La Jornada Semanal,   domingo 29 de agosto  de 2004        núm. 495
 
Roberto Garza Iturbide

Ensayo de futurología
pasada

Fasces

Ilustración de HelgueraUn hombre fue acusado de pervertir a la juventud y de incitar a violar las añejas costumbres. Este hombre, de vocación maestro, se defendió a sí mismo, pero el Tribunal Superior lo condenó por ajustada mayoría de votos. Apegados a una vieja tradición, los pretores del Tribunal le solicitaron que propusiera su propio castigo. En lugar de castigo, el maestro exigió, como justa recompensa, que se le permitiera participar en el juego político. Los pretores se indignaron ante el comentario; y tras un juicio sumario, lo condenaron a muerte por amplia mayoría.

Indignados, los tribunos del pueblo exigieron al Senado que vetara la sentencia de los pretores porque consideraban que el hombre no había cometido falta alguna. Los senadores, fieles a su costumbre, callaron ante el reclamo popular. 

Según la versión oficial, poco antes de que el temido jefe de los lictores consumara –con su hacha de guerra– la sentencia en la plaza pública, el maestro se autoinmoló en su celda con la navaja de un custodio. Se le encontró tendido en el suelo con tres heridas: una en la ingle, otra en el cuello y una mortal en el corazón. 

Se dice que aquel hombre fue víctima de una conjura orquestada por una banda de mafiosos que actuó en nombre de la ortodoxia y en defensa de sus propios intereses.

Los ortodoxos, purificados mediante el sacrificio del indómito rebelde, se jactaron de haber actuado conforme a derecho, o a lo que sus voceros llamaron una estoica interpretación de las leyes vigentes. Se sintieron incluso tan seguros de su poder que adoptaron el hacha de los lictores como símbolo de su partido, instauraron un régimen policial represivo en la República e invitaron al ejército a que decidiera sobre el destino de sus adversarios políticos.

Castitas

Un hombre de buena fe juró castidad hasta la muerte. Pero la abstinencia sexual le provocó una dolorosa orquitis. Ante la insoportable hinchazón de sus testículos solicitó audiencia con el sumo pretor para que le autorizara cuando menos una descarga. Obtuvo la santa venia, pero bajo la promesa de que no utilizaría sus manos como vehículo paliativo. Así que ordenó a una legión de –bien parecidos– infantes: "Manos a la obra." Temerosos del infernal castigo, los jóvenes estudiantes del dogma aristotélico cumplieron con su misión religiosa.

Varios años después, los atribulados (traumatizados) maniobreros, ya adultos, se armaron de valor y acusaron al casto puritano de abuso sexual y tortura psicológica. El hombre no dio la cara ni se defendió a sí mismo, sino que llamó a un grupo de influyentes pretores para que lo representaran en nombre de la ortodoxia. El Tribunal Supremo consideró que no había delito que perseguir y como recompensa los jueces le garantizaron un importante puesto en el juego político.

Los más atormentados se retractaron públicamente de lo dicho (incluso hubo uno que se declaró poseído por el demonio); pero otros exigieron al Senado que vetara la sentencia de los pretores porque consideraban que el hombre era culpable de pedofilia. Los senadores callaron, el Tribunal Superior ocultó pruebas y el tema desapareció de los principales espacios de opinión pública. Los ortodoxos se sintieron tan seguros de su poder que adoptaron la chaqueta asistida como principio moral de su doctrina política.