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México D.F. Domingo 22 de agosto de 2004

MAR DE HISTORIAS

Oro en el desierto

Cristina Pacheco

ecibo los periódicos muy tarde y sólo dos veces por semana: lunes y jueves, únicos días en que el camión sube hasta Berriozábal. Siempre ha sido así, pero a la gente ya se le olvidó. A todas horas vienen a preguntarme si hay algo nuevo.

-Lo que ustedes me cuenten -les respondo y se encabronan porque suponen que no entiendo a qué se refieren.

Los ancianos no insisten. Tan pronto como llegan a mi tienda se van. A lo mejor a estas alturas de su vida, ya no tienen muchas esperanzas de volver a reunirse con su gente.

Las mujeres son más alborotadas. Se aplastan y me reclaman porque no llamo al expendio para pedir que me fleten los periódicos del día.

Aunque me fastidien sus exigencias, las entiendo más de lo que suponen: les urge revisar las listas que se publican en la página Emigrantes. Allí aparecen los nombres de los que serán repatriados a México y de los que murieron. Son los menos. A los pocos que llevan identificación, los asaltantes se las quitan para que no queden huellas. šCabrones!

Supongamos que yo les diera gusto a esas mujeres y que hablara al expendio. ƑEn qué chingaos me llegarían los periódicos si el camión sube a Berriozábal nada más los lunes y los jueves?

A como van las cosas, no dudo que las corridas del Flecha Verde se reduzcan a un solo día y a lo mejor hasta eso llega a ser demasiado. Acá nunca han subido los turistas y de todos los paisanos que se fueron a Estados Unidos ninguno ha vuelto. Los pocos que permanecemos aquí, por angas o mangas, no podemos viajar. ƑQué negocio representamos para la línea Flecha Verde? Ninguno.

Las mujeres y los ancianos tienen la esperanza de que con el programa de repatriación vuelva a poblarse Berriozábal y a tener el ritmo de antes. Están locos: šesto se acabó!

II

A veces me desespero y me entran ganas de largarme. Me iría si encontrara a quien traspasarle el negocio o si tuviera valor para cerrarlo como está. ƑQué tanto iba a perder? Casi nada. A últimas fechas he invertido poco dinero en surtirme. Los clientes que antes me compraban desde sal hasta herramienta, ahora nada más me piden cerveza, sopas instantáneas, refresco, huevo y frituras.

Las mujeres no tienen a quién cocinarle: sus abuelos ya no se interesan por la comida y a sus hijos nada más les gustan las porquerías de paquete y los refrescos. Esto, que para mí significa pérdidas, es la tablita de salvación del doctor Diéguez: si no fuera por los dientes picados y las muelas rotas no sé de qué viviría.

Cuando estoy deprimido pienso en el dentista y me aliviano. Mi situación, comparada con la suya, está fácil. Entre lo que invirtió para poner su consultorio y comprar el oro para incrustaciones se le fue todo el dinero. Espera recuperarlo cuando los pacientes cumplan su promesa de mandarle cien dólares mensuales.

A estas alturas, si es que viven, no creo que esos paisanos recuerden su compromiso con el doctor, pero si lo hicieran tardarían muchísimo en pagarle lo que costaron las aplicaciones de oro que les puso en los dientes.

Según me ha contado, el doctor Diéguez aprendió a hacer ese trabajo en un país de Centroamérica. Allá las mujeres, antes de salir a Estados Unidos, se mandan poner incrustaciones. No lo hacen por coquetería, sino a manera de identificación, por si mueren durante el viaje o en el desierto.

Cuando el doctor Diéguez supo que de Berriozábal salían montones de emigrantes, se vino para acá pensando en que iba a ganar carretadas de dinero. Desde que abrió su consultorio y puso en la ventana las fotos de las dentaduras adornadas con figuritas de oro, el doc empezó a tener clientes, sobre todo mujeres. Muchas le dieron un adelanto, la mayoría nada más la promesa de pagarle las incrustaciones en cuanto consiguieran trabajo en Texas o en California. Que yo sepa, hasta el momento ninguna le ha cumplido.

El doctor Diéguez -se llama Ramón, pero nunca me he atrevido a hablarle por su nombre- me ha dicho que si se ha quedado en Berriozábal es porque tiene la esperanza de recobrar su dinero. No dudo que sea verdad, pero creo que tiene otro motivo: Julia.

En ese sentido, comparado con lo que le sucede al dentista, también le llevo ventaja: lo mío por Julia es calentura, lo de él creo que es amor.

III

Diéguez me visita los lunes y los jueves por la noche. No me lo pide, pero le dejo mi periódico sobre el mostrador para que lo tome. Lo hojea despacio, como si no le urgiera -igual que a los demás- llegar a la página de Emigrantes. Mientras lee noto cómo le brillan los ojos y le tiemblan las manos por el ansia de encontrar el nombre de Julia en la lista. Termina, devuelve el periódico al mostrador y me pide una cerveza.

A los primeros tragos, el doctor Diéguez suelta la lengua. Comienza por recordar la época en que, desde el amanecer, una fila de mujeres esperaba el momento de que él abriera el consultorio. Dice, y me consta, que algunas le llevaban animales para pagarle el trabajo en oro; dice, y me consta, que nunca recibió ni una gallina.

-Si lo hubiera hecho, doc, ahorita estaría nadando en oro.

Por la forma en que me mira sé adónde quiere llegar. Abro otras dos cervezas y le pregunto si tiene idea de cuántas incrustaciones habrá hecho. Levanta las cejas y las comisuras de los labios se le caen al suelo:

-Ni idea, pero todas fueron de oro de catorce. Es el mejor y brilla precioso cuando las damas sonríen.

En ese momento yo tampoco puedo detenerme y le pregunto si llegó a poner más de una incrustación en una sola dentadura. Cierra los ojos y repasa sus

archivos mentales. Aunque sabe, lo mismo que yo, que en los caninos y en los premolares de Julia puso un sol, una luna y dos estrellas.

-Debió tardarse mucho en hacer ese trabajo -digo, como si yo no hubiera llevado el registro de las horas que aquélla se pasó metida en su consultorio mientras yo me mordía los codos de celos. Tengo que esforzarme mucho para controlarme mientras el doctor se pone a explicarme con todo detalle cómo separaba los labios de Julia, cómo le metía rollitos de algodón para impedir que ella cerrara la boca mientras él aplicaba inyecciones de anestesia para ponerla a salvo del dolor mientras él trabajaba sobre cada diente.

El doc no me haría una descripción tan minuciosa si supiera que con cada detalle revive mi necesidad de estar con Julia, de acariciarle los labios, de sentir mis dedos húmedos de saliva mientras recorro las incrustaciones en sus dientes.

Busco salir de esa trampa y provoco al dentista:

-šPinche Julia! Se fue quedándole a deber las cuatro incrustaciones. šUn dineral!

El doctor Diéguez levanta otra vez las cejas. Sin mirarme, asegura que nunca volverá a hacer un trabajo tan laborioso. Lo justifica por el lado del costo y del incumplimiento de Julia, que todavía no le manda ni un centavo: pero yo sé que es por otro motivo: quiere que sólo una mujer en el mundo tenga el sol, la luna y dos estrellas adornando su boca.

IV

Quizás el doctor Diéguez sepa que los dos vivimos atrapados en el recuerdo de Julia, que recorremos mentalmente los espacios donde estuvimos con ella; que lunes y jueves leemos con la misma ansiedad la página de Emigrantes. Lo que Ramón ni siquiera imagina es que le llevo una ventaja: mi ansia de ver a Julia es calentura, la suya es amor.

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