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México D.F. Domingo 24 de octubre de 2004

Carlos Bonfil

Temporada de patos

Sueño de una tarde de domingo en Tlatelolco. En un departamento de clase media, dos amigos adolescentes, Flama y Moko, deciden matar el tedio dominical ejercitándose en el video juego y consumiendo comida chatarra y refrescos. Lo hacen de modo indolente, casi ignorándose mutuamente, con la madre de uno de ellos ausente todo el día, y la inesperada visita de una joven vecina que pide preparar ahí el pastel de ese cumpleaños suyo que su familia ha olvidado. La llegada de un repartidor de pizzas, el intento de estafarlo por un supuesto retraso en la entrega, la apuesta conciliadora en un videojuego de futbol, y dos apagones, desquiciarán por completo la rutina establecida. En poco tiempo los tres adolescentes y el joven harto de su tedio laboral, descubrirán, primero por parejas, luego en desatado delirio colectivo, las intensidades de la cercanía afectiva, la comprensión solidaria y, al cabo de súbitas revelaciones, un anhelo de libertad muy compartible.

Una sugerente secuencia inicial, precedida por la melodía brasileña O pato, con arreglos de Joao Gilberto e interpretación de Natalia Lafourcade, hace desfilar en impecable blanco y negro diversas tomas de deterioro urbano, superficies abandonadas, canchas de juego vacías, multifamiliares inhóspitos en franca decadencia, nubarrones amenazantes, un paisaje al día siguiente de un cataclismo, o en perfecta concordancia con el colapso político y económico nuestro de cada día. Temporada de patos, primer largometraje de Fernando Eimbcke, transita sobriamente de estos exteriores de tristeza citadina a un interior doméstico, su locación única, que paulatinamente se transformará en espacio hedonista y libertario. Un cuadro kitsch, escena de patos atravesando un lago, será el símbolo de la evasión soñada -lejos de las broncas familiares y de los empleos de sobrevivencia económica y degradación anímica- hacia alguna destinación utópica.

La novedad, el incuestionable encanto de esta cinta, radica en la sencillez de su propuesta y en la construcción de su trama envolvente, capaz de alternar secuencias muy divertidas (desenfado juvenil, elogio del sinsentido), con el patetismo de la fugaz experiencia laboral de Ulises en un matadero de perros, antes de que repartiera pizzas. Los protagonistas rompen por completo con los arquetipos adolescentes impuestos por la comedia light fílmica y la telebasura diaria (frivolidad, falso glamour, tontería sistemática), y proponen en cambio novedad, inteligencia y frescura, calificativos que han acompañado a la cinta desde su primera exhibición en Guadalajara. Además de las actuaciones de Danny Perea (Rita), Enrique Arreola (Ulises), Daniel Miranda (Flama) y Diego Cataño (Moko), todos revelaciones instantáneas, la cinta rinde tributo explícito al maestro Yasujiro Ozu y al director de culto Jim Jarmusch, influencias perceptibles en la recreación de atmósferas y en los encuadres del espacio doméstico. Una escena divertida muestra a los cuatro personajes, particularmente encendidos, avanzando hacia la cámara como en comedia musical de Stanley Donen, y su contrapunto es un concierto para piano de Beethoven, con una cámara muy ágil y una edición sobresaliente. En otro momento, asomados a la ventana del departamento, los cuatro parodian una célebre portada de los Beatles. Hay mediciones "dedo a dedo" del contenido pleno de Coca Cola en un vaso; la ingestión de decenas de caramelos con interior de colores hasta hacer coincidir la realidad con el color deseado; también la seducción erótica de Moko a cargo de una Rita avispada, en medio de fallidos intentos de repostería, y las confidencias del perdedor profesional que es Ulises, y su reivindicación vital y muy gozosa en una tina de baño, al lado de un pato de hule, inventándose el porvenir en parodia publicitaria de la gran vida. El estupendo oído de Fernando Eimbcke y su colaboradora Paula Markovich ofrecen un guión que es caja de resonancias de un lenguaje juvenil sin afectaciones ni labor forzada. Intuiciones certeras, improvisación ocasional de los propios actores, ocurrencias a granel del esparcimiento adolescente, y habilidad para obtener las texturas visuales más afortunadas. Relata el director en entrevista a Roberto Garza: "Filmamos con película en color, transferimos a video blanco y negro de alta definición, y al final hicimos el transfer al cine en blanco y negro". El resultado es técnicamente irreprochable. Temporada de patos sorprende, divierte, y provoca entusiasmo por un cine mexicano en franca ruptura con la tontería y procacidad de los éxitos de moda.

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