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E S P E C T A C U L O S
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México D.F. Viernes 15 de octubre de 2004

El grupo ruso comenzó el miércoles su serie de presentaciones en el Auditorio Nacional

El Ballet Bolshoi convirtió a Giselle en una danza celestial

La trouppe, conformada por primeras figuras, estuvo acompañada por la Orquesta del Teatro Bolshoi

PABLO ESPINOSA

Con la puesta en vida de Giselle, el Ballet Bolshoi materializó también una danza de los espíritus en niveles celestiales. El tableteo fulminante de las puntas de las bailarinas, el vuelo incesante de los bailarines, el romanticismo exacerbado, excelso, de una obra de repertorio mostrada en su naturaleza primigenia.

La noche del miércoles en el Auditorio Nacional, el nivel más elevado que existe hoy en día del arte baletístico lució en su máximo esplendor con una trouppe de lujo, conformada por primeras figuras de la actualidad, en su mayoría artistas eméritos rusos y para colmo de bondades por vez primera en México con música en vivo, a cargo de la mismísima Orquesta del Teatro Bolshoi, cuya mera presencia en el foso del Auditorio Nacional ya valía por sí misma el boleto entero.

Bajo la batuta de Pavel Klinichev, director adjunto de esa orquesta legendaria y con la sonorización estupenda del maestro mexicano Humberto Terán, el banquete de arte mayor que disfrutó una multitud intensa se coronó con las actuaciones concentradas en lo anímico, desempeño fenomenal en lo físico e intensidad creativa de un elenco formidable encabezado por la primma ballerina Nadezhda Gracheva en el papel central; Serge Filin en el doble rol del Conde Albrecht y el paisano Loys; el joven Alexander Pethukhov como Hilarión, y la magistral Maria Allash como la reina de las willis, esos seres etéreos que traspasan paredes oníricas.

Con las visitas anteriores de las grandes compañías balletísticas rusas que ha traido a México la organización civil Ars Tempo, el público local cuenta ya con referentes de comparación visibles y notorios.

Disfrutó así ese público del profundo trabajo actoral, en gesto y movimiento del cuerpo, que caracteriza al Ballet Bolshoi, ese modelo por antonomasia del arte de Terpsícore.

Así como el Ballet de Kiev hace algunos meses deslumbró en el mismo foro, el Auditorio Nacional, con rendimientos atléticos y una técnica perfecta, la naturaleza idiosincrática del Bolshoi elevó esos niveles de perfección hacia los confines del arte supremo: la expresión humana a través del músculo del alma.

Lo esencial, lo sutil, lo evanescente, esa trilogía básica que acuñó Carlota Grisi, la bailarina histórica para quien Teófilo Gautier escribió en 1841 el argumento de Giselle, con música de Adolphe Adam y coreografía de Jean Coralli y Jules Perrot, enfiló la línea dinástica que vimos anteanoche: las cimientes del ballet moderno y luego del ballet ruso.

La coreografía que trajo a México el Bolshoi tiene ese punto de partida, aumentado con los lineamientos que después de los fundadores añadió Marius Petipa y muy recientemente el maestro Vladimir Vasiliev, el coreógrafo empoderado del Bolshoi durante el periodo de Boris Yeltsin.

La invención de nuevas formas de movimiento que corresponden de manera coherente, untadas al carácter y sugestiones de la música, en lugar de adaptarles combinaciones de pasos académicos o de escuela, fue el crisol donde se realizó la alquimia de anteanoche.

Ballet para Binoculares y Orquesta

Danza y gesto. Apegados de manera magistral y por completo a la acción dramática, en tanto los grupos de danza no son solamente ornamentales sino que también se untan a la expresión que va del rostro al cuerpo.

Todos esos elementos, aumentados con el esplendor decantado durante ya 228 años, que son los que lleva de vida el Ballet Bolshoi, además por supuesto de la calidad estupefaciente de los bailarines, redondeó una jornada histórica.

Pero eso era visible cuando menos como un Ballet para Binoculares y Orquesta, pues las dimensiones colosales del Auditorio Nacional, de excelente isóptica y acústica pero apto más bien para eventos masivos y no precisamente para materiales tan delicados y sutiles como el ballet, generan un distanciamiento inevitable con los espectadores, ubicados lógicamente a demasiados metros de distancia como para apreciar el gesto del rostro y sus efectos en los cuerpos.

Con la ayuda de binoculares, en cambio, uno puede contar el número de músculos anudados en las espaldas tersas de las bailarinas, blancas como la nieve como dirían Los Clásicos (incluyendo al mismísimo Gogol y a Pushkin), capturar en pleno vuelo la destreza inenarrable de los bailarines, aprehender el gesto, digerir el drama, compenetrarse en ese universo de fascinación y fantasía, de apasionada emoción, todo el perol de sentimientos sublimados que aglutina, ata y pone en estallido esa obra maestra del romanticismo de todos los tiempos, el ballet Giselle.

Cuatro muchachas saltan como aguas danzarinas, sin perder jamás el eje vertical pero desparramando altura y líquidos emocionales y líquidos físicos: lágrimas invisibles y sudor salado y contundente.

Dos bailarines sueltan sus brazos como aspas, lanzan sus piernas como rehiletes, vuelan.

Mientras, una de las mejores orquestas del planeta, la Orquesta del Teatro Bolshoi, suelta en el foso descargas brutales de adrenalina en un coro corto de violonchelos que gritan, gimen, gruñen, lanzan un alarido descomunal y humano, profundamente humano: la muerte de Giselle, que yace tendida en el suelo, a unos cuantos metros del proscenio, rendido el músculo pero victoriosa su alma. Como mueren los ángeles.

La puesta en vida de Giselle con el Ballet Bolshoi la noche del miércoles en el Auditorio Nacional fue una experiencia única, una gesta sencillamente prodigiosa, una proeza artística simplemente fascinante.

Un regalo de los dioses.

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