Jornada Semanal, domingo 29 de agosto  de 2004           núm. 495

NMORALES MUÑOZ.


EL BOSQUE

Para Pita y Fernando, con un abrazo

Concebido como el primer estadio de un laboratorio teatral a mediano plazo, Mauricio García Lozano, Aída López y Juan Carlos Vives presentan en la Sala Xavier Villaurrutia El bosque, de David Mamet. Cierto es que no se trata de la única empresa que en fechas recientes se ha deslindado de los modos de producción imperantes (cuyos criterios rectores, entiéndase becas, premios y otras políticas de producción, fomentan la concatenación desaforada y golosa de proyectos, con la lógica repercusión en los acabados artísticos), pero resulta significativo que sean tres teatreros jóvenes y ya con una posición sólida quienes hayan decidido alejarse de las presiones de la inmediatez.

Durante doce meses un departamento en la Colonia del Valle capitalina sirvió como sede del laboratorio, cuyos integrantes consideraron que el texto del dramaturgo de Chicago se ajustaba a una de sus premisas: la confrontación y reflexión de las herramientas del actor en relación con la partitura dramática. Pauta congruente con las inquietudes de García Lozano, director de capacidad probada, cuya carrera ha oscilado entre espectáculos de mediano formato (Las tremendas aventuras de la Capitana Gazpacho, Las cuatro muertes de María, Como te guste) y montajes de corte intimista (Cenizas a las cenizas, Juan y Beatriz), demostrando mejor en estos últimos que uno de sus puntos fuertes como metteur es la dirección de actores. 

Quizás salvo su acercamiento a Pinter, García Lozano se ha enfocado en textos realistas, y The Woods viene a ser un peldaño más en este proceso. Fechada en 1977, la pieza de Mamet supone una prefiguración de obras posteriores. Fue en los setenta cuando el escritor de origen judío, caudillo de la dramaturgia norteamericana famoso por su radicalidad, cimbró la escena con obras que recogían el habla de las calles para redimensionarla hacia un estrato de poética áspera, de botepronto, criticando al mismo tiempo la amoralidad de la sociedad en aras del progreso y las falsedades del sueño americano. Pero El bosque se distancia de Perversidad sexual en Chicago o Búfalo americano, emblemáticas de aquella etapa, y se ubica más cerca de El criptograma, de finales de los noventa, en cuanto a estilo y temática. Los vericuetos de las relaciones de pareja, asunto predilecto del escritor, son atisbados desde un ángulo más bien ambiguo y, por momentos, demasiado psicologizado. Nick y Ruth, de descanso en una casa de campo, ven emerger durante el transcurso de una noche los desgastes de su relación, los fantasmas de su pasado y la violencia que yace debajo de esa aparente estabilidad. Ambiguo es el relato: sin dejar nunca el realismo, Mamet inserta recursos ya típicos en él (diálogos cortos y elípticos, disociación de vectores narrativos, juegos intertextuales), que enfatizan el misterio y fungen como amplificadores del discurso. Y psicologizado, a veces en exceso, es el sustrato de los personajes: Nick encuentra los orígenes de su neurosis en las cuentas irresueltas que mantiene con su padre, y Ruth, siempre un tanto al servicio del personaje masculino, se distancia más del tipo, aunque su perfil (conciliador, delicado) cierra el círculo vicioso de dos personajes que, como muchos otros, se dañan casi con la misma intensidad con la que se necesitan.

Desde el diseño espacial, García Lozano demuestra que su exégesis pasará por la sutileza y no por la ilustración del desgaste y la violencia: los colores ocres y terrosos del vestuario de Fabiola Rivera y de la iluminación de Víctor Zapatero dilatan el tiempo de la escena, dándole un aire de distanciamiento, si no onírico, sí anacrónico al espacio de ficción, con lo que se crea la sensación de que lo que presenciamos, aun cuando sucede en el presente, es la repetición ad perpetuam de una misma dinámica. Preciso en su manejo actoral, el director consigue derribar vicios en sus dos intérpretes, marcados ambos por un pasado preponderantemente en la comedia y en la construcción formal de personajes. Vives y López se sumergen casi íntegramente en el mundo de ficción, con excepción de algunos pasajes en los que, sobre todo él, incurre en resoluciones poco interiorizadas, y de otros en los que el juego de prestidigitación de Mamet se debilita y cae en el efectismo narrativo. Un trabajo a todas luces sugerente y obcecado, que permite vaticinarle un futuro promisorio a una tentativa que, como otras, merece resonadores que también escapen a la prisa protagónica y avariciosa de cierta gente de teatro.

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