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México D.F. Domingo 17 de octubre de 2004

José Agustín/ II y última

Helena llena

Helena sabía que su abuela tenía razón, pero la dominaba una pasión irresistible, así es que después de la fiesta de graduación llevó a Alberto silenciosamente a su casa, nada menos que a la choza en el sótano, el sitio de las ocasiones especiales de su abuela. Ahí le dio la bebida. Las Llamas de Tlázul hicieron su efecto, pero, sorprendentemente, con él todo fue distinto. Hice algo mal, pensó Helena, perpleja. Alberto más bien se había estupidizado; quería hablar y balbuceaba, la mente se le iba, pero, eso sí, su pene se había rigidizado visiblemente bajo el pantalón. Esto lo sorprendía aún más. El deseo lo incendiaba y veía a Helena como implorando ayuda, pero sin la noción de que podía hacerle el amor ahí mismo y acabar con sus pesares. Ella acabó desconcertándose también; Alberto experimentaba todos los ardores del deseo pero no se daba cuenta, estaba idiota y no sabía qué hacer. Ya no podía ni hablar y sólo qué, qué, qué, decía en momentos. Conforme se quedaba catatónico, como retrasado mental, su erección se endurecía más. Tlázul no lo había enloquecido, lo estupidizó. Qué horror. Helena estuvo a punto de irse, pero, fríamente, se decidió: ya armé todo esto y disgusté a mi abuela, así es que cuando menos lo acabo.

Se aproximó a Alberto, le acarició el rostro y lo vio fijamente con un aire un tanto conmiserativo, pero también tocó la verga que estiraba el pantalón. Alberto se aterrorizó, se había ido a una realidad de sueño que no entendía, quería huir, pero por una parte estaba contra la pared y por la otra las emanaciones de la dulce cercanía, el aliento y la mano de Helena lo intoxicaban; la respiración se le dificultó; la muchacha le había sacado el miembro y lo manipulaba suavemente, con curiosidad casi científica; le gustó la textura pero la sorprendía aún más que pudiera adquirir tal rigidez. Ciertamente era grande, grueso y palpitante, importante e impactante, pero sólo una verga más a fin de cuentas. Deslizó a Alberto hasta el suelo y lamió y chupó lentamente el pene, no sabía mal, salvo un lejano rastro de orina; lo introdujo en toda la boca, pasó la campanilla y llegó al fondo de la garganta sin ninguna molestia, incluso le pareció divertido que pudiera accionar los músculos interiores del cuello y oprimir el cilindro que friccionaba tan deliciosamente. Podía respirar sin problemas. Y oprimir con los labios la base del miembro. Con una gran calma quitó las ropas de Alberto, quien continuaba estupidizado, con los ojos abiertos al máximo y a la vez en medio de un placer exquisito y desquiciante. Helena no llevaba ropa interior así es que simplemente alzó la falda, como las juchitecas, se acomodó, frotó el pene contra la vulva humedecida, por encima de los labios interiores y en el clítoris; poco a poco se dejó caer en él, con cuidados porque le dolía a pesar de que estaba muy humedecida, en verdad es interesante esto del sexo, pensó cuando el dolor aumentaba; entonces se salió, respiró un par de veces profundamente, sintiendo la hormigueante ebullición de su propia vagina, y volvió a encajarse; el dolor amenguó y logró meter el pene en su totalidad. Un grito ahogado. Se quedó quieta, luces intensas en la pantalla de sus párpados, estoy viendo estrellitas, alcanzó a pensar; el dolor se volvió entumecimiento placentero y entonces se dio cuenta de que Alberto, casi ido, se contorsionaba arrítmica pero duramente contra ella. Tenía los ojos cerrados y la expresión de hallarse en un mundo a la vez delicioso y aterrorizante. Las acometidas llevaron a Helena a un placer en el que subyacía una extraña, pareja grisura, una niebla uniforme, informe y agradable, limbo en el que algo se aguardaba pero sin demasiadas expectaciones; si sucedía, muy bien, si no, ni modo. Helena ahora se movía instintivamente, pero aún el placer era subyacente y lo que imperaba era curiosidad. Ella supo que el placer era contenido por una densa y pareja grisura que la circundaba, una especie de membrana. En ese momento se dio cuenta de que Alberto llegaba al límite, se salió de él rápidamente y lo vio eyacular con toda la fuerza que la tensión había acumulado; derramó semen interminable que bañó el vientre, se deslizó y se mezcló con la sangre.

De pronto Alberto se desmayó, fue demasiado, perdió el conocimiento este tarugo, se dijo Helena fascinada con la expresión de placer, dolor, pasmo y terror; lo miraba fijamente, como si descifrara un acertijo. El pene seguía erecto, así es que volvió a sentarse en él. Con ánimo exploratorio se movió de arriba abajo lentamente. Qué poderosa y exquisita intrusión, esa fricción, el pene suave pero abriéndose paso con autoridad. Toda su vagina hormigueaba, al igual que el bajo vientre, y Helena pensó que sí, era placentero y algo inmenso había detrás de eso, un cielo más allá de ese limbo, pero no era para ella, parecía tan lejano que empeñarse en buscarlo sin duda no iba a ser lo más importante de su vida. Lo supo con claridad y lo aceptó serena, casi insensiblemente, aunque algo en el fondo le decía que eso era lo contrario de lo que debería hacer.

Se levantó. Alberto seguía inconsciente, con su cara de placentero terror. Pero el pene continuaba tan erecto que ella quiso volver a sentirlo, era una ventaja que él estuviera inconsciente, así podía experimentar sin problemas; después de todo, el pobre niño idiota y salvador de la patria resultó un cero a la izquierda. Ya se había alzado la falda y de nuevo sentía la desfalleciente opresión del miembro en ella. El pobre Alberto seguía inconsciente. Pero qué le puse a la Llamarada de Tlázul, pensó, mientras se removía encima de él, sacaba casi todo el pene y lo volvía a introducir, probaba a apretar y liberar los músculos vaginales para sentir aún más la dureza en ella; aceleró el ritmo y de nuevo se hallaba en esa niebla pareja que cubría todo; quería salir de ella, explotar, ser libre, claro, lo que correspondía en ese momento era venirse, tener un orgasmo, y se movió con todas sus fuerzas, entre quejidos de llanto inminente.

Se detuvo sin saber por qué, la respiración agitada. Sí, claro; no iba a poder. No se iba a venir esa vez, no tenía caso esforzarse tanto. Seguramente le iba a doler la vagina después. Se sentía rico, sí, era algo inenarrable, sí, de otro mundo; ahí detrasito estaba otra cosa, algo así como una explosión incesante de olas de luz: pero no le correspondió llegar, tocó la puerta y cuando ya se acercaban a abrirla ella de pronto se despeñó en un hoyo de oscuridad.

Seguía sentada sobre Alberto cuando la erección decreció con rapidez y una pequeña y blanda serpiente se resbaló fuera de ella. Helena abrió los ojos. El había recuperado la conciencia. La veía con odio y terror. šBruja, bruja asquerosa!, gritaba, fuera de sí, frenético. Ella tardó en entender. ƑQué me estás diciendo tú? šQue eres una bruja! šQué me hiciste! šBruja cochina, bruja maldita, maldita! Helena se llenó de tanta indignación que apenas se dio cuenta de que las largas uñas de los dedos índice, medio y anular de una de sus manos se hundían en el párpado superior del ojo derecho de Alberto, cuya parte inferior era hendida por el pulgar. Helena hundió los dedos con fuerza, los retiró después y extrajo el ojo sangrante del joven al que había otorgado su virginidad y que ahora aullaba para ahogar el dolor antes de salir corriendo. Pero los ojos de ella resplandecían. Ya tenía su talismán.

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