La Jornada Semanal,   domingo 5 de septiembre  de 2004        núm. 496


JAVIER SICILIA

EL SABOR DE LA ASCESIS

Gracias al excesivo acento que la espiritualidad del siglo xix puso en el sentimiento culpabilizador frente a la muerte de Cristo, la ascesis dejó de percibirse como un acto liberador para convertirse en penitencia. Se ayunaba, se abstenía, se llevaban cilicios, etcétera, como una forma de expiación por los pecados que tanto habían hecho sufrir al corazón de Cristo. Este acento culpabilizador y penitencial, que negaba al mundo y su goces, llevó hacia la segunda mitad del siglo xx a mirar la ascesis con desdén. Frente a la culpa y el dolorismo penitencial, la exaltación de los goces hasta el extremo de hacer del dolor -véanse las liposucciones, las dietas salvajes, las cirugías plásticas, las perforaciones para colgajos en cejas, narices, lenguas, ombligos- una forma del hedonismo. Esos extremos, que se tocan, son siempre formas de la desmesura.

Sin embargo, la ascesis, cuyo significado es ejercicio, está muy lejos de estas prácticas corruptas. Una frase de los Padres de la Iglesia me viene a la mente cuando contemplo estas desmesuras: "La corrupción de lo mejor es lo peor." En este sentido, las formas penitenciales que adquirió la ascesis en el siglo xix y la manera en que el siglo xx respondió a ellas, son corrupciones de la ascética cuyo objeto es liberar, hacer que el hombre descubra su proporción dentro de un mundo proporcionado o, en otras palabra, hacerlo libre -es decir, poseedor de la mayor responsabilidad- en el orden de una naturaleza limitada.

La ascesis, por lo tanto, no es castigo; tampoco placer, sino ejercicio del cuerpo en el espíritu para que el hombre encuentre su proporción en el mundo. Así, cuando un verdadero asceta ayuna, busca saber qué es el hambre y el misterio del alimento, para, al volver a descubrir su condición sagrada, que compromete siempre la vida de otros seres, allegarse a él con mesura. Cuando se abstiene sexualmente, explora el eros y sus poderes; el misterio de la procreación y los vínculos con el otro; su responsabilidad en el acto más bello y profundo que hay en el encuentro de dos alteridades. Cuando practica la pobreza y el trabajo con sus manos encuentra las relaciones profundas que existen entre lo que la boca pide y la mano puede dar, y descubre las desmesuras y esclavitudes de un mundo instrumentalizado.

Desde esta perspectiva, la ascesis se presenta como una manera de purificar los deseos más legítimos. San Juan de la Cruz compara este proceso al limpiado de una ventana cuya suciedad, que son las apetencias en su forma desordenada, no dejan pasar la luz: el amor, la mesura de Jesús, que es la sustancia de la que el hombre está hecho. Así, la verdadera ascesis nos devuelve a nuestra condición de hombres, es decir, a esa condición que teníamos en el Paraíso, antes de erigiéramos nuestro yo y sus apetencias en la medida del todo. A través de ella, las palabras mérito, premio, ventaja, honor, provecho, interés -formas degradadas de las ascéticas de la penitencia y del hedonismo contemporáneo- se desangran y se volatilizan y sólo queda el hombre en un perfecto equilibrio con el Cosmos. Quizá la palabra central de la experiencia última de la ascesis sea "la pureza de corazón", esa transparencia del órgano del amor, que nos permite ver la relación de las cosas y de uno mismo con el Todo, su justo equilibrio. No es un camino para perder el yo y el nombre, como lo pretendería una mirada dualista, para la cual el mundo es desdeñable, sino revelación del justo sitio que tenemos en ese mundo. Lección de moral que nos abre a la experiencia mística, la ascética nos enfrenta al misterio sagrado del más allá en el aquí y nos revela la vanidad destructiva de nuestras desmesuras, cuya presencia es la iniquidad.

Tal vez, la ascética que un mundo poblado de artefactos, de realidades virtuales, de deseos incontrolados y de consumo sin límite, como el que hoy vivimos, necesita, sea el de una custodia de los sentidos: renunciar por épocas al automóvil, a la televisión, a la radio, al periódico, al consumo de los supermercados y de las tiendas comerciales, y al espacio abstracto de las interconexiones en donde Illich veía la nueva seducción de los ojos vacíos de la Gorgona, para volver a recuperar el sentido de lo real, el maravilloso rostro del prójimo y la proporción que sólo deriva en una vida buena.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez y levantar las acusaciones a los miembros del Frente Cívico Pro Defensa del Casino de la Selva.