La Jornada Semanal,   domingo 5 de septiembre  de 2004        núm. 496

"Todos mis libros son experimentos"
entrevista con César Aira
Carlos Alfieri

Si se intenta indagar en la literatura argentina del último cuarto de siglo resultará inevitable el encuentro con César Aira, como fatal será el reconocimiento de su genuina originalidad. Poseedor de una imaginación delirante, inventor de artefactos literarios capaces de engendrar una infinita extrañeza, desestructurador de todos los modelos y de todas las certezas narrativas, Aira se especializa en mezclar los más disímiles materiales estéticos, en entrecruzar los más inesperados planos de significación sin entregarse nunca al goce instantáneo del pastiche. Por el contrario, sus obras discurren por los caminos más libres, toman los atajos más disparatados, parecen derrumbarse en el momento en que reanudan más decididamente su marcha, pero siempre se intuyen conducidas por una especie de canon secreto que las mantiene en el foco de una luminosa inteligencia.

Aunque irreverente e implacable en sus preferencias y odios literarios, éstos no surgen de la arbitrariedad; como todas las opiniones, las suyas son refutables, pero no se puede dejar de admitir que no brotan de filias y fobias caprichosas sino del estudio penetrante y lúcido de los textos, penetración y lucidez que se pueden admirar, por ejemplo, en su ensayo Alejandra Pizarnik (1998).

Enumerar la lista completa de las novelas publicadas por este escritor nacido en 1949 en el pueblo de Coronel Pringles, en el suroeste de la provincia de Buenos Aires, sería fatigoso. Tal vez baste con mencionar algunas: Ema, la cautiva (1981), Una novela china (1987), El bautismo (1991), La liebre (1991), La guerra de los gimnasios (1992), Cómo me hice monja (1993), Las curas milagrosas del doctor Aria (1998), La mendiga (1998), El congreso de literatura (1999), Cumpleaños (2001), Las noches de Flores (2004). La siguiente conversación tuvo lugar en España, donde comienza a crecer el círculo de sus fervorosos lectores y donde la editorial Mondadori está publicando casi toda su obra.


-La prolija destrucción de lo verosímil, por ejemplo del lenguaje, es uno de sus métodos para desintegrar toda sombra de realismo. Tomemos por caso su libro El bautismo: uno de los personajes, el vasco Mariezcurrena, a quien define como un chacarero bruto, dialoga con el cura acerca de la naturaleza del viento con la actitud intelectual y el vocabulario de un epistemólogo. ƑReconoce esta manera de disolver la verosimilitud, en este caso a través de la incongruencia entre discurso y hablante, como uno de sus ingredientes humorísticos preferidos?

-Nunca me gustó eso de hacer hablar como brutos a los brutos... He escrito novelas de ambiente de indios, por ejemplo, y algunos me reprochan: "Pero tus indios filosofan, parecen Bergson." Bien, no importa. En el fondo todo son convenciones literarias. También lo es hacer hablar entre balbuceos a un analfabeto. Eso sí, le haría una observación respecto de una palabra que usó: humor, o humorístico. El humor a mí me sale un poco involuntariamente y a desgana, contra mis propósitos.

-Pues le sale con frecuencia y muy eficazmente.

-Sí, y lo he lamentado. No me gusta el humor en la literatura, me parece muy peligroso. Cuando tengo ocasión de darles algún consejo a los jóvenes escritores -que no sé para qué lo hago, puesto que es completamente inútil- les digo que traten de evitar el humor. El humor es una de esas vetas del discurso que van a buscar un efecto. Y si no obtienen ese efecto se abre un vacío; un vacío muy feo, muy patético, como cuando uno cuenta un chiste y nadie se ríe. En general, creo que la literatura debería ser un recurso que evite los efectos, incluso los efectos patéticos, tanto las lágrimas como la risa o cualquier cosa. Para mí la literatura debería hacer que todos los efectos posibles se mantengan en suspenso. Bueno, creo. A todas mis frases hay que ponerles un "creo", porque sólo son opiniones.

-En sus textos se produce a menudo un deslizamiento paródico hacia un supuesto discurso científico. Da la impresión de que además de un recurso literario es de algún modo la expresión de un auténtico interés suyo por la ciencia. ƑEs así?

-No del todo. Creo que mis intereses, los auténticos y los inauténticos -no sé cómo se podrían diferenciar unos de otros-, están filtrados por la literatura. Porque el único y definitivo interés mío ha sido la literatura. Tuve una vocación muy definida desde muy chico y no me aparté nunca de ella. Lo que no excluye que haya tenido, como todo el mundo, modas personales, intereses pasajeros por la música, por el cine en mi juventud o por las artes plásticas. Y dentro del mundo de los libros, por la historia, por la divulgación científica también, por esto o por lo otro. Pero ahora, en mi madurez, siento que todo pasa, y pasa sin pena: no lamento haber perdido el gusto por alguna cosa. Lo único que queda es la literatura. Una cosa de la que me felicito es la de no haber perdido el gusto, más que gusto el entusiasmo, del lector.

-Como en toda literatura, polisémica por naturaleza, en la suya se multiplican los posibles planos de significación, pero, creo, con una particularidad: si en la obra de otros autores son más bien sucesivos, como las capas superpuestas de una cebolla, en la suya parecen ser simultáneos, lo que le otorga un aparente caos estilístico que es uno de sus rasgos distintivos. Su relato Mil gotas, para tomar un ejemplo, parece ser a la vez un discurso aristotélico sobre forma y materia, una aproximación a la física cuántica, un delirio hilarante sobre la fuga de todas las gotas de óleo que constituyen La Gioconda de Leonardo (Ƒtan sólo mil?), una reflexión sobre lo verosímil literario y muchas otras cosas. ƑQué puede comentar al respecto?

-Para empezar, debo decir que todos mis libros son experimentos. Son pensados como tales, pero no se trata de experimentos hechos con la seriedad metódica de un científico sino con la seriedad ametódica de un sabio loco o de un niño que juega al químico y mezcla dos sustancias para ver qué pasa. Del mismo modo yo mezclo mis sustancias para ver qué pasa, y yo mismo no sé muy bien qué va a pasar. Con Mil gotas intenté narrar, dicho muy esquemáticamente, una huida de esas gotitas que van a todo el mundo pero atraviesan distintos niveles de significación, de lo literal a lo alegórico, a lo simbólico, o traspasan discursos distintos y dan una idea de una dispersión verdaderamente multidimensional.

En cuanto a esa simultaneidad que menciona, yo la he notado, porque debe ser así como funciona mi imaginación. No he tratado deliberadamente que salga así: sencillamente sale así, y me parece que está bien que ocurra de esa manera. Yo trato de tener un estilo o una prosa lo más llano, simple, transparente posible. En general nunca he hecho juegos de lenguaje, nunca he cultivado esa sensualidad de la lengua que algunos críticos alaban tanto en otros escritores...

-Sarduy o Cabrera Infante, por ejemplo...

-Sí, claro, y Lezama Lima... En fin, los escritores cubanos son muy sensuales con la palabra. En mi caso no, siempre escribo una prosa simplemente informativa, porque si no se produciría de verdad un caos. Trato de mantener ese mínimo de cortesía con el lector. Como me doy cuenta de que mis delirios son un poco confusos, son confusos para mí mismo y los estoy sacando sin mucho orden, sin mucha disciplina para ver qué pasa, por lo menos trato de mantener esa superficie por la que la lectura pueda deslizarse tranquilamente. Me parece que es lo ideal para poder trabajar con libertad en esa fuga de niveles, en esa confusión de planos de significación que es donde yo encuentro el placer de la escritura.

-ƑLa puesta en cuestión de lo verosímil es el núcleo de su literatura?

-Sí. Diría que el verosímil es el centro de todas mis preocupaciones como escritor. Buscarlo, lograr un verosímil que sirva para lo que estoy haciendo. Eso viene con mi método práctico de escritura: escribo mis novelas casi como diarios íntimos. Empiezo a partir de una historia, de algo que surge y me parece atractivo, sugerente, o por lo menos potable, y arranco a ciegas, no sé muy bien hacia dónde va a ir el texto, porque las ideas son siempre de una escena de comienzo, apenas de una posibilidad. Y después, voy escribiendo. Como soy muy metódico, escribo todos los días una paginita a media mañana en algún café de mi barrio. Me abro a lo que pasa, a lo que me ha pasado ese día, el día anterior, a cosas que veo por la televisión, a programas frívolos de figuras del espectáculo, a algunas de esas comedias costumbristas que siempre hay (la televisión es una gran fuente de surrealismo involuntario). Por supuesto, también están las lecturas, el cine, las charlas con la familia y con los amigos. Y está el barrio, la gente, las calles (yo soy muy caminador). De modo que entran muchas cosas, y las más raras van directamente a mis novelas. Van, pero la realidad es imprevisible y lo que puede pasar no lo puedo calcular.

Entonces, estoy escribiendo algo, digamos un drama conyugal -algo sobre lo que jamás he escrito, pero podría hacerlo-, y de pronto ocurre algo, qué sé yo, aparece por la calle alguien disfrazado de ratón: pues meto a alguien disfrazado de ratón en ese drama conyugal que estoy escribiendo. Y ahí viene lo más lindo del oficio de escribir, que es no hacer trampas y verosimilizar la entrada en la ficción de ese hombre-ratón. Es decir, no me gusta la mera acumulación surrealista. En mis novelas suele haber muchas cosas raras que se van sucediendo, pero creo que se van sucediendo por ciertas razones. Siempre le encuentro alguna razón, a veces no muy buena, pero trato de que sea la mejor posible. Ahí pongo la honestidad profesional, la honestidad del oficio de hilvanar bien, de coser bien una cosa con la otra mediante el verosímil, ese verosímil que yo aprendí, no sé, a los siete u ocho años, cuando empecé a leer las novelas de Emilio Salgari o Julio Verne. En ese momento uno aprende cómo funcionan las cosas en los relatos, cómo de una cosa sale otra y por qué ocurren las sorpresas, esas cosas raras que pueden tener sus razones de ser. Eso lo aprendí de chico y lo sigo practicando.

-El pastiche, la mezcla de estilos, tonos, géneros, niveles de lenguaje, la pasión por lo lúdico y lo paródico, la disolución irónica de toda solemnidad y de toda certeza, el humor, la incorporación de iconos de la cultura de masas junto a elementos de la llamada alta cultura, la presencia profusa de lo metaficcional son algunas de las características adjudicadas a la literatura postmoderna. En este sentido y dando por inequívoco un término tan gastado e impreciso, Ƒes justo que lo consideren un escritor postmoderno?

-Bueno, postmoderno es una palabra, y yo siempre digo que las palabras deben servirnos a nosotros y no nosotros a las palabras. Es decir que cada cual puede definirla como quiera y usarla conmigo o con quien quiera. Pero no, yo no me considero postmoderno en tanto creo haber seguido fiel a la preceptiva modernista en la que me formé. Mi lema sigue siendo el famoso verso de Baudelaire: "Ir hacia delante y siempre en busca de lo nuevo." Y sacrificarlo todo por lo nuevo, Ƒno? Y esta actitud no es postmoderna. Creo que el postmodernismo deshace esa línea hacia delante para erigir una especie de estantería de supermercado donde está toda la cultura de antes, la de ahora, la de después, y entonces procede con ellas a formular sus combinaciones al azar. No es lo mío. Yo me formé en los años sesenta, con toda la provocación que existía en el aire, y aunque estaban las neovanguardias seguía muy vivo ese sentimiento de ir hacia delante, de crear algo nuevo y de crear valores nuevos. Por eso, para mí siempre fue más importante lo nuevo que lo bueno.

Nunca me importó -o me importó moderadamente, cuando tenía veinte años y quería publicar mis libros- hacer algo que pareciera bueno. Una vez que estuve en carrera lo bueno dejó de interesarme. Hacer algo bueno... Yo le recomiendo a mis jóvenes amigos que no se molesten en escribir bien. Eso es muy difícil, les lleva mucho trabajo, se les va la vida en el empeño y no sirve para nada. Si libros buenos ya hay demasiados; šhay tantos que no nos alcanza la vida para leerlos! ƑPara qué escribir otro libro bueno? La cosa es inventar algo nuevo, inventar un valor nuevo a partir del cual se pueda juzgar lo bueno de acuerdo con los nuevos paradigmas que ha establecido un determinado creador. A mí me parece que esa es la esencia de la creación.

-ƑCómo se siente ante la figura todopoderosa de Borges? ƑHa tenido distintas etapas en relación con ella? ƑHa debido desarrollar alguna estrategia para poder transitar por un camino literario independiente?

-Evidentemente, Borges fue casi demasiado grande para la Argentina, y fue una especie de sombra paterna que ocupó la literatura de todo el siglo xx. De hecho, creo que mi primera lectura seria, a los doce o trece años, fue la de sus cuentos. Cuando oí hablar por primera vez de Borges, hacia 1961 o 1962, todavía él no había empezado su gran carrera de fama internacional, pero ya era un clásico argentino y salían sus libros en una serie que se llamaba Obras Completas, que publicaba la editorial Emecé. Como yo insistía en leerlos, mis padres me los compraron todos, y así los leí. No sé si yo era un chico inteligente o Borges tiene algo que también sabe atrapar a la juventud. Yo era un chico jovencísimo, pero aun así sentí toda la grandeza, la elegancia, la exquisitez de sus textos, eso que es casi un veneno porque nos malacostumbra y después todo lo demás en literatura parece no estar a su altura.

Claro que, como muchísima gente en Argentina -de hecho, todos los escritores-, he tenido mis altibajos en relación con Borges. Tuve una etapa militantemente antiborgeana, en la que me pasé a la vereda de Rimbaud: la vida, la vida que entra y se funde con la literatura... Borges es otra cosa: es frío, es ese Everest de inteligencia, de lucidez; no se contamina con la realidad...

-Y además despreció explícitamente la intromisión excesiva de la vida en la literatura.

-Totalmente. A eso lo llama "lo patético"... je, je. Pero en fin, a la larga me rendí a la evidencia, y creo que es un signo de madurez volver a Borges, volver a apreciar la grandeza extraordinaria de su obra. Nunca me he sentido abrumado por él, porque como todos los grandes escritores tiene... no sé si decir agujeros, digamos que tiene aberturas, Ƒno?, en sus textos no cierra nada por completo. Me parece que todos los grandes escritores, aquellos con quienes he vivido, como Kafka, Proust, Borges, lo hacen. Y les estoy muy agradecido, porque todos me abrieron caminos. Así que he hecho las paces con Borges y me siento contento de ello.

-Algunos críticos lo sitúan junto a Juan José Saer y Ricardo Piglia como referente de la literatura argentina del último cuarto de siglo. ƑCómo se siente en ese papel? ƑCuál es su opinión sobre los otros dos escritores? Si debiera proponer un terceto distinto, Ƒa quiénes nombraría?

-šUf, qué pregunta difícil! En primer lugar debo aclarar que Saer y Piglia son diez años mayores que yo y pertenecen a otra generación, otra atmósfera, otro mundo. De hecho, yo los leía de jovencito (bueno, a Saer; a Piglia prácticamente no lo he leído). Piglia es un escritor serio, un intelectual muy apreciado como profesor... en fin. A Saer sí lo leí mucho y lo aprecié mucho; es casi un clásico moderno argentino. Después, me fui apartando de su poética, y sé que él no aprecia mucho la mía. Saer también es un escritor serio... pero yo muchas veces he buscado otros modelos. Saer ya no me atrae; con el tiempo me he ido alejando de él, de esa postura seria, responsable hacia la sociedad y hacia la historia.

-ƑSi tuviera que proponer otro trío de referentes...?

-No tienen por qué ser tres, no seamos tan hegelianos. Yo tuve el privilegio de estar cerca, o en algún caso de ser muy amigo, de tres escritores que para mí fueron los tres escritores geniales que existieron en Argentina en estos veinticinco o treinta años largos últimos: Manuel Puig, Alejandra Pizarnik y Osvaldo Lamborghini. A los tres los encontré geniales y fueron modelos para mí, por motivos distintos, como modelos de vida, modelos de actitud... A veces uno toma un modelo y después hace todo lo contrario de él, pero el modelo sigue actuando, como contraste tal vez. Los tres han muerto jóvenes -bueno, Puig un poco menos-, los tres han dejado su mito, su leyenda, y los tres me acompañaron siempre. Si buscamos un trío, entonces, propongo ese. Es mi trío tutelar.

- ƑLe parece que existe una ruptura total entre la literatura argentina del siglo xix y la del xx o reconoce zonas de enlace?

-Hay que reconocer que la literatura argentina del siglo xix es muy pobre. Lo mejor que tiene es el género gauchesco, que es nuestra gran invención, y dentro de la literatura gauchesca está el Martín Fierro, que es un libro del que ya no podemos opinar porque se ha puesto un poco más allá de las opiniones, como un libro-fetiche de la Argentina. Sin duda, posee grandes méritos literarios. En el siglo xx todos los buenos escritores argentinos, que los tuvimos, buscaron ese punto de conexión. Borges mismo lo buscó en la literatura gauchesca, en el Martín Fierro, en poca cosa más; en cambio, nunca le interesaron los románticos -José Mármol, Esteban Echeverría. Otros sí exploraron en ellos. Pero en fin, no había mucho de donde aferrarse.

Después está la línea de los escritores políticos: ellos sí encuentran en historiadores y escritores del xix, como Sarmiento o Mitre, puntos de engarce. Pero yo creo que la literatura literaria argentina nació con el siglo xx, exceptuando la gauchesca, que es un fenómeno especialísimo. Nació con las vanguardias, con la visita de Rubén Darío a Buenos Aires, con el modernismo, con algunos buenos poetas y otros a quienes no considero buenos poetas, como Leopoldo Lugones. Lugones me pareció siempre un farsante. Hay muchos chistes sobre él, como aquel comentario irónico de Macedonio Fernández: "Este muchacho Lugones, tan trabajador, Ƒcuándo se decidirá a darnos un libro?" (y ya había publicado como un centenar). Recuerdo que Alejandra Pizarnik me decía que había encontrado un verso bueno en Lugones, que hablaba de una niña que salía del mar desnuda y nombraba sus "senitos benjamines". Es lindo, sí, pero una vez, leyendo a Laforgue, encontré en él los famosos senitos benjamines. Por algo dijo Oliverio Girondo: "El mejor Lugones es un mal Laforgue."

-ƑPodría describir las líneas esenciales de la literatura argentina de los últimos cincuenta años?

-No creo que vaya a decir algo muy original. Está la línea de Borges-Bioy Casares-Silvina Ocampo, por un lado. Ellos promovieron esa literatura más intelectual (se la ha calificado como fantástica), de enigma policial, de tramas bien construidas, de huida de lo que llamaron "el fárrago psicológico" -y metían en él, con increíble injusticia, nada menos que a Proust, aunque creo que después Bioy se retractó de eso-, con una sana adhesión a la buena literatura inglesa. Eso marcó mucho, de allí salió toda una vertiente literaria, sin ir más lejos, Cortázar. Aquí podría yo parafrasear a Oliverio Girondo y decir que el mejor Cortázar es un mal Borges.

-šQué duro!

-No puedo evitarlo. Bueno, y está la famosa polémica de la década de los veinte entre los grupos de Boedo y Florida. Este último era el grupo de los escritores de la clase alta, afrancesados o anglófilos, y Boedo representaba la literatura de combate, que no dio buenos exponentes pero sí constituyó una línea que tuvo también su clara descendencia. Así, en la segunda mitad del siglo xx siguió existiendo la novela llamada realista, que toma los hechos de la historia. Finalmente, creo que se repiten los paradigmas: la derecha y la izquierda existen en todas partes.

-Pero también hay líneas intermedias, como la que representa Roberto Arlt.

-Arlt para mí es un grande. Bueno, habría que decir uno de los dos grandes: el otro, claro, es Borges. Tan distintos y tan parecidos, Ƒno?

-ƑCon qué corriente cree que entronca su obra?

-Mi literatura evidentemente viene de esa línea intelectual, borgeana, pero con unos vigorosos afluentes arltianos. De Arlt he tomado el expresionismo, esa cosa que a Borges lo horrorizaría. Aunque a él le gustaban las viejas películas expresionistas alemanas, pero casi como una aberración intelectualmente interesante. Roberto Arlt es el escritor que sin saber nada del expresionismo es un expresionista nato, deformador a ultranza. La imaginación de Arlt funciona por contigüidades químicas que lo deforman todo, y su mundo está hecho de sombras que se desplazan y de seres que empiezan a fundirse ante nuestros ojos, de monstruos...

-Apelo a su experiencia como responsable de su espléndido Diccionario de autores latinoamericanos para pedirle un juicio sucinto sobre estos escritores argentinos: Juan Rodolfo Wilcock, José Bianco, Silvina Ocampo, Alejandra Pizarnik, Ernesto Sabato, Julio Cortázar.

-šHumm! A Wilcock no lo incluí en mi Diccionario pese a que había escrito el artículo sobre él. Lo quité a último momento porque tengo un gran amigo que está escribiendo una biografía muy documentada de Wilcock, en la que ha trabajado mucho, y entonces, como homenaje, le dejé ese hueco para que él lo llene con su obra. Aprecio muchísimo a Wilcock. Fue un experimentador, un hombre que estuvo buscando siempre cosas nuevas, hasta hizo un cambio de lengua, del castellano al italiano. Todo en él es muy atractivo y todavía estamos descubriéndolo, en parte porque los libros de su periodo italiano no están aún traducidos en su totalidad al español. Precisamente ahora se están traduciendo; hace poco se publicó en Argentina una de sus novelas, El templo etrusco, que leí así por primera vez y me pareció una maravilla.

-ƑBianco?

- A Bianco lo conocí ya viejo, bastante decadente, y presentó un libro mío, Canto castrato, del que estoy bastante avergonzado de haberlo escrito. Hizo una presentación muy amable. Bianco es el escritor que no escribe, una figura un poco triste. Pasó su juventud entre la influencia de Marcel Proust y la de Henry James, que cubre enteramente esos dos pequeños libros suyos, Las ratas y Sombras suele vestir...

-Y tradujo además a James: Otra vuelta de tuerca.

-En efecto, tradujo a James. Y después sobrevinieron esos treinta, cuarenta años de silencio y esa novela final, La pérdida del reino, en la que recupera la influencia proustiana, pasa de James a Proust y me parece que el cambio no le hizo bien. Bianco quedó entre los argentinos como una especie de misterio, porque era un hombre tan inteligente, tan culto, tan ingeniosísimo conversador... pero no escribió. Él decía que no lo había hecho porque prefirió leer, antepuso los placeres de la lectura a los placeres quizás vanidosos de la escritura. Pero bueno, dejó esos dos primeros libros que son bastante extraordinarios, son tal vez la mejor realización que se llevó a cabo en Argentina de ese método policial-fantástico que inventó Borges.

-ƑSilvina Ocampo?

- Creo que Silvina Ocampo es un genio, una de las grandes. Vivió un poco a la sombra de su hermana Victoria por un lado y de su marido Bioy Casares y Borges por el otro. Era una mujer extravagante, una poeta no muy lograda, no muy buena, pero cuando escribía sus cuentos, esos cuentitos pequeños y vitriólicos, era perfecta.

-ƑAlejandra Pizarnik?

-Escribí un par de libros sobre ella. Uno es un estudio sobre su poesía, salido de cuatro charlas que di en la Universidad de Buenos Aires, y lo hice con intención un poco justiciera. Porque con Alejandra se ha creado ese mito de la angustiada, de la sonámbula, de la pequeña náufraga, etcétera, y toda la crítica que se hace sobre ella cae en ese campo metafórico, entra en el juego de ella y no le hace justicia a su obra. Entonces, traté de tomar un poco de distancia, de escribir fríamente sobre el procedimiento del que salía su poesía. Creí descubrir esos deslizamientos de la subjetividad que hay en sus pequeños poemas, que son como mecanismos perfectos, muy trabajados, y sobre todo quise hacerle justicia al hecho de que ella era una intelectual, una gran lectora, que tenía, claro está, problemas psicológicos, pero de allí a hacer hincapié en ellos y presentarla como una especie de loca con la cabellera al viento, al borde de una cornisa asomada al vacío, me parece totalmente erróneo e injusto.

-ƑSabato y Cortázar?

- Bueno, a Sabato no lo hemos tomado nunca muy en serio. Y sorprende un poco que alguien se lo pueda tomar en serio. Es un señor que tiene aristas muy risibles: esa vanidad, el malditismo... Malditismo que no condice con su personalidad. Es un señor perfectamente racional que juega al maldito, le gusta ese personaje y quiere asumirlo; entonces, como no puede serlo, tiene que decirlo. Así, se ve obligado a escribir constantemente en sus textos la palabra angustia, la palabra dolor... y claro, eso no funciona.

Cortázar es un caso especial para los argentinos, y no sólo para los argentinos, también para los latinoamericanos y quizás para los españoles, porque es el escritor de la iniciación, el de los adolescentes que se inician en la literatura y encuentran en él -y yo también lo encontré en su momento- el placer de la invención. Pero con el tiempo se me fue cayendo.

-ƑNo rescata de esa caída sus cuentos?

-Sí, hay algunos cuentos que están bien. El de los cuentos es el mejor Cortázar. O sea, un mal Borges, o mediano. A propósito de una de las cosas más feas que hizo Cortázar en su vida, el prólogo para la edición de la Biblioteca Ayacucho de los cuentos de Felisberto Hernández, un prólogo paternalista, condescendiente, en el que prácticamente viene a decir que el mayor mérito del escritor uruguayo fue anunciarlo a él (cuando en verdad Felisberto es un escritor genial al que Cortázar no podría aspirar siquiera a lustrarle los zapatos), un amigo mío, crítico literario, decía que si uno ve la diferencia entre los cuentos de Hernández y los mejores de Cortázar, encuentra allí toda la diferencia entre un escritor verdaderamente innovador como Felisberto y otro que buscaba el efecto, como Cortázar. Aunque lo buscaba y lo hacía muy bien -y en ese sentido sus cuentos son buenas artesanías, algunas extraordinariamente logradas, como Casa tomada-, pero son cuentos que persiguen siempre el efecto inmediato. Y luego, el resto de la carrera literaria de Cortázar es auténticamente deplorable.

-ƑQué aporte de las vanguardias históricas a la literatura aprecia en particular?

-Muchos. Para empezar, uno de los rasgos básicos de las vanguardias, que es la preeminencia del proceso de creación sobre el resultado: ese sigue siendo mi método de trabajo. Habría que analizar vanguardia por vanguardia. Por ejemplo, del dadaísmo no puedo sino admirar su actitud, su gesto de ruptura, su irreverencia, eso de largar la carcajada en medio de la Misa Solemne. Del surrealismo, mil cosas, como el dominio de la imagen. También me interesa mucho el constructivismo ruso, que he estudiado mucho, y Rodchenko en particular. He prestado mucha atención a esta corriente y la he seguido con mucha simpatía, porque pienso que con ella llegó a su culminación el predominio del proceso creativo: el arte es un proceso infinito. Ese momento utópico, a finales de la década de 1910, antes de que cayera el mazazo sobre ellos, me sigue estimulando, y lo sigo uniendo a la famosa frase de Lautréamont: "La poesía debe ser hecha por todos." Democratizarla en serio, sacarla de esa cápsula de calidad, de lo bueno, de lo bien hecho, de lo hecho solamente por el que haya nacido con el don para hacerlo. Por eso me gusta, por ejemplo, John Cage, un músico que no era músico, que tenía dos tapones de madera en los oídos, y sin embargo hacía música, inventaba el modo de hacerla.