La Jornada Semanal,   domingo 5 de septiembre  de 2004        núm. 496
 

Una visita de caridad

Eudora Welty

La mañana era muy fría y soleada. Una joven de catorce años descendió del autobús frente a la casa hogar para ancianas, a las afueras de la ciudad con una maceta entre las manos. Llevaba un abrigo rojo y sus cabellos rubios y lacios asomaban por una gorra blanca terminada en pico que todas llevaban ese año. Se detuvo por un momento junto a uno de los arbustos espinosos con los que el gobierno de la ciudad había adornado el asilo, y después se dirigió lentamente hacia el edificio de ladrillos encalados que reflejaba la luz del sol invernal como un enorme bloque de hielo. Subió los escalones, cambió la maceta de una mano a otra, la descansó en el piso, se quitó los guantes y abrió la pesada puerta.

"Soy una joven exploradora... y tengo que visitar a alguna viejita", le dijo a la enfermera del escritorio, una mujer vestida de blanco que parecía tener frío. Llevaba el cabello muy corto, pero con el copete elevado como ola. Lo que Marian, la joven, no le dijo es que con la visita obtendría un punto extra.

"ƑConoces a alguna de nuestras residentes?", preguntó la enfermera, levantando una ceja y con voz de hombre.

"ƑA alguna de las viejitas? No, pero no importa, cualquiera me sirve", balbuceó Marian. Con la mano libre se acomodó el cabello detrás de la oreja, como cuando estudiaba ciencias naturales.

La enfermera encogió los hombros y se puso de pie. "Qué bonita multiflora cineraria llevas ahí", le dijo, mientras recorrían el pasillo de puertas cerradas para elegir a alguna anciana.

El piso de linóleo estaba flojo y abultado. Marian tenía la sensación de caminar sobre las olas del mar, pero la enfermera ni lo notaba. El pasillo olía al interior de un reloj. Todo estaba en silencio, hasta que detrás de una de las puertas, una viejita aclaró su garganta, balando como borrego. Esto decidió a la enfermera. Se detuvo, extendió su brazo, dobló el codo y se inclinó hacia delante; todo eso para examinar su reloj. Acto seguido, tocó dos veces en la puerta.

"Hay dos en cada habitación", dijo mirando sobre su hombro.

"ƑDos qué?", preguntó Marian sin pensar. El balido de borrego casi la orilla a salir corriendo.

Una anciana abrió la puerta a pequeños jalones y, al ver a la enfermera, una sonrisa extraña torció su rostro peligrosamente. El fuerte e impaciente brazo de la enfermera propulsó a Marian dentro del cuarto y ésta descubrió el perfil de otra mujer, más anciana aún, postrada en la cama con una gorrita y la colcha hasta la barbilla.

"Tienen una visita", dijo la enfermera, y después de un segundo empujón desapareció por el pasillo.

Marian se quedó muda, apretando su maceta entre las dos manos. La anciana, con la misma terrible y congelada sonrisa -de bienvenida- en el rostro huesudo, esperaba... y quizá dijo algo. La anciana en la cama no pronunció una sola palabra ni volteó la cabeza.

Repentinamente, una mano veloz como la garra de un ave le arrancó la gorra de la cabeza a Marian. Al mismo tiempo, otra garra similar la arrastró al centro de la habitación y la puerta se cerró detrás de ella.

"Vaya, vaya, vaya", dijo la mujer a su lado.

Marian estaba atrapada entre una cama, el lavabo y una silla. Demasiados muebles para un espacio tan pequeño y todo desprendía un olor húmedo, incluso el piso. Se apoyó en el respaldo de la silla, que era de mimbre y se sentía suave y mojado. Su corazón latía cada vez más despacio, y tenía las manos heladas. No sabía si las mujeres estaba hablando. Ni siquiera las veía con claridad, šque oscuridad! Las persianas y la única puerta, cerradas. Marian miró al techo... era como estar atrapada en una cueva de ladrones, justo antes de ser asesinada.

"ƑEstás aquí para ser nuestra niñita un rato?", preguntó el primer ladrón.

Marian sintió que le arrebataban algo: la maceta con flores.

"šFlores!", exclamó la anciana, mientras sostenía la maceta de manera indecisa. "Flores bonitas", añadió.

Entonces, la mujer de la cama aclaró su garganta y habló. "Nada bonitas", dijo sin voltear, pero con enorme claridad.

Marian se sentó. "Flores bonitas", insistió la primera anciana. "Qué bonitas, qué bonitas..."

Marian sintió deseos de recuperar la maceta por un momento -se le había olvidado ver las flores antes de regalarlas. ƑCómo eran?

"Hierbas apestosas", dijo la otra mujer bruscamente, con su copete blanco y abundante y un par de ojos enrojecidos, de borrego, fijados en Marian. Lo brumoso se adueñó de su garganta de nuevo y baló: "ƑQuién eres?"

Marian se sorprendió al darse cuenta que no recordaba su propio nombre. "Soy una chica exploradora", dijo finalmente.

"Ciudado con los microbios", la anciana borrego dijo al aire.

"El mes pasado nos visitó uno", añadió la otra.

"ƑUn borrego o un microbio?, preguntó Marian distraídamente y anclada a la silla.

"šClaro que no!", exclamó la otra anciana.

"šClaro que sí! Nos leyó la Biblia y nos encantó", aulló la primera.

"ƑA quién le encantó?", dijo la mujer de la cama.

"A las dos", insistió la otra. "A ti te encantó y a mí me encantó."

"Nos encantó a todas", dijo Marian, sin darse cuenta.

La primera vieja logró poner la maceta en lo alto del ropero, donde casi no se veía. Marian se preguntaba cómo lo había logrado.

"No le hagas caso a la vieja Addie, hoy anda de achacosa".

"ƑTe podrías callar la boca?", le contestó. "No estoy achacosa. Eres una embustera."

"No me puedo quedar mucho tiempo, de veras que no puedo", dijo Marian repentinamente.

Miró el piso mojado y pensó que si vomitaba, dejarían que se fuera.

Con muchos humos, la primera anciana se sentó en una mecedora -un mueble más- y comenzó a balancearse mientras acariciaba con los dedos un camafeo bastante sucio que le colgaba del cuello.

Ƒ"Y qué es lo que haces en la escuela?", preguntó.

"No sé", respondió Marian, intentando pensar en algo, sin lograrlo.

"Ay, pero las flores son hermosas", susurró la vieja meciéndose cada vez con mayor ímpetu. Marian no entendía como podía hacerlo a esa velocidad.

"Horribles", dijo la mujer de la cama.

"Si les traemos flores...", dijo Marian. Y se detuvo repentinamente, a punto de revelarles que llevar flores a las viejitas de la casa hogar da un punto extra y si además les leen la Biblia, cuenta doble. Pero la anciana no escuchaba. Se mecía y miraba a la otra mujer que le devolvía la mirada desde la cama.

"La pobre Addie tiene achaques. Tiene que tomar su medicina, ves?", dijo apuntando un dedo calloso a la fila de botellas sobre la mesa y meciéndose a tal velocidad que las pantuflas se desprendían del piso como si fueran las de un niño.

"No estoy peor que tú", dijo la mujer desde la cama.

"šClaro que sí!"

"Lo que pasa es que soy más sensata que tú, eso es todo", le contestó.

"Cuando ustedes vienen, ella dice todo al revés", dijo la primera anciana con un sentido de intimidad repentino. Detuvo la mecedora, aterrizando limpiamente con los pies y se inclinó hacia Marian. La tocó con su mano de hoja de petunia, agazapada y ligeramente pegajosa.

"Te quieres callar", aulló la otra.

Marian se tensó hacia atrás en la silla.

"Cuando yo era chiquita como tú, iba a la escuela y todo", dijo con el mismo tono de intimidad amenazante. "Pero no aquí, en otra ciudad..."

"šA callar"!, dijo la mujer enferma. "Tú jamás fuiste a la escuela. Nunca fuiste ni veniste. Nunca has ido a ningún sitio -sólo has estado aquí. šNi siquiera has nacido! No sabes nada. Tienes la cabeza hueca, tus manos y tu corazón y tu bolsa negra y mugrosa están todas vacías. Hasta esa cajita llegó vacía -tú me la enseñaste. šY no paras de hablar, hablar, hablar, hablas tanto que a veces pienso que voy a enloquecer! ƑQuién eres? Eres una extraña, una perfecta desconocida. ƑNo sabes que eres una desconocida? ƑSerá posible que le hagan esto a alguien?, enviarle a una extraña que habla, se mece sin parar y sólo dice disparates? ƑDe verdad creen que podré soportarlo, día tras día, noche tras noche, compartiendo la misma habitación con esta cosa terrible de mujer, para siempre?"

Marian vio cómo los ojos de la mujer brillaban más intensamente, centrándola, encajados en su rostro calculador y desesperado. De pronto, sus delgadísimos labios se abrieron, mostrando un semicírculo de dentadura postiza y encías rancias.

"Ven acá que te quiero decir algo", murmuró. "šQue vengas te digo!"

Marian temblaba y, por un instante, su corazón precticamente dejó de latir.

"Ya Addie, ya", balbuceó la otra. "No estás siendo amable. ƑQuieres saber lo que realmente le sucede?" Ella también miraba a la joven a través de un párpado muy caído.

"ƑLo que le sucede?", repitió estupidamente Marian. "Sí?"

"!Que está como loca porque hoy es su cumpleaños!", cacareó con satisfacción, como si hubiera resuelto su propio acertijo y comenzó a mecerse de nuevo.

"šClaro que no, claro que no!", protestó la otra. "šNo es mi cumpleaños, nadie sabe cuándo es, más que yo, y por favor cállate o me vas a volver loca!" Con voz tenue y sombría dijo a Marian: "Cuando las cosas se ponen feas, toco la campanita, y viene la enfermera." Una de sus manos, delgadísima y cubierta de enormes pecas negras, surgió entre las sábanas. Con un dedo tembloroso señaló la campana sobre la mesa.

"ƑCuántos años tiene?", murmuró Marion, mirándola con una enorme claridad y desde todos los ángulos, como sucede en los sueños. Le intrigaba. Por un momento sintió que no había nada más en el mundo sobre qué preguntar. Era la primera vez que le sucedía algo así.

"šPues no te lo diré!"

El viejo rostro, sobre el que Marian se inclinaba, comenzó a fruncirse lentamente y a lloriquear con balidos de borrego recién nacido. Marian se acercó aún más; su rubia cabellera caía frente a ella.

"šEstá llorando!", dijo, mientras volteaba su rostro iluminado y enrojecido hacia la otra mujer.

"Así es ella", contestó con resentimiento.

Marian se acercó a la puerta, pero la garra intentó lanzarse sobre su cabello por segunda vez. Marian se puso la gorra velozmente.

"Vaya, esta sí que fue una autentica visita", dijo la anciana mientras perseguía a Marian por el pasillo. La pescó por la espalda con sus dedos afilados y con un aullido agudísimo y dramatizado preguntó: "Ay niñita, Ƒno tendrás alguna monedita para esta anciana que no tiene nada? No tenemos nada en el mundo, nada, ni dinero para un dulce, šnada! Ándale, dame una monedita."

Marian luchó con violencia para liberarse de las garras y corrió por el pasillo sin mirar a la enfermera, quien leía Field and Stream en su escritorio.

Traducción de Lucinda Gutiérrez