NOÉ
MORALES
MUÑOZ.
EL BOSQUE
Para Pita y Fernando,
con un abrazo
Concebido como el primer estadio
de un laboratorio teatral a mediano plazo, Mauricio García Lozano,
Aída López y Juan Carlos Vives presentan en la Sala Xavier
Villaurrutia El bosque, de David Mamet. Cierto es que no se trata
de la única empresa que en fechas recientes se ha deslindado de
los modos de producción imperantes (cuyos criterios rectores, entiéndase
becas, premios y otras políticas de producción, fomentan
la concatenación desaforada y golosa de proyectos, con la lógica
repercusión en los acabados artísticos), pero resulta significativo
que sean tres teatreros jóvenes y ya con una posición sólida
quienes hayan decidido alejarse de las presiones de la inmediatez.
Durante doce meses un departamento en la
Colonia del Valle capitalina sirvió como sede del laboratorio, cuyos
integrantes consideraron que el texto del dramaturgo de Chicago se ajustaba
a una de sus premisas: la confrontación y reflexión de las
herramientas del actor en relación con la partitura dramática.
Pauta congruente con las inquietudes de García Lozano, director
de capacidad probada, cuya carrera ha oscilado entre espectáculos
de mediano formato (Las tremendas aventuras de la Capitana Gazpacho,
Las cuatro muertes de María, Como te guste) y montajes
de corte intimista (Cenizas a las cenizas, Juan y Beatriz),
demostrando mejor en estos últimos que uno de sus puntos fuertes
como metteur es la dirección de actores.
Quizás salvo su acercamiento a Pinter,
García Lozano se ha enfocado en textos realistas, y The Woods
viene a ser un peldaño más en este proceso. Fechada en
1977, la pieza de Mamet supone una prefiguración de obras posteriores.
Fue en los setenta cuando el escritor de origen judío, caudillo
de la dramaturgia norteamericana famoso por su radicalidad, cimbró
la escena con obras que recogían el habla de las calles para redimensionarla
hacia un estrato de poética áspera, de botepronto, criticando
al mismo tiempo la amoralidad de la sociedad en aras del progreso y las
falsedades del sueño americano. Pero El bosque se distancia
de Perversidad sexual en Chicago o Búfalo americano,
emblemáticas de aquella etapa, y se ubica más cerca de El
criptograma, de finales de los noventa, en cuanto a estilo y temática.
Los vericuetos de las relaciones de pareja, asunto predilecto del escritor,
son atisbados desde un ángulo más bien ambiguo y, por momentos,
demasiado psicologizado. Nick y Ruth, de descanso en una casa de campo,
ven emerger durante el transcurso de una noche los desgastes de su relación,
los fantasmas de su pasado y la violencia que yace debajo de esa aparente
estabilidad. Ambiguo es el relato: sin dejar nunca el realismo, Mamet inserta
recursos ya típicos en él (diálogos cortos y elípticos,
disociación de vectores narrativos, juegos intertextuales), que
enfatizan el misterio y fungen como amplificadores del discurso. Y psicologizado,
a veces en exceso, es el sustrato de los personajes: Nick encuentra los
orígenes de su neurosis en las cuentas irresueltas que mantiene
con su padre, y Ruth, siempre un tanto al servicio del personaje masculino,
se distancia más del tipo, aunque su perfil (conciliador, delicado)
cierra el círculo vicioso de dos personajes que, como muchos otros,
se dañan casi con la misma intensidad con la que se necesitan.
Desde el diseño espacial, García
Lozano demuestra que su exégesis pasará por la sutileza y
no por la ilustración del desgaste y la violencia: los colores ocres
y terrosos del vestuario de Fabiola Rivera y de la iluminación de
Víctor Zapatero dilatan el tiempo de la escena, dándole un
aire de distanciamiento, si no onírico, sí anacrónico
al espacio de ficción, con lo que se crea la sensación de
que lo que presenciamos, aun cuando sucede en el presente, es la repetición
ad perpetuam de una misma dinámica. Preciso en su manejo
actoral, el director consigue derribar vicios en sus dos intérpretes,
marcados ambos por un pasado preponderantemente en la comedia y en la construcción
formal de personajes. Vives y López se sumergen casi íntegramente
en el mundo de ficción, con excepción de algunos pasajes
en los que, sobre todo él, incurre en resoluciones poco interiorizadas,
y de otros en los que el juego de prestidigitación de Mamet se debilita
y cae en el efectismo narrativo. Un trabajo a todas luces sugerente y obcecado,
que permite vaticinarle un futuro promisorio a una tentativa que, como
otras, merece resonadores que también escapen a la prisa protagónica
y avariciosa de cierta gente de teatro.
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