Jornada Semanal, domingo 29 de agosto  de 2004            núm. 495

ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

DICCIONARIOS (III)

Las maneras de catalogar han variado con el curso de los siglos, desde la remota idea de hacerlo alfabéticamente. Las actuales, incluso alfabéticas, distinguen, por lo menos, los datos de autor, título y tema, y se cree que son suficientes para hallar cuanto se busca en una biblioteca; pero como la idea de ordenar el cosmos siempre ha sido una tentación humana, no deja de ser divertido echar un ojo a esos, más que hitos en la historia de los catálogos, anecdóticos ejemplos al respecto: en el siglo v, al comentar la biblioteca de un amigo, Sidonio Apolinar se quejaba de que los autores cristianos fueran separados de los no cristianos, y que los primeros estuvieran cerca de los asientos reservados para los caballeros, mientras que los segundos estaban cerca de los reservados para las damas; en el siglo x, en Persia, el visir al-Sahib ibn Abad Abd al-Qasim Ismail, cuando viajaba, con tal de no separarse de su colección de 117 mil volúmenes, los hacía transportar por una caravana de cuatrocientos camellos adiestrados para caminar en orden alfabético; en 1250, Richard de Fournival ideó un sistema de catalogación de origen hortícola: dividió su biblioteca en tres arriates (filosofía, artes lucrativas y teología), cada arriate se dividió en varias secciones menores o areolae, y cada una con un índice o tabula de los temas de cada sección. Así, el arriate de la filosofía estaba dividido en tres areola, a su vez subdivididas en gramática, dialéctica, retórica; geometría y aritmética, música, astronomía; física, metafísica, ética y poética.

Los diccionarios han persistido en mantener una progresión de índole alfabética, lo cual los vuelve de fácil y universal manejo; son insuficientes catálogos de palabras que revelan las limitaciones y potencias de sus recopiladores, así como la capacidad de registrar todas las variedades léxicas de una lengua (si sólo se pensara en las de vivas o muertas). Por más voluminosos que sean los diccionarios, resulta imposible creer que toda una lengua quepa en esos tomos: de pensarse en la española, tendrían que considerarse sus más de mil y un años de historia, más las variantes regionales; tiempo y espacio en sistema lingüístico tan amplio sugieren la magnitud de una biblioteca babélica, como la imaginada por Borges. De volverse a ejemplos trillados, una consulta al Diccionario de la rae deja ver la invisibilización de americanismos usuales, y en el mismísimo Diccionario del español de México, llevado a cabo por lingüistas del Colegio de México, causan estupor la ausencia de ciertas entradas y la pobreza de muchas acepciones.

Resulta dificultoso toparse con diccionarios que hablen de temas difíciles o escabrosos, o que los incorporen libremente, de manera que casi todos están bajo sospecha de "fijar, pulir y dar esplendor": no es fácil hallar los de lunfardo, de gauchismos o de slang, pues algo como un reverente sentido del pudor descalifica palabras de uso cotidiano, y pareciera que para los académicos de la lengua todos tendemos a expresarnos con fórmulas tales como "cáspita, pero qué zoquete eres", "zambomba, es usted un rufián", "recórcholis, señorita, usted está estupenda"… Lo más cercano al registro de esas lateralidades, en México, es la memorable Picardía Mexicana (1960), de Armando Jiménez, aunque estrictamente no sea un diccionario. Otros, especializados, suelen escamotear entradas que al lector le parecen urgentes. Así, uno de símbolos, podría evitar "El Dorado"; uno de música, "particella"; y uno de gastronomía, "guindilla".

Más acá de los errores humanos y las inevitables carencias de los diccionarios, éstos son instrumentos dignos de afecto. El repaso de sus listas puede ofrecer sorpresas y curiosidades, y el cruce e información entre muchos de ellos puede ser el estímulo para horas de estudio y lecturas que, a lo mejor, ya no tienen que ver con la fuente que dio origen a tales pesquisas: la búsqueda de una palabra en un diccionario de uso puede llevar al histórico, éste a uno latino y, finalmente, a uno lemático, actividad que puede desembocar en el enfrascamiento alrededor de un poema imprevisto: la "nalga" de la rae conduce la atención hacia el etimológico de Corominas, y éste lleva al lector al de Autoridades; el salto hacia Efraín Huerta casi parecería natural, de no ser porque las nalgas de Bienamada irrumpen durante la búsqueda y uno se pierde en ellas, enciclopedismo calipigio que propicia el olvido de todo lo demás.