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México D.F. Martes 5 de octubre de 2004 |
Discriminación: agravio vigente
El
trato que una sociedad otorga a sus integrantes más débiles
y desprotegidos suele ser una buena medida de humanidad o de sordidez.
Si hubiera que juzgarla por la manera en que se relaciona con sus menores
seropositivos, habría que concluir que nuestra colectividad es insensible
y degradada y, por lo que se refiere a este tema, lo es sin ninguna duda.
La Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH)
documentó la discriminación escolar y social contra niños
y adolescentes infectados de VIH en más de diez entidades de la
república. Las indignantes historias de niñas, niños
y jóvenes expulsados, por su condición de seropositivos,
de planteles de enseñanza básica y media -como la de la menor
Alejandra, de Ocozocuautla, Chiapas, que se retoma en estas páginas-,
son sólo un pequeño fragmento de un drama social cuya porción
mayoritaria permanece en la sombra; es una "cifra negra" porque, como señala
Ricardo Hernández Forcada, director del Programa VIH/sida de la
CNDH, "los padres muchas veces no denuncian los casos por miedo a la discriminación
que se hará de ellos y su familia".
La discriminación contra los menores seropositivos
es, en suma, un triple agravio: segrega a seres humanos en razón
de una enfermedad, afecta a los menos capaces de defenderse, que son los
niños, y actúa como un factor de intimidación que
reduce las posibilidades de la denuncia. La condición del seropositivo
es sumamente difícil de sobrellevar en los ámbitos clínico
y sicológico; esas circunstancias se agravan en forma significativa
si el afectado es un menor; si a ello se agrega el escarnio público
y la negación de servicios educativos, la situación vital
del afectado se vuelve prácticamente insostenible.
Es probable que estas prácticas discriminatorias
sean una de esas circunstancias en que es sumamente difícil encontrar
las fronteras entre la estupidez y la maldad. Posiblemente las autoridades
escolares que expulsan a los pequeños con sida o les niegan el ingreso
a los planteles estén sincera y tontamente convencidas de que esas
medidas son necesarias para evitar contagios. Si ello es cierto, la discriminación
referida no sólo ilustra la insensibilidad de los responsables,
sino también su colosal y alarmante ignorancia en materia de sexualidad.
Es pertinente, por ello, repetir lo obvio: no se puede contraer sida por
compartir un salón de clases, un pupitre o unos cuadernos con un
condiscípulo seropositivo ni por recitar con él las tablas
de multiplicar. El virus del VIH se transmite por actividades que involucren
el intercambio de fluidos corporales -como relaciones sexuales sin protección
y transfusiones sanguíneas, o bien por compartir jeringas con individuos
infectados- o en el vientre materno.
Las autoridades de salud y las instituciones educativas
-tanto federales como estatales- tienen un inocultable grado de responsabilidad
por no haber impedido las prácticas discriminatorias referidas y
por no haber realizado campañas de concientización entre
funcionarios, directores de escuela, maestros y padres de familia. Mas
debe admitirse que el fenómeno retrata también insensibilidad,
ignorancia y predisposición a actuar por prejuicio de amplios sectores
sociales. El agravio aquí comentado pone en tela de juicio a toda
una sociedad que se pretende moderna, plural, democrática y respetuosa
de los derechos humanos.
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