Jornada Semanal, domingo 29 de agosto de 2004        núm. 495

HUGO GUTIÉRREZ VEGA

"PROTESTO", DIJO EL OBISPO

En 1959 fundamos el grupo teatral Cómicos de la Legua de la Universidad Autónoma de Querétaro. El experimento de los Entremeses Cervantinos, de Enrique Ruelas, en Guanajuato, nos animó a crear algo parecido en Querétaro, aunque muy pronto nos diferenciamos, ampliamos el repertorio e iniciamos las giras por el estado y por el resto del país (alguna vez nos presentamos en la desdeñosa capital de la República). La primera función del grupo se celebró un lluvioso día de septiembre del ‘59, en el atrio de la bella y rabiosamente original iglesia de Santa Rosa de Viterbo. Nos ayudaron a salir del paso algunas amables personas: un fotógrafo nos prestó sus reflectores, los vecinos aportaron algunos focos que nuestro electricista improvisado colocó en una vieja viga y los convirtió en candilejas y nos dejaron vestirnos y maquillarnos en una casa ubicada en la esquina del prodigio barroco. Se representaron, "a la manera cómica", el entremés de la Elección de los Alcaldes de Daganzo, de Cervantes y La tierra de Jauja, de Lope de Rueda. Se escenificaron, además, dos poemas: "El cántico espiritual", de San Juan de la Cruz y las coplas de don Jorge Manrique a la muerte de su padre. Creo recordar que, a pesar de los nervios, la lluvia y los reducidos medios técnicos, la función salió adelante y el público se portó amable y comprensivo.

De las barbas de algodón y los corchos quemados fuimos avanzando poco a poco hacia el maquillaje, las barbas más sofisticadas y las narices postizas. El repertorio se fue ampliando: otros entremeses de Cervantes, pasos de Lope de Rueda, Quevedo y Quiñones de Benavente; adaptaciones de Alejandro Casona, farsas francesas de la Edad Media y una serie de poemas escenificados: la égloga segunda de Garcilaso de la Vega, "La suave patria" de López Velarde, el "Llanto por Ignacio Sánchez Mejías "de García Lorca; el "Viacrucis" de Paul Claudel y "El lebrel del cielo" de Francis Thompson y Tierra baldía, de T.S. Eliot. Cuando nos prestaron el Teatro de la República, montamos La cantante calva, de Ionesco, Nuestros sueños, de Ugo Betti, el Amor de Don Perlimplín con Belisa en su jardín, de García Lorca y Arlequín mancebo de botic homenaje de Pío Baroja a la "Commedia del Arte". A ocho columnas, de Novo, Del Llano Hermanos Sociedad en Comandita, de Azuela y El examen de maridos, de Ruiz de Alarcón completaban el heterogéneo repertorio de un grupo que ponía todo el énfasis (basado, en buena medida, en La Barraca, de García Lorca y en las Misiones populares, de Cossío y Casona, obras insignes de la República Española) en su obligación de llevar a los campesinos y a los obreros el mensaje del teatro clásico y algunos ejemplos modernos y contemporáneos.

En una gira a Torreón topamos con la Iglesia, al igual que nuestro señor Don Quijote y su escudero Sancho. Nos presentamos en el atrio de una parroquia situada en una colonia burguesa. Se trataba de un edificio colonial californiano (o ávilacamachista) que tenía un amplio jardín en el cual se encontraban las sillas para el público. A la primera función acudió el obispo Romo acompañado de algunos clérigos. Representábamos La farsa y justicia del Corregidor, adaptación de Alejandro Casona, cuando, a mitad de la obra, se escuchó la voz iracunda del pastor que gritó "protesto". Vimos que se levantaba y salía del recinto gritando sus protestas. Nadie se movió y seguimos adelante haciéndonos cruces sobre las razones de la airada reacción y de la aparatosa salida del prelado. Tal vez le había molestado la crítica de las costumbres virreinales o el amaneramiento del personaje del corregidor. Al terminar (el aplauso echó por tierra la protesta obispal), nuestros jóvenes anfitriones nos comentaron que a su obispo lo ponía furioso cualquier manifestación relacionada con el "pecado nefando". Nos dieron a entender que no andaba muy bien de los nervios y que a eso se debían sus reacciones excesivas. Recuerdo que al día siguiente me habló el obispo para pedir disculpas por su exabrupto y me anunció que, en prueba de su arrepentimiento, asistiría a la función de esa noche su señora madre. Así fue y no pasó nada, pues la buena anciana era sorda como una tapia y tenía un talante benévolo y contentadizo. Salimos de Torreón llevando en los oídos la protesta del pastor y pensando en la plácida desobediencia de su rebaño.