La Jornada Semanal,   domingo 5 de septiembre  de 2004        núm. 496
 

El amante

Elizabeth Bowen

Herbert Pilkington tocó el timbre y, retrocediendo unos pasos, alzó la vista para contemplar la fachada de la casa. Bajo el brillante sol poniente, todo lucía arreglado y pacífico; después de todo, Cicely no se había equivocado al casarse con Richard Evans. Herbert se congratuló de haber previsto todo desde un principio y de promoverlo con tacto y comprensión. Por supuesto que había sido difícil salir de la pobre Cicely... De pronto, la pequeña y nerviosa sirvienta de Cicely abrió la puerta, se replegó contra el muro del pasillo para que él pudiera pasar, y logró, súbitamente, colarse por debajo de su brazo para llegar antes que él a la puerta del estudio y abrirla de par en par.

Richard y Cicely, sentados en los extremos opuestos del sofá, parecían muy conscientes. Cicely llevaba una blusa rosa; se veía más hermosa de lo que Herbert se habría imaginado; tenía la cabeza curiosamente esponjada. De los muros blancos, oscurecidos por la luz ocre de las persianas cerradas, colgaban las acuarelas italianas de Richard y otros recuerdos pictóricos de la luna de miel; había un fuerte olor a barniz, y a Herbert le pareció que el estudio estaba más vacío de lo que debería estar. Las sillas y los sofás estaban arrinconados y faltaban adornos; había algo sobrecogedor e incisivo con respecto a la habitación, lo mismo que en Cicely y Richard. Pobre Mamá y Querido Papá se miraban con aprensión desde muros opuestos; incluso el tictac del reloj apenas si era regular.

Ellos siempre daban una cálida bienvenida. Cicely fue muy efusiva y el alargado Richard Evans se levantó y estuvo frente al fuego, pateando encantado la pantalla de la chimenea.

-šEl té ! -ordenó Cicely a través de la rendija de la puerta, exactamente como lo había hecho en el Número 17 y en New House, durante los pocos meses de su reinado ahí.

-Hace calor -dijo Herbert, sentándose con cuidado.

-Richard tiene calor -dijo Cicely orgullosa-; estuvo cortando el pasto.

-ƑEn casa tan temprano?

-Pues, sí. Uno debe descansar un poco en este clima.

-Flojo -dijo Herbert bromeando.

-šEstar sin compromisos le sienta bien a Herbert! -exclamó Cicely, dándole una palmada en la rodilla. (Ella nunca se había tomado estas libertades en el Número 17.)-. ƑNo te sientes estupendamente bien, Herbert? ƑVerdad que no se parece a nada de lo que habías sentido antes?

Herbert pasó el dedo por el cuello de su camisa y sonrió, con la que Doris llamaba su sonrisa burlona.

-Sólo faltan tres semanas -agregó Richard-. ƑY cómo va el ajuar?

-ƑMi ajuar?

-šJa, ja! El de ella, por supuesto. Esas costureras te tienen en sus manos, querido Herbert. Si deciden que las cosas no estén listas a tiempo, ella sería capaz de posponerlo todo.

Herbert no se alarmó. -šOh, sí se van a apurar -dijo tranquilo-. Yo me estoy encargando de que les convenga. Dios mío, Cicely, ella sí que sabe cómo vestirse.

-Es ropa bellísima. Tiene suerte, Ƒverdad, Richard?

Herbert irradiaba satisfacción. -Ella se merece todo -dijo.

-Yo creo que cada día está más guapa.

-La felicidad nos hace mucho bien a todos -dijo Herbert con galantería.

-A propósito -dijo Cicely, haciendo un guiño a Richard (una habilidad que él debió haberle enseñado)-, revisa con cuidado la habitación, Herbert, a ver si ves a alguien que conozcas.

Herbert, sentado en el sofá en el lugar de Richard, con las manos en los bolsillos y las piernas estiradas, volteó la cabeza hasta donde el cuello de su camisa se lo permitía e inspeccionó detalladamente la chimenea, el estante, la tapa del piano. -Ahí también se ve muy bien -dijo, arqueando la espalda para ver mejor, y dejándose caer con un gruñido de alivio. Había visto lo que esperaba, el retrato de su amada mirándolo con recato en medio de dos jarrones mal proporcionados-. ƑDónde lo conseguiste, Cicely?

-Ella misma lo trajo anteayer. Llegó justo antes de la cena; yo no estaba, pero se quedó platicando con Richard un buen rato. šOh, Richard, mira cómo enrojece Herbert de celos ! -Herbert, que nunca cambiaba de color excepto después de comer, o por algún esfuerzo violento, brillaba de satisfacción-. No importa, Herbert -dijo Cicely-, yo también estoy celosa.

A Herbert con frecuencia le irritaba la manera en que Richard y Cicely se miraban entre sí a través de él. No le gustaba sentirse excluido. Pero claro, él y Doris también podrían verse entre sí a través de la gente cuando ellos estuvieran casados.

-Tráela, Richard -dijo Cicely, señalando con la cabeza-. Quiero verla otra vez.

Trajeron el té, no sin ruido, pero con bastante discreción. El hermano y la hermana miraban la fotografía. Herbert se recargó encantado, sonriendo con sosegado orgullo. Cicely se inclinó hacia adelante, en un vehemente y minucioso escrutinio. Parecía estar buscando en ella algo que no podía encontrar.

Una joven con el cabello simétricamente esponjado les devolvía el saludo con una ligera intensidad bovina, desde un marco de plata. Sus labios se arqueaban con una sonrisa indulgente -tal vez el fotógrafo había sido un hombre gracioso-, un hilo de perlas rodeaba estrechamente un cuello largo y amplio.

-Le puso un marco muy hermoso -dijo Herbert-. Yo le dije cuando nos comprometimos: "Cuando sea necesario hacer un regalo, nunca escatimes en él". Yo pienso que eso es indiscutible. "Por supuesto que no estoy de acuerdo en regalar indiscriminadamente", le dije, pero cuando sean necesarios, que sean hermosos. "Es agradable recibir buenos regalos, y hacerlos causa siempre una buena impresión."

Cicely parecía culpable; Richard habia insistido en consignar al rincón más oscuro del estudio el cubo para carbón que Herbert les había regalado.

-Doris siempre me entiende a la perfección -continuó Herbert, examinando el marco para ver si todavía tenía el precio por atrás-. Creo que jamás será necesario que le diga las cosas dos veces. Incluso cuando expreso alguna opinión, ella siempre la recuerda. Es extraordinario.

-Extraordinario -repitió Richard. Su voz tenía con frecuencia un tono irónico; al principio, esto había prejuiciado a Herbert en su contra, le parecía un tipo más bien desagradable, pero ahora sabía que no significaba nada. Aunque Richard no era un tipo vistoso, era, realmente, una buena persona.

Cicely, un poco rosa (o tal vez era tan sólo el reflejo de su blusa), acercó la mesa del té y comenzó a servir. Se hizo un breve silencio mientras Richard regresaba la fotografía a su lugar; se escucharon un par de moscones zumbando contra el techo.

Richard cortó en rebanadas tres cuartos de un pastel recién hecho, puso el plato de Herbert sobre el brazo del sillón más cercano a él, invitándolo, y se sentó sobre el banco del piano. Levantando los pies, comenzó a girar con desidia, hasta que Cicely le pasó su taza de té, la cual se bebió de tres o cuatro tragos, la dejó, y permaneció expectante, observando a su cuñado.

-El matrimonio es algo maravilloso -dijo Herbert casualmente, volviendo a cruzar las piernas-. Miren lo bien que están ustedes dos ahora. Todo ha sido de lo más afortunado.

Hasta este momento, Cicely no sabía si Herbert realmente los aprobaba.

-Las personas más sorprendentes -continuó- triunfan en el matrimonio. Por supuesto que la gente tiene distintas opiniones acerca de lo que es el bienestar; no todo el mundo lo entiende, por eso hay matrimonios infelices.

-Pero finalmente las personas correctas siempre se encuentran -dijo Cicely soñadora-. De alguna manera, tú lo sentiste cuando conociste a Doris Ƒno, Herbert?

-Las mujeres tienen estas fantasías -Herbert era muy indulgente con ellas-. Doris me confesó que nuestro primer encuentro la impresionó profundamente. A mi no me causó ninguna impresión. Pero Doris es una verdadera mujer.

-ƑQué es una verdadera mujer? -preguntó Richard repentinamente. Herbert pensó que debería ser muy incómodo vivir con una persona que hacía este tipo de preguntas más bien tontas y desconcertantes. Supuso que Cicely ya estaba acostumbrada a su estilo. Cicely, sentada, agitaba su taza de té y sonreía con fatuidad a su marido.

Después de considerarlo, Herbert decidió dejar ligeramente de lado la pregunta. -Creo que todos sabemos -dijo-, cuando la hemos encontrado.

Deseó que fuera Doris, y no Cicely, quien estuviera sentada a su lado; la hubiera mirado de reojo y ella se hubiera sentido muy complacida. Pero así las cosas, miró el pan y la mantequilla que estaban sobre la mesa y Richard, de un salto, le ofreció un poco más.

-Sí, pero Ƒen qué consiste? -preguntó Richard exaltado, olvidando regresar el plato. Herbert guardó silencio; le pareció una falta de tacto.

-ƑSensibilidad? -sugirió Cicely.

-Infinita sensibilidad -dijo Richard- y paciencia.

-Testarudez -agregó Cicely.

-Inconsistencia -rectificó Richard.

-Oh no. Testarudez, Richard, y una voluntad débil.

Herbert miró a uno y a otro, suponiendo que jugaban algún juego.

-También es infinitamente adaptable -dijo Richard.

-La pobre tiene que serlo -dijo Cicely (esto no se oía bien en ella).

-Por Dios, Cicely -interrumpió Herbert, parpadeando-, Ƒasí que tú piensas que a las mujeres hay que compadecerlas?

Cicely abrió la boca y la volvió a cerrar. Entrelazó sus manos.

-Eso no habla bien de Richard -dijo Herbert bromeando-. Doris estaría muy divertida. Supongo que a ella también hay que compadecerla Ƒno es cierto?

-Oh no, Herbert -exclamó Cicely rápidamente.

-No parece infeliz. De hecho, creo que hay muy pocas jóvenes por las que Doris se cambiaría en este momento. Y creo que estás equivocado, querido Richard; considero que la mujer, si se le enseña, puede ser muy consistente -y se le puede enseñar fácilmente. Por supuesto que es más sencilla e infantil que nosotros. Su manera de ver la vida es más simple; muy rara vez se encuentra en una situación en la que deba pensar por sí misma. Nunca necesita dar órdenes -excepto, claro, a la servidumbre, pero aun ahí, ella está respaldada por la autoridad de su marido. Todas las mujeres desean casarse.

Richard y Cicely escuchaban respetuosamente.

-A una verdadera mujer -continuó Herbert, entusiasmado con el tema- le gusta ser dependiente.

-Pero no debe depender demasiado, Ƒverdad? -preguntó Cicely.

-No sólo depende de su esposo sino también, aunque en menor medida, de su hogar, y -tosió ligeramente- de sus hijos. Su esfera de acción.

-Es su hogar -dijo Richard rápidamente-. Pero, Ƒsuponiendo que no tenga un hogar?

-Hoy en día, una mujer puede esperar obtener un hogar, por vía del matrimonio, hasta una edad bastante avanzada. Y si no pudiera, debe buscar un empleo. Siempre es posible para una mujer soltera ser útil, si así lo desea y -considerándolo cuidadosamente- si es inteligente.

-ƑTe gustan las mujeres inteligentes? -preguntó Cicely ansiosa.

-Depende -dijo Herbert con cautela. Odiaba a Cicely cuando se ponía caprichosa; se volvía grotesca como una solterona; aunque ahora que ya estaba casada, un cierto retozo maternal no le sentaba mal-. Doris es inteligente, inteligente y ecuánime -recordando con resentimiento lo incómodo que a veces Cicely lo había hecho sentir, levantó un poco la voz-. No es caprichosa. Sus gustos son sencillos. Siempre es muy inteligente y ecuánime.

-O sea que ustedes dos realmente se entienden muy bien -resumió Richard, dando vueltas en el banco-. Todo lo que una mujer necesita es aprecio. La felicito.

-Sí -dijo Herbert simplemente-. Aunque deberías felicitarme a mí -es más común, creo. Pero ya hemos dejado atrás todo eso; šDios mío, cuántas cartas tuvimos que responder! Y ahora debemos agradecer los regalos. Esta mañana llegaron un par de jarrones y un tintero muy elegante. šY en tres semanas más estaremos en Folkstone!...

Su hermana y su cuñado estaban tan callados que pensó que se habían quedado dormidos. Eran una pareja excéntrica; parecía que el matrimonio los había vuelto estúpidos. Richard permanecía sentado, mordiendo su bigote y mirando a Cicely, quien, con la cabeza inclinada, alisaba, ausente, las arrugas del mantel. Casi se podría decir que estaban esperando a que se fuera. Era curioso lo poco que conocía a Cicely, a pesar de ser su hermana. Él sabía que en las noches Richard y ella leían poesía juntos, y muy probablemente se besaban; a través de las puertas plegadizas, se podía escuchar cómo servían la cena fría en el comedor. ƑCómo podía él sospechar que algo dentro de ella había estado clamando, durante toda su vida, por estas tardes ridículas? Parecía contenta cuando cosía junto a la lámpara mientras él fumaba y leía el periódico y Pobre Mamá dormitaba.

Sentir pena por ellos era desperdiciar la compasión; alejó su pensamiento de sus relaciones anémicas para repasar el amplio horizonte de felicidad tapizado por Doris. Se podría incluso decir que Doris era el tapiz. Herbert, sintiendo crecer su corazón, podría haber escrito un testimonio a todos los mercaderes del Romance. Habiéndole dado al amor una oportunidad, lo había encontrado excelente, y estaba listo para recomendarlo personalmente, casi a garantizarlo. Esa tarde, su querida Doris lo estaría esperando; recatada, obediente, decentemente gozosa; la visitaría en su casa. Compartió su intención con Richard y Cicely, quienes se pusieron de pie con una vaga y mal disimulada angustia. Herbert no había mencionado nada acerca de marcharse, pero ya que así lo habían entendido -bueno, eran bastante aburridos; ya había estado ahí lo suficiente.

Lo acompañaron a la puerta y permanecieron juntos bajo la acacia, observándolo mientras se alejaba por la calle. El brazo de Richard rodeó los hombros de Cicely. -šEsto es, ah Dios, el amor! -citó.

Y Herbert los había olvidado antes de llegar a la esquina.

Traducción de Helena Guardia