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México D.F. Domingo 22 de agosto de 2004

Rolando Cordera

Derechos y más derechos: manifiesto

A estas alturas del partido, a nadie le cabe la menor duda que el país vive horas de angustia. Sobre cómo se resolverá esta situación no hay consenso, pero teorías y especulaciones sobran, y algunas de ellas rebasan los límites aceptables del pensamiento republicano, si es que algo como esto existe hoy en México.

El secretario de Hacienda puede presumir que su estrategia tuvo éxito y que el país aquí está, un tanto echado, pero al fin estable, donde cada clase y categoría social reconoce su lugar en la escala distributiva y admite la jerarquía de privilegios y arrogancias que trajo consigo el cambio estructural hacia la globalización, pregonado y defendido con bravura y poca conciencia histórica por los últimos gobiernos de la posrevolución y el primer gobierno del nuevo y nonato régimen que nos legó la alternancia. El triunfo del secretario, solícitamente auxiliado por el gobernador del Banco de México y sus vices, confirma el advenimiento de un nuevo paradigma sicológico y social sustentado en la estructura de clases y que no pocos quisieran ver convertido en auténtico nuevo régimen basado en la propiedad y la riqueza.

Mientras se resuelve tan ambiciosa empresa, como es la de darle al clasismo de huarache emergido del priato tardío la misma categoría que los científicos le dieron a la aristocracia pulquera del porfirismo, vale la pena distraer nuestra atención en menesteres más terrenales y, quizás, más pertinentes para la construcción de un régimen que no sea de opereta ni de fantasía. La ocasión es propicia, porque a pesar del frenesí de muchos políticos y aspirantes a plutócratas, la pesada realidad mexicana del primer tercio del siglo XXI se impone a supercherías y juegos de palabras dirigidos desde el poder y la riqueza a oscurecer la terrible circunstancia que vive y sufre el mexicano promedio, el de en medio y desde luego el de la base y el del sótano.

La pobreza y la desigualdad nos abrasan y de ello sólo puede tener duda el que no viaja por el territorio o no visita las grandes esquinas de la ciudad de México. Como dijera alguna vez el maestro Horacio Flores de la Peña, no se puede hablar de desarrollo o de modernidad, o de democracia consolidada, diría yo, con niños hambrientos en la calle vendiendo lo que sea y sometidos a la protección de padre o madre vigilantes, siempre listos para transar, rezongar, resignarse a una realidad inmutable y desolada. Eso es sobrevivencia, pero poco tiene que ver con la vida digna que promete el mundo global.

No hay salida fácil y operativa para todo esto y las discusiones sobre la medición de la pobreza o el significado de la desigualdad suenan fútiles si no las inscribimos en un horizonte mayor de la política, que sólo puede ser ético, y referirnos a los derechos humanos tal y como la humanidad los ha venido concibiendo por lo menos desde 1945.

La idea de un régimen político articulado por los derechos humanos, que ahora se entienden como económicos, sociales y culturales, no es una antigualla sino una necesidad urgente y vital. Sólo desde una perspectiva como la que permiten e incitan los derechos humanos universales y en expansión, le será posible a México sortear la trampa de la marrullería y de la violencia que hoy se teje para de aquí al 2006, y arribar a su segunda alternancia como sociedad moderna y civilizada, a pesar de su inicua pobreza y majadera desigualdad.

Por esto y más, es que resulta inadmisible la arrogancia primitiva del gobernador de Jalisco y su procurador frente a las recomendaciones que le hiciera la Comisión Nacional de los Derechos Humanos y que tan bien defendiera su presidente, el doctor José Luis Soberanes. Los desmanes y abusos de los vándalos no son conmensurables con la violencia o la tortura de la autoridad. Si no aprendemos a distinguir y nos vamos con la finta de imágenes prefabricadas, como las expuestas en estos días en la televisión, seguiremos al amparo de flautistas y falsarios, alejados de la modernidad y del civismo, tanto como los enloquecidos dizque globalifóbicos que tan flaco favor le hacen a Dostoievski.

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