La Jornada Semanal,   domingo 29 de agosto  de 2004        núm. 495
 

Las razones de mi silencio

José Barba Martín*

Montesquieu se dio cuenta de que la característica
sobresaliente de la tiranía era que se basaba en el
aislamiento –del tirano con respecto a sus súbditos
y de éstos entre sí– debido al mutuo temor y sospecha [...]
La tiranía siempre se caracteriza por la impotencia de los
súbditos que pierden su capacidad humana de actuar y de hablar juntos...

Hanna Arendt, La condición humana

Cristales verticales del silencio... Los nítidos corredores de Travertino del moderno edificio del Collegio Massimo de la Legión de Cristo reflejaban con frialdad el súbitamente consciente lento andar de hombres tan jóvenes. Brillaban de "Brasso" las perillas de las puertas. En ninguna parte había mancha alguna de moscas en los translúcidos vidrios de las ventanas, que nos separaban ya del, antes libre, cielo azul recortado por las frondosas copas de los pinos romanos. Un crucifijo limpio, blanco, en el ábside de la capilla minimalista, centraba sobre sí nuestras miradas. El impecable Cristo de Warner Salmann presidía, de perfil, la sala de conferencias, al lado de un enlucido piano negro de concierto.

El cordial "tú" castellano de nuestro viejo compañerismo quedó suprimido. Lo substituía un carissime frater formal y, a pesar de lo aparentemente dilectivo de la expresión latina, neutro y distante. En nuestras Humanidades habíamos leído con agrado el diálogo De amicitia, de Cicerón, pero allí para nosotros toda "amistad personal" (¿hay amistad que, por su propia naturaleza, no lo sea?) quedaba ya terminantemente prohibida. ¿Peculiaridades de todas las órdenes religiosas? Después supimos que no.

El trato con estudiantes de otras instituciones nos estaba vedado, sobre todo con los del Colegio Español y del Colegio Pío Latino: ellos –se nos decía– eran desmañados, no estaban "revestidos del estilo de Cristo"; y nosotros debíamos ser "distinguidos como hijos de rey y, al mismo tiempo, humildes servidores de todos". Pero, curiosamente, nos era menos prohibido el acercamiento a los rubios escolares del Collegio Americano y del Collegio Canadese, cuyo edificio era reciente como el nuestro, y que proyectaban aprobadas imágenes de modernidad, pero con quienes, por la notable diferencia idiomática, era menos accesible la comunicación. El latín era una lingua franca no igualmente dominada por todos.

Fue entonces, pasado apenas medio año desde mi ingreso en el Collegio, cuando abruptamente fui dos veces objeto de abuso sexual por parte de Marcial Maciel, fundador y actual superior general vitalicio. Ya lo expuse en mi testimonio legal. Como luego he sabido, si no hubiera sido por nuestra confundida inocencia, muchos habríamos podido empezar a sospechar de otros motivos reales para tanto silencio y separación frente a jóvenes como nosotros, que habrían podido –si aquello de nuestra parte hubiera sido psicológicamente posible– transmitir nuestro penoso estado por lo menos a sus superiores de otros colegios y, éstos, a otras personas de autoridad religiosa en el Vaticano.

El Derecho Canónico permite que los religiosos puedan escoger a su confesor y, en caso pedido, aun tratándose de un sacerdote externo. A pesar de ello, a nosotros se nos decía –como también han repetido recientemente algunos obispos mexicanos– que "la ropa sucia se lava en casa". Pero una vez al año se nos llevaba pro forma en grupo, el mismo día y a la misma hora, al templo de Sant’Andrea della Valle, no lejos de Chiesa Nuova, regido aquél, para mayor seguridad, por monjes teatinos de clausura.

Nadie cuestionaba que nuestra correspondencia de entrada y de salida fuera violada. Sé de algunos compañeros que silenciaban en clave sus sentimientos personales. Alguna vez yo también escribí así mi diario en un inglés modificado. De pedir acceso a un ejemplar del Derecho Canónico, éste habría sido denegado. A nadie se le habría ocurrido mencionar allí el concepto de "derechos humanos" entonces. Nada nos pertenecía. Ni nuestras propias palabras y, con el tiempo, ni nuestros propios pensamientos.

Un angustiado anochecer de mi vida en Roma vi en la vitrina de la Librería di San Paolo el título traducido de otra obra de Thomas Merton: Nessun uomo é una isola, por el verso aquel de John Donne que, en los años sesenta, habría de inspirar una canción de Joan Baez: "No man is an island..." Pero nosotros, entonces, a pesar de las apariencias de cristiana y fraterna solidaridad, descontextualizados, lejos de patria y familia, formábamos un archipiélago de soledades, cada uno consumido por su propio silencio...

¿Y era el Dios allí explicado un consuelo? Una hipóstasis indivisible unía a la persona del superior con el Ser Supremo. "El Espíritu sopla donde quiere", dice la Biblia; pero en la Legión de Cristo las mociones interiores del Espíritu también estaban sujetas al escrutinio suspicaz del director. Sé del caso de un legionario a quien le fue retirada una edición inglesa de la obra de San Juan de la Cruz, regalo de su padre, profundo poeta espiritual él mismo.

Todo pensamiento religioso no bien visto por el director espiritual era considerado peligroso. Los nombres de místicos como Santa Teresa de Ávila y el beato Sebastián de Orozco aparecían solamente en historias de la literatura castellana. Catalina de Siena, Angela de Foligno y hasta una francesa "mujer de este mundo", Elisabeth Lesieur, eran citadas sólo por conferenciantes ocasionalmente invitados. Edith Stein, hoy doctora de la Iglesia, de la que alguna revista madrileña escribía ya desde los tempranos años cincuenta, habría sido ignorada allí entre nosotros por el solo hecho de ser hebrea. Jacob Boehme, Meister Eckhart y Jean Tauler eran ilustres desconocidos. La rica espiritualidad griega, exceptuados unos sermones de San Juan Crisóstomo y un ejemplar, inexplicablemente encontrado, de Nicolás Kavasilas (La vida en Cristo), no existía.

Ilustración de HelgueraRafael Arumí, maestro espiritual, se apoyaba irremoviblemente en los criterios de Giovanni Battista Scaramelli (Il direttorio mistico indrizato ai direttori di quelle anime che Iddio conduce per la via della contemplazione, Venecia, 1754) que, fríos y autoritarios, le facilitaban el control total de las almas. Y ninguna posibilidad de diálogo que no se sostuviera sobre las más sumisas respuestas del dirigido. Además de algunas epístolas de San Pablo, del somnífero libro del padre Alonso Rodríguez: Ejercicio de perfección y virtudes cristianas y de los escritos carismáticos de Dom Columba Marmión, se insistía en aquellas lecturas que más reforzarían la dependencia: El culto de la regla y El culto de los votos, del padre Colin. En ocasiones, Arumí, con inesperado gesto sentimental, elogiaba desmedidamente a una obscura monja, autora de un folletito: Los doce grados del silencio. Olvidando que todo está en la conciencia, uno de esos grados lo representaba la reverberación de la lámpara del Santísimo. Algunas obras del entonces televisivo y exitoso obispo Fulton J. Sheen, El primer amor del mundo y aquél que respondía a la pregunta de William James, ¿Vale la pena vivir?, bien reseñadas pero de espiritualidad light, nos eran leídas en el refectorio durante las cenas. Y en una institución autonombrada "cristocéntrica", un principal alimento espiritual se consideraban las insubstanciales cartas "doctrinales", apócrifas muchas, del fundador. (No creo, Eduardo, que alguien haya observado a lo largo de la cronología más que semisecular de esos textos su silencio total sobre muy graves situaciones de la Iglesia y sobre tantos importantísimos documentos contemporáneos de la misma y del mundo). Contadísimas veces en mi vida vi en silencio al fundador y superior general. Y nunca a solas y contemplativo en un recinto sagrado. Sus misas eran extremadamente infrecuentes y, por ello y en público, penosamente olvidadizas del texto "ordinario" del ritual.

"NO HABLES DE ‘mi enfermedad’ ni con el padre Rafael Arumí ni con el padre Antonio Lagoa" (únicos sacerdotes residentes), me dijo Maciel después de manipular por primera vez la sacralidad de mi cuerpo adolescente. Era ya la primavera romana y, no lejos de la enfermería a obscuras (recinto mayor del daño individualizado, pero general y continuado), contra el más limpio cielo azul empezaba a florecer un almendro. Luego lo comprendimos: al margen de Nietzsche, en un nuevo retorno, Dionisos quería ocultar su irrefrenada lascivia tras la perfecta normatividad apolinea de la espiritualidad colectiva. ¿Para qué esforzarse por ser virtuoso de veras, si con simular serlo –todo "como si"–, en este mundo de apariencias, con técnicas ventajosas de sometimiento, dadas ciertas yuxtaposiciones bien escogidas, y bajo un poderoso sistema de encubrimiento, pueden lograrse creíbles resultados espectaculares, sobre todo a sabiendas de que "no hay museo para las malas acciones"? (¡Cuánto tendría que decir aquí Vladimir Jankélévitch [La mala conciencia], si lo invitáramos!) Indudablemente Marcial Maciel tampoco imaginó nunca que un día lo analizaríamos con pensamiento propio y también a la luz de ciertas interpretaciones de Henri Baruk).

Entonces, por lo que a mí tocó, empecé a vivir "el silencio de los inocentes" –y, un tanto, a dejarme morir– con la experiencia ansiosa de otra clase de acallamiento. Éste, astutamente conseguido, fue el primero de una larga serie de silencios impuestos, sin duda en un más amplio juego de connivencias intrainstitucionales: recuperados ya psicológicamente después de tanto tiempo, lo vemos ahora con toda lucidez. Quien desee saber más de las tácticas de control mental por parte de pseudopastores lea los artículos sobre cultos, sectas y nuevos grupos religiosos, del doctor John Hochman, y el viejo librito de William W. Sargant, The Battle for the Mind, que no debería ser olvidado.

El Sábado Santo de 1955 fui víctima por segunda vez de la misma persona durante el anochecer de ese silencio sacro. Sólo tuve a Dios y a mi confusión por testigos. Lo escribí así en mi testimonio notariado, aunque sé perfectamente que la gente no lo creerá. Quienes dudan de nuestras revelaciones deberían entender fácilmente que a hombres mayores de sesenta años no les ayuda en nada el sobrecargarse de dificultades innecesarias, y menos a esta edad en la que, como escribió al final de su vida Kazantzakis, "uno debe pensar, más bien, en ir recogiendo los lápices."

Desconcierta ahora lo gratuito y "natural" de aquel sucedido, en condiciones tan inimaginablemente impropias. Él no asistió a la ceremonia de la luminosa Vigilia Pascual. Lo habían inyectado dos horas antes quienes, sin duda con dificultad, le habían conseguido la morfina. Después de varias horas transcurridas en la obscuridad de la enfermería, muy noche, me dijo: "Ya se oye el canto gregoriano en la capilla. Sube a ponerte el uniforme y súmate a la comunidad." No hacía falta ya recomendación de silencio; había quedado sobreentendida. Al día siguiente, glorioso Domingo de Resurrección, él celebró con gran "unción" aparente la misa mayor; y en la elevación de la hostia consagrada –tensamente sostenida– se detuvo considerablemente más tiempo del habitual.

A pesar de todo, el ejercicio del particular "cuarto voto secreto", muchos temores reprimidos y una prolongada dependencia mental, que los psicólogos tendrán que explicar, habrían de mantenernos a otros compañeros y a mí en la institución, e incluso después de abandonarla, no sólo callados durante muchos años sino también de varias maneras en trato con ella. Dado el aislamiento, por muchísimo tiempo, cada uno de la mayor parte de nosotros creería que su caso, para él inexplicable, había sido único. Además, habiendo dejado la congregación, nuestro ex superior general intrigaba por diversos medios y personas para que no tuviéramos comunicación entre nosotros. De unos decía a los otros que aquéllos no tenían "buen espíritu acerca de la institución" y que había que evitar los contactos.

No obstante, más tarde varios de nosotros, antiguas víctimas, manifestamos en secreto nuestras preocupaciones a clérigos de alguna manera prominentes dentro de la estructura eclesiástica. Siempre, casi invariablemente, se nos recomendaba "dejarlo todo al mejor juicio de Dios..." Personas bien intencionadas, en años muy recientes, aconsejaron entregar a las instancias eclesiásticas pertinentes nuestros testimonios lacrados, con instrucciones para que fueran abiertos sólo después del fallecimiento de Marcial Maciel. Nosotros nos negamos a ello por dos razones: quisimos hacerlo en vida suya por virilidad nuestra y por justicia para él, a fin de que él pudiera defenderse.

Los hombres de la Iglesia jerárquica –escribió hace tiempo Hans Küng en un valiente editorial de El País– siempre exigen guardar secreto. De ese modo ellos controlan al mismo tiempo la palabra y el silencio. A mediados de noviembre de 1956 éste se nos impuso, bajo conminación de penas eclesiásticas, durante los interrogatorios de ordenanza vaticana en los que, sutilmente influidos por los superiores, callamos o evadimos la verdad. Como Teseo entraron los fallidos visitadores apostólicos a aprehender al depredador Minotauro; y fuimos nosotros, sus propias víctimas, extrañamente, los muros mismos de su laberinto protector. Precisamente tardamos tanto en saber que los otros también habían mentido porque todos guardábamos el juramento exigido.

El martes 13 de febrero de 1998 entregamos en la nunciatura apostólica de la Ciudad de México el original de nuestra "Carta abierta al Papa" (separata en la revista Milenio, 8 de diciembre de 1997). Seis meses después, el lunes 6 de julio, el nuncio Justo Mullor García, bajo solicitud anticipada, el viernes anterior, del doctor Arturo Jurado Guzmán, atendió personalmente una llamada mía. Pude darme cuenta, por varios indicios, de que la conversación, después de una prueba inicial de grabación de la parte de la nunciatura, estaba siendo registrada electrónicamente; a pesar de lo cual, el nuncio, a media charla, sobresaltadamente, me insistió dos veces en que le dijera si yo estaba grabando nuestro intercambio verbal. Yo no estaba grabándolo, y así se lo dije con firme respeto. Al final del mismo, y habiéndome recordado él que "la Iglesia tiene sus tribunales para presentar el caso", me dijo que de ese contacto nuestro yo no debía hablar "absolutamente nada con los periodistas".

Ilustración de HelgueraPor la mañana del sábado 17 de octubre de 1998, al entregarle en el antiguo Palazzo del Sant’Ufficio nuestra demanda en presencia del juez eclesiástico don Antonio Roqueñí y de nuestra abogada canonista, doctora Martha Wegan, el padre Gianfranco Girotti, ofm, entonces subsecretario del cardenal Josef Ratzinger, también nos exigió silencio. Lo prometimos, en la creencia de que nuestra causa sería conducida de buena fe y conforme a lo estatuido por el Derecho Canónico. Y cumplimos con nuestra palabra. Sólo al ver la injusta desaprensión absoluta con que, contra el espíritu y la letra de la ley, fuimos ignorados por la misma Congregación para la Doctrina de la Fe, aun tratándose de cláusulas del Derecho Canónico, entonces sin prescripción temporal, la mañana del lunes 31 de julio de 2000 comunicamos personalmente al padre Girotti que ya no callaríamos más.

(¡Oh, es grandísima en el Vaticano la preocupación por la pureza de la doctrina de la fe: porque evidentemente la praxis cristiana de ciertas virtudes por parte de sus propios clérigos no parece importarles tanto, mientras el desprestigio mundial por ello no les traiga consecuencias incontrolables!)

El mismo cardenal Josef Ratzinger, según testimonio ya público por la valiente bonhomía del padre Alberto Athié y ante una misiva de este cristiano sacerdote, manifestó a Carlos Talavera, obispo de Coatzacoalcos, Veracruz, que frente al "delicado" caso de Marcial Maciel, era necesario callar.

Hemos sobrellevado también otras formas de silencio: el de algunos familiares insensibles, el distanciamiento de ciertos asociados, el retiro de amistades, aun de las de aquellos antiguos compañeros que conocen perfectamente la verdad de lo que hemos revelado y que fueron, ellos mismos, víctimas, confidentes y, en algún caso, no sólo partícipes y encubridores sino que, corrompidos por Marcial Maciel y dependientes de él casi de por vida, han llegado hasta a notariar falsos testimonios contra quienes hemos dicho la verdad.

Sufrimos también ahora por el silencio de aquellos hermanos que se quedaron dentro de la institución y que encanecen ya bajo una depresión crónica –estamos informados–, controlados con fármacos. ¡Esos eran los hombres que combatirían al comunismo, a la teología de la liberación, a la New Age, en pro de la Bioética, y ahora en pro de un "Humanismo ecológico" (siempre sobre el conveniente nuevo caballito de Troya de popularidad con el papa en turno)! Ellos, a pesar de su filosofía y teología, siguen prisioneros de almas también cautivas, sin duda tristes hasta la muerte: no han podido arrancar el testimonio de su propia conciencia, ¡cuando sería el momento, por fin, de recuperar al menos su dignidad y el ejercicio de su última libertad!

Irrita el silencio de otros cómplices: el de las cúpulas de diversa índole, ¡pues tanto habría de periclitarles! Late también el silencio espasmódico de ciertos medios de comunicación, éstos mismos bajo la férula de los intereses y de los poderes; aunque algunos hombres y mujeres han querido cumplir con su gran deber social de investigar, analizar, informar desapasionadamente y sin temor. Y algunos de ellos, por ejemplo Ciro Gómez Leyva, del Canal tv 40 de la Ciudad de México, Carmen Artistegui y Javier Solórzano, entonces conductores de "Círculo Rojo" de Televisa, han sufrido en su propia vida profesional por habernos dado presencia y voz en su programas. También tenemos que agradecer ante todo a Jasón Berry y a Gerald Renner (The Hartford Courant, National Catholic Reporter), a Salvador Guerrero Chiprés (La Jornada) y a Alfonso Torres (Tribuna de Actualidad de Madrid, La prodigiosa aventura de los Legionarios de Cristo). Sandro Magíster (revista Espresso de Roma) ha sido un periodista humano y generoso. Germán Dehesa y Javier Sicilia, escritores mexicanos, católicos cultos y dignos, también se han interesado en investigar nuestro sufrimiento.

Bajo el silenciamiento de extrañas fuerzas, de cuya identidad no tenemos la menor duda, hemos sido traicionados por las mismas personas franciscanas y de la Orden Tercera que, el 13 y el 14 de enero de 2001, nos dieron en el Convento de Nuestra Señora de Luján, en Santiago de Chile, verbalmente sus testimonios al doctor Arturo Jurado Guzmán y a mí en contra de la supuesta autenticidad de dos cartas falsas, presentadas en diciembre de 1996 por la Legión de Cristo y Marcial Maciel en contra nuestra y para encubrimiento suyo ante el grupo editorial de The Hartford Courant, de Connecticut. Estas personas de Chile, entre ellas el sacerdote Carlos Salgado, ofm, se resisten a reiterar sus testimonios y hasta se desdicen completamente, a sabiendas (por lo menos en cuanto se refiere a la falsedad de los documentos) de que se está mintiendo contra las víctimas inocentes que somos. (Del obispo Polidoro Van Vlieberghe, a quien las cartas falsas le fueron atribuidas, no sabemos que se haya retractado del testimonio en contra de tal mentira que, no obstante su avanzada edad, nos dió lúcida y libremente al mediodía del sábado 13 de enero de 2001 en el mismo convento mencionado).

Que, por humanidad, nos escuche un alma y una pluma valiente y capaz: pues dondequiera que se permite una gran injusticia hay un caso Dreyfus. ¡Ojalá también nosotros tuviéramos nuestro Emile Zola!

Y nos abruma (¿cómo podríamos soslayarlo?) para quienes quieran entenderlo, el penoso silencio del Papa, tintado a veces por la inveterada dialéctica del doble discurso. ¿No habría de dolernos?

He expresado lo que creo en conciencia que debo manifestar, como mis nobles y antaño más victimados compañeros. Por sus revelaciones conozco las experiencias que sufrieron: son mucho más numerosas, graves y dolorosas que las mías. He escrito también por el entrañable recuerdo de nuestro querido Juan Manuel (Fernández Amenábar). Y para que nunca tenga que guardarse un minuto de silencio en memoria de las funestas consecuencias del triste silencio que, erróneamente, por tanto tiempo guardamos.

Ilustración de HelgueraEl perdón, hermano del silencio, es una forma social del olvido. Mas los sujetos personales no podemos arrogarnos la autoridad del perdón total que sólo corresponde a la sociedad de leyes agraviada en nuestra individualidad. Y la memoria, dependiendo de su uso, es un poder y un problema; por ello los testimonios fieles son instrumentos culturales necesarios y recursos vitales en la lucha contra la injusticia, contra el olvido y contra la distorsión de la historia: Yosef Yerushalmi ha escrito sobre el tema con sentido y conocimiento profundos. En esto, al referirme a mí, me he expresado en apoyo de ciertos derechos y obligaciones de la sociedad y en defensa de la Iglesia misma, a pesar de la arrogancia y malicia de algunos de sus indignos representantes que ya señalaba Baruch Espinosa en su Tractatus Theologico-Politicus. Si nosotros calláramos definitivamente sobre materias tan graves, ¿quiénes hablarían después?

Acerca del silencio del Señor no tengo dudas porque sé que "sus tiempos" no son nuestros tiempos. Yo me acojo al salmo 38: "Pero yo confío en Ti, Oh Dios, y Tú, Dios mi Señor, me responderás." Y, por eso, generoso amigo y comprensivo lector, si es que has llegado hasta aquí, concluyo, esperanzado (expectans expectavi Dominum...) a pesar de todo, con este pensamiento, bien entendido, de Max Picard:

En cualquier otra circunstancia, fuera de la plegaria, el silencio en el hombre sirve a la palabra del hombre; pero ahora, en la plegaria, la palabra sirve al silencio en el hombre: la palabra guía los silencios humanos hacia el silencio divino.

Postscriptum: en la tarde de ayer (se refiere a un día de junio de 2002, n. de la R.) recibí por teléfono, de parte del consejo editorial de la revista Prometeo, la petición de que en la narrativa de los hechos expuestos en la carta que antecede yo omitiera el nombre de Marcial Maciel. Me negué respetuosamente. Se me solicitó que lo repensara, y esta mañana se me llamó de nuevo para conocer mi decisión. Respondí que, aun tratando de comprender sus posibles motivos, no me parece oportuno proceder como se me ha sugerido. Estas son mis razones: 1. Omitir el nombre del ofensor no evitaría que se conociese de todos modos a quién se refieren estos hechos. 2. Este acallamiento daría al público lector, a las personas que lo supieran y, sobre todo a Marcial Maciel y a sus súbditos y simpatizantes tanto de buena como de mala fe, la idea mal fundada de que su poder está por encima de la verdad y de que nosotros, sus antiguas víctimas, tenemos temor, lo cual de ningún modo es así.

Lamentablemente, el mismo hecho al que se refiere esta nota señala por sí mismo otra vez por qué es posible, hasta por un extraño temor editorial mal entendido, que perduren, menos conocidas y cada vez más impunes, injusticias tan graves en la sociedad y en la Iglesia. Es éste un dato más que, sumándose a las sutiles presiones de diversa índole expuestas en este escrito, pone de manifiesto bien paladinamente la complicada naturaleza y el amplio espectro de las causas del silencio. Un final, realmente inesperado, sobre todo proviniendo de quienes me hicieron la invitación para que expusiera las razones de mi silencio...
 
 

* ex legionario