Jornada Semanal, domingo 15 de agosto  de 2004           núm. 493

NMORALES MUÑOZ.

SEGUNDA MUESTRA NACIONAL DE LA JOVEN DRAMATURGIA

Aun en medio de las grillas de quienes intentan hacer de Manuel Naredo un émulo de San Juan Bautista, el Conaculta pudo auspiciar la Segunda Muestra Nacional de la Joven Dramaturgia en Querétaro. Organizada por los también dramaturgos jóvenes Edgar Chías y Luis Enrique Gutiérrez, la muestra encontró, desde el principio, signos que perfilaron su derrotero. Uno de los principales, el desaire: la cancelación de varios invitados de peso confirmó el desinterés del establishment por las nuevas voces dramáticas y encaminó la reflexión hacia lo intimista. El debate se suscitó luego entre un grupo de personas reducido y que siempre fue el mismo, en medio de la indiferencia casi total de la comunidad teatral queretana.

Por fortuna Jaime Chabaud, Jorge Dubatti y Fernando de Ita se encargaron del exhorto reflexivo; el primero con su ya clásico taller dramatúrgico, el argentino con una revisión del teatro latinoamericano contemporáneo, además del análisis de las obras presentadas durante el evento, y el hidalguense con un curso sobre las vanguardias del teatro mexicano del siglo xx, tendiendo puentes entre historia y presente teatral.

Paradoja o tautología: quedó claro que los componentes más jóvenes de la Sexta Generación están mucho más cerca del canon de Usigli que de generaciones más próximas. Ello pareciera indicar que los juegos formales característicos de la Novísima Dramaturgia no han constituido, en términos generales, un referente importante para sus sucesores. Luis Mario Moncada, incluso, confesó estar en un momento de desorientación y replanteamiento profesional. No obstante que esta intervención, junto a las de Gonzalo Valdés Medellín y Chabaud en la misma mesa redonda, parecía una invitación directa para matar a los padres, los dramaturgos participantes, salvo un par de excepciones, se quedaron cual estatuas de marfil. Lo anterior es indicativo de la poca vocación crítica y dialéctica de los escritores escénicos más nuevos (confirmación de lo sucedido en la primera edición de la muestra), hecho que, en más de un sentido, resulta preocupante.

Denisse Zúñiga, joven teatrera defeña, abrió la muestra con tres obras cortas de su inspiración, disímbolas y enrarecidas, aproximaciones a una poética que combina la sutileza y la candidez con elementos crudos y desgarradores, lo que permite una comparación con Jesús González Dávila. La más lograda resultó la tercera, parte de un tríptico de obras para café, parábola sobre las paradojas e imprevistos del amor.

El trabajo de la compañía liderada por la joven y talentosa teatrera capitalina radicada en Querétaro Mariana Hartasánchez sobresalió claramente del resto de las lecturas, y hasta maquilló varios de los defectos de los textos que se encargaron de escenificar. El primero de ellos, Día cero, comedia ligera (muy ligera) de autor infausto, se limita a seguir la tradición de obras urbanas de Sabina Berman y Carmina Narro, pero en manos de una directora y de un grupo de actores hábiles le valió al escritor una analogía inmerecida con Ibargüengoitia. Este mismo grupo, dirigido por Ginés Cruz, escenificó Nocturno de la alcoba, del regiomontano Mario Cantú, el autor más experimentado de los comparecientes, que trenza una historia sencilla pero con pretensiones existenciales, que cuajaría mejor si no se regodeara en chistes cultos y en afanes misóginos.

La desgracia hizo del hidalguense Enrique Olmos y del tamaulipeco radicado en Monterrey Vidal Medina las víctimas de la desidia y el antiprofesionalismo de los grupos teatrales de la entidad sede. Un curso de milagros, de Olmos, texto estimulante en la creación de dos personajes miserables pero acaso demasiado parecido a las obras de legom, resultó afectada por la interpretación de una actriz que no es actriz, un actor limitado y de un inexplicable bailarín en calzones. En tanto, la recuperación y actualización mitológica de Medina en El misterio de Ariadna no pudo apreciarse cabalmente dada la soporífera lectura del grupo comisionado, lo que provocó que varios buscaran ventilación en una sala adyacente del Museo de la Ciudad.

Con el estreno de La fe de los cerdos, de Hugo Wirth, obra ganadora del Premio Nacional de Dramaturgia Manuel Herrera 2003 que se reseñará en otra ocasión, la muestra cerró, dejando tras de sí más dudas que certezas, logros indiscutibles y aspectos a pulir, pero que se perfila decididamente como un punto de convergencia para pensar el teatro desde la perspectiva variopinta de la escritura escénica emergente.