, que había hecho patente en Cada cosa es Babel (1966). Desde luego, esta corriente cultista nunca fue desechada, sino solamente balanceada con la corriente coloquial, lo cual daría como resultado libros de gran trascendencia no sólo dentro de la obra del autor, sino también dentro de la poesía mexicana del siglo xx, como El tigre en la casa (1970), La zorra enferma (1974) y Tabernarios y eróticos (1989).

Otro aspecto relevante en Tercera Tenochtitlan es la mirada de asombro, de horror ante la actual situación de la otrora gran Tenochtitlan. Aquí la visión del poeta es una visión crítica ante un territorio perdido y añorado: "El negro sol trajimos a estas soledades/ sobre el pardo Churriguera el cartesiano Tolsá/ la más sinuosa hemos construido/ y fétida y gandalla de las vastas colmenas/ la cloaca madre/ y en mil años en dos mil/ no ha habido en el mundo una pocilga para peores puercos." De igual forma la infancia del autor es un territorio perdido en el poema: "Los dos éramos niños, la ciudad y yo,/ desde que andábamos, de barrio en barrio al sur,/ donde pastaban vacas peripatéticas y monumentales/ que no miraban nunca hacia el azul, siempre/ hacia el verde."

Estos aspectos, el poema extenso, la corriente cultista, la visión crítica ante un territorio perdido y la añoranza de la infancia, son características principales de Algaida, el más reciente poemario de Eduardo Lizalde. En este libro la mirada de asombro, de horror, no sólo se dirige a la otrora Tenochtitlan, sino que abarca toda la Tierra. Algaida se convierte en una especie de Génesis y de exilio del jardín del edén (infancia), y el autor en un moderno Adán que hace el recuento del principio de la vida hasta la decadencia de la misma. En el principio del poema, Lizalde se sitúa desde un presente para llevarnos a un tiempo distinto, a un tiempo remoto: "Me arrastra, algaida, fijo hacia el poniente,/ grano a grano, corpúsculo a corpúsculo/ –polvo en pie delgadísimo que somos–/ para reconstruirme en otro punto, edad y hora/ y en un orden sólo en apariencia idéntico."

Posteriormente la mirada adánica hace su aparición, para enumerarnos el origen: "Por encima del hombro miro retornar imágenes/ del difuso sendero recorrido./ Súbitas ráfagas de muy diluida materia./.../ las bíblicas manzanas gongorinas de hipócrita/ arrebol/ y los advenedizos pálidos perones/ –de genética estirpe bastarda y jardinera,/ humana y puritana–, de anémica epidermis,/ la prestigiosa higuera legendaria/ de Rómulo el divino primer rey." Entre símbolos recorremos todo origen del hombre, un pasado perdido que desfila ante nuestros ojos, y como moderno Adán, Lizalde vuelve a dar nombre, a develar y descubrir las cosas del mundo. Después nos encontramos con "El último jardín de la memoria" que es el jardín de la infancia, el jardín del pasado entrañable, donde se encuentran pequeños monstruos y bestias apacibles; es aquí donde por primera vez encontramos la analogía entre el Génesis y la infancia como territorios perdidos y añorados. Este oscilar entre las vivencias propias y las ajenas, entre la vivencia y la conjetura, entre la plenitud y la situación precaria, entre un territorio perdido y su añoranza es lo que mejor podría caracterizar al poema.

Algaida es un momento clave para Eduardo Lizalde, ya que en este libro se hacen compatibles polaridades como el hermetismo y la calidez, la introspección y el diálogo, el paisaje y la interioridad, la certera conciencia del ahora y la añoranza por el pasado, aceptación del destino y evasión nostálgica; situaciones difíciles de encontrar, en un mismo poema, dentro del trabajo poético de Lizalde. También es importante resaltar más que su rigor verbal, su envolvente atmósfera y su estructura que va alternando tiempos pasados, presentes y futuros, así como lugares imaginarios, míticos y reales; como un gran cepo, el poema atenaza al lector por su atmósfera y su estructura, por su capacidad evocadora y comunicante, por su congruencia. Basten estos versos para comprobar lo anterior: "Y a diario llueve a cántaros Dios/ sobre los seres distraídos y felices del/ prado,/ que así, bajo esa lluvia angélica y tupida,/ se sienten inmortales, así vivan dos horas/ como las orquídeas que la helada destruye."

Desde ahora, Algaida está destinado a ser uno de los grandes poemas extensos, no sólo dentro de la obra poética de Lizalde sino de la poesía mexicana, la cual tiene una deuda muy clara con Cada cosa es Babel, otro poema extenso que ha sido terriblemente apreciado. Algaida es una nueva piedra de toque para las nuevas camadas de poetas mexicanos, y un nuevo reto para críticos y analistas. Eduardo Lizalde a dado a luz un poema de gran serenidad, de admirable destreza formal y nos muestra, de nuevo, que la poesía no es una lengua fósil, sino un lenguaje que está en evolución; de nueva cuenta el bardo, ya de años, ha hablado por la tribu que ahora vive su ocaso.

"Ha muerto envuelto en llamas el siglo delincuente/ en que nacieron estas villas bastardas/ y arrabaleros terregales sin leyenda/ ni historia." •