La Jornada Semanal,   domingo 24 de octubre  de 2004        núm. 503
 

Amanecer de un día lluvioso

Alejandro Michelena


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Morosa en su elemento, como 
todas las tardes, en su mesa
del tradicional Café Sorocabana
de Montevideo.
(Foto: Magela Ferrero)
El 17 de agosto amaneció húmedo y brumoso, con una llovizna sutil que le daba a Montevideo un tono de misterio poético. En esa jornada dejaba este mundo Marosa di Giorgio. La poeta había nacido en 1932 en la ciudad de Salto, por ese entonces la más importante del norte del Uruguay, y residía en la capital desde 1978. Cultora de un estilo considerado "inclasificable", llamó la atención de los más exigentes lectores de poesía en mitad de los años sesenta; fue a partir de un libro intenso y deslumbrante de prosa poética titulado Historial de las violetas (1965). A partir de esta obra, se multiplicó el culto y la admiración por esta escritora enigmática, que evocaba una y otra vez en su extraña poesía un ámbito original y pletórico de vibraciones panteístas, inspirado en su infancia rural en la zona de quintas de los alrededores de Salto.

El influyente crítico Ángel Rama saludó entusiasmado la aparición de Historial de las violetas en el semanario Marcha. Amigo de agrupar a los escritores en categorizaciones operativas, ubicó a Marosa en un sector de excéntricos de la literatura nacional, a los que bautizó como "raros".

La mudanza de la poeta a Montevideo renovó el interés en su producción, la que aumentaba en títulos pero seguía –empecinadamente– fiel a un estilo, un imaginario, un peculiar uso de la fantasía. En ese microcosmos personalísimo se amalgamaban la madre omnipresente, las magnolias y otras flores, los abuelos evanescentes, y ciertos animales entre simbólicos y oníricos.

La poesía de Marosa entusiasmó desde el final de los setenta a mayor cantidad de lectores. Fueron los años de su plenitud creativa y de su mayor actividad. Luego aparecieron Los papeles salvajes, publicado por Editorial Arca en 1989, donde se reunía todo lo que había escrito hasta el momento.

Promediados años ochenta, otra faceta de Marosa fue la interpretación de sus propios textos. Realizó infinidad de recitales en Uruguay y en Argentina, pero el punto más alto se dio con el unipersonal titulado El lobo, que fuera puesto en escena por el dramaturgo y director Ricardo Prieto. Ese mismo texto fue llevado al cine más tarde a través de la cámara de Eduardo Casanova. Recibió la escritora en aquellos años importantes premios, como el Fraternidad de la organización judía B‘Nai B´Rith (1982) y la beca Fulbright (1987), y fue objeto de notas críticas celebratorias y de infinidad de entrevistas.

Mientras tanto, ella reinaba cada atardecer en medio de la tenue bohemia montevideana, centralizando una tertulia en el café Sorocabana a la que asistían habitualmente el poeta Rolando Faget, el narrador Miguel Ángel Campodónico, el crítico Wilfredo Penco, el escritor Leonardo Garet, el actor Claudio Ross, la poeta Concepción Silva Belinzon, la narradora Paulina Medeiros, el dramaturgo y narrador Ricardo Prieto, y quien esto escribe. Al mágico conjuro de su presencia –hierática y cargada de enigmas– se acercaron también algunas veces el poeta Elder Silva, coterráneo de Marosa, y los narradores Mario Delgado Aparain y Hugo Fontana. Su curiosa figura –piel pálida, labios pintados de un rojo subido, lentes estilo mariposa, ropa de colores contrastantes y sensualidad evanescente– se tornó habitual en las noches del centro capitalino.

Avanzaron los años y Marosa di Giorgio, ya considerada un referente de la lírica platense en su costado fantástico, siguió dando a conocer nuevos títulos. Poco a poco su prosa fue virando de lo puramente poético a los toques narrativos. Surgieron de ese modo sus peculiares relatos de El camino de pedrerías (1997). La intención narrativa y el bucear en el tópico de lo erótico la harían desembocar en el ejercicio de novela titulado Reina Amelia (1999).

Promediados los noventa se afirmó su prestigio en Buenos Aires y también en México. En 1993 fue invitada a Francia y premiada en el Festival de Medellín, Colombia, en 2001. Mientras tanto, en su país ya no volvería a reiterarse aquel fervor unánime con relación a su personal imaginería. Sus textos de corte narrativo y de perfil erótico no iban a concitar tanta unanimidad.

Hoy que Marosa nos ha dejado –tal vez yéndose de la mano de "la liebre de marzo", o del brazo de algún extravagante animal brumoso de su leve bestiario– va a ser posible una lectura más objetiva de su producción poética. Ahora sí, definitivamente separada del "personaje marosiano", que la apuntalaba y al mismo tiempo condicionaba. En el balance, es seguro que va a ocupar un lugar incanjeable en la poesía uruguaya, por su aliento de extraña fantasía y la originalidad de sus textos mejores.