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P O L I T I C A
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México D.F. Domingo 3 de octubre de 2004

Armando Bartra*

De la crisis del autoritarismo a la crisis de la democracia

Necesitamos una reforma política. La necesitamos con urgencia. El sistema político mexicano fue diseñado para el "ogro filantrópico"; hecho para un autoritarismo dadivoso o mezquino, amable o represivo, pero siempre patriarcal. Aunque nuestras leyes e instituciones hayan nacido de insurgencias populares fueron pensadas para facilitarle el trabajo de gobernar al grupo vencedor. Así, el sistema político mexicano no funciona para el pluripartidismo, los gobiernos divididos, el equilibrio de poderes, la alternancia. El sistema político mexicano no está hecho para la democracia.

Y es que democracia es pluralidad; y la pluralidad demanda acuerdos. No vergonzantes arreglos rinconeros, sino negociaciones políticas de cara a la nación, sostenidas por sujetos con mandato popular, esto es: programáticamente comprometidos con sus seguidores y con sus electores.

En el año 2000 estuvimos cerca de un pacto político virtuoso cuando las oposiciones intentaron un acuerdo para ganarle al partido de Estado y construir juntas la democracia. No se logró. Y pese a que la elección fue plebiscitaria, a que la izquierda devino casi testimonial y a que la derecha panista comparte paradigma económico con la priísta, el hecho es que el presidente Vicente Fox no puede gobernar.

Pero si se terminó la "aplanadora" política, si se acabaron -por fortuna- las mayorías absolutas, si las fuerzas partidistas relevantes son, y presumiblemente seguirán siendo, grandes minorías; entonces, necesitamos un sistema político que para funcionar no requiera del "gran tlatoani", un sistema que favorezca los acuerdos.

Posiblemente fuera útil la separación entre jefe de Estado y jefe de gobierno, de modo que el segundo encarne la correlación de fuerzas y por tanto la gobernabilidad. Y si no queremos que para el tercer acto los actores políticos se desgañiten en teatro vacío, es imperiosa una reforma que suprima el despilfarro en promociones tipo detergente y obligue a realizar campañas propositivas que den sentido programático al voto y comprometan a los elegidos con el proyecto que los llevó al cargo.

Sin reformas de este corte la relación entre los actores políticos institucionales continuará siendo rijosa y en la lógica de suma cero. Pero ni siquiera una reforma así bastaría para salvar del naufragio a nuestra debutante pluralidad política. Porque si hasta hace un lustro estaba en crisis el autoritarismo, hoy lo que está en crisis es la democracia.

Descrédito que se origina en la visión mágica del Poder Ejecutivo y de la alternancia, según la cual cambiar de Presidente es cambiar de país, pues "papá gobierno" todo lo puede; y que se profundiza porque en el año 2001 el PRI salió de Los Pinos pero no de la Secretaría de Hacienda, de modo que los costos sociales de la conversión neoliberal se siguen acumulando. Así las cosas, en México -como en toda América Latina- hay cada vez más gente dispuesta a cambiar libertades por platos de lentejas. Porque sin un mínimo de justicia social no hay democracia política que valga y el modelo de desarrollo adoptado hace dos décadas sólo ofrece exclusión.

Pero -cuidado- no queramos ahora sustituir la magia de la "alternancia" por la magia del "cambio de paradigma". Sobre todo cuando sabemos que el país y el mundo están entrampados y que el viraje hacia un desarrollo incluyente es mudanza ardua, prolongada y sin efectos justicieros inmediatos. Vuelco estratégico y de alto grado de dificultad que no puede operarse sin anuencia social y amplia participación democrática.

Entonces, Ƒen qué quedamos?, Ƒla democracia va antes o va después de la justicia social? Yo pienso que va antes; antes y durante. Pero la democracia necesaria para restaurar la confianza ciudadana, reanimar la utopía y negociar una moratoria de satisfactores sociales mientras el cambio de rumbo rinde frutos, no se reduce a la pluralidad partidista, la competencia electoral y el equilibrio de poderes; no es una democracia puramente formal y por delegación, sino una nueva democracia; una democracia ampliada, directa, participativa.

No soy partidario de la comida rápida y el café instantáneo, ni tampoco creo en revoluciones exprés, emancipaciones súbitas y justicia social al minuto. Pienso, sí, que necesitamos una revolución. Pero no un asalto al poder que se agote en "tomar el Palacio de Invierno". Necesitamos una revolución lenta. Lenta pero terca, perseverante, duradera, profunda. Y para empezar necesitamos revolucionar la democracia.

Si algo nos enseñan los caracoles zapatistas es que para construir un mundo otro en condiciones hostiles, lo primero son las ganas colectivas, la "voluntad política" compartida. Porque en las Cañadas y los Altos el punto de arranque fue la entusiasta participación de todos en la edificación de la utopía. Una utopía en la resistencia y en la escasez, sin duda. Utopía pobre -como todas cuando se parte de la carencia y desigualdad extremas- pero autónoma, compartida, digna, libertaria. Y no es la magia de los "usos y costumbres" -viables únicamente en comunidades pequeñas- es la magia de la movilización social.

En todo el país, no nada más en Chiapas y en las comunidades indígenas, necesitamos impulsar nuevos modos de participación. Y no sólo acciones contestatarias, rijosas, macheteras, también y sobre todo modos originales de corresponsabilidad en la gestión social y en el ejercicio compartido del poder. Una democracia radicalizada que no se conforma con florecer en islas y a contracorriente, pues aspira a sustentar un Estado de puertas abiertas y un más justo y participativo orden nacional.

Esto demanda reformas que regulen la iniciativa popular, el plebiscito, el referéndum, la revocabilidad de los cargos de elección. Pero esto es únicamente la norma. En el fondo, de lo que se trata es de acabar con la histórica sumisión de la sociedad al Estado, en un país donde los revolucionarios en el poder crearon de arriba abajo a los gremios y donde todavía son muchos, demasiados, quienes lo esperan todo de "papa gobierno" y de la madrecita del Tepeyac. Verdadera revolución copernicana, sin la cual las reformas al sistema político resultarán inútiles y epidérmicas, sino es que impracticables.

Y esta democratización de la democracia -que propone el sociólogo portugués de Souza Santos- se está gestando ya en nuestro país. No tanto en los debates partidistas sobre la reforma del Estado -o en comparecencias como ésta- como en la multitudinaria, persistente y combativa movilización de obreros, campesinos, maestros y empleados que desde hace tres años resisten solidariamente las antipopulares y antinacionales "reformas estructurales" del presidente Fox, al tiempo que consensan e impulsan proyectos alternativos. Contingentes estructurados en la Unión Nacional de Trabajadores, en el Frente Sindical Mexicano, en el movimiento El campo no aguanta más, en la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación, y más recientemente en el Frente Sindical, Campesino, Popular y Social, que en los dos pasados años han llenado el Zócalo una docena de veces en multitudinarias manifestaciones que por lo general tienen réplicas en las principales ciudades del país.

Una izquierda social cada vez más embarnecida que, a costa de frentazos, está descubriendo que se puede obligar a los fanáticos del Consenso de Washington a que pacten reformas justicieras -como el Acuerdo Nacional para el Campo o la ley Cocopa- pero no se les puede forzar a que cumplan lo pactado. Y así como las "insurgencias populares" de los años 80 devinieron insurgencia cívica y voto cardenista cuando concluyeron que las movilizaciones no bastaban para enderezar el rumbo del país y que la disputa por la nación debía darse en otro terreno, así los amplios frentes gremiales en resistencia forjados recientemente están comenzando a radicalizar y "politizar" su discurso.

Porque si hace cinco años estaba claro para la mayoría que el sistema priísta no podía impulsar la gran mudanza nacional, hoy es evidente para casi todos que el cambio justiciero tampoco puede llegar por la derecha. Entonces, la conclusión es clara: la transición que necesitan con urgencia las mayorías trabajadoras, lo que queda de la clase media y buena parte de los empresarios, sólo puede avanzar mediante un gobierno de izquierda. Un gobierno que no puede ser de un partido sino de una extensa e incluyente coalición social. Un gobierno que sólo será viable si promueve y organiza la participación ciudadana. Un gobierno que deberá impulsar reformas fundamentales, entre ellas, la reforma política mencionada al comienzo.

Un gran viraje histórico se está gestando en la potencial convergencia del movimiento social y el activismo político, de la izquierda gremial y la izquierda partidista. Un vuelco progresista que espanta a los sectores más retardatarios y es el motivo verdadero de la histérica campaña contra el "populismo".

Y que está detrás, también, de las torpes y descaradas maniobras del PAN-gobierno por sacar de la jugada electoral al jefe de Gobierno de la ciudad de México, Andrés Manuel López Obrador. Un político atípico y emblemático de los nuevos tiempos, pues siendo de izquierda resulta "peligroso", no tanto porque los mexicanos rasos secunden sus críticas al gobierno, como porque aplauden su modo de gobernar.

* Ponencia en foro Gobernabilidad democrática, Ƒqué reforma?, organizado por la Cámara de Diputados

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