Jornada Semanal,  domingo 15 de agosto de 2004          núm. 493
ANGÉLICA
ABELLEYRA
MUJERES INSUMISAS

 ROSARIO IBARRA DE PIEDRA: ACOPIO DE SONRISA

Dice que es tamaño pony. Y el apelativo le ajusta no sólo por la estatura pequeña sino por la vitalidad y la rebeldía que demuestra a sus setenta y siete años, con esa aparente fragilidad corporal que resguarda a una mujer valiente y risueña, implacable y suave y, a pesar de todo, feliz.

Algo le bulle por dentro. Será la agitación de su sangre paterna vasca, será la insurrección de su abuela luchadora por el voto femenino, será la vivacidad de su madre, será la tristeza que también le viene de lejos, será la vida libre que vivió desde niña, será el dolor por el hijo que le desaparecieron hace veintinueve años. Será algo de eso y mucho más lo que hoy conforma a Rosario Ibarra de Piedra (Saltillo, 1927), esta mujer que lo mismo acepta el abrazo anónimo en el mercado que rechaza el beso del presidente Fox.

De pequeña no tuvo necesidad de rebelarse. Era querida y libre junto a sus dos hermanos, su madre que tocaba piano, violín y mandolina, más su padre, un ingeniero agrónomo que se involucró en la revuelta de 1910. Aprendió a leer en el regazo de él, a los cuatro años. En los días de frío iba envuelta en una cobija a la escuela y también permanecía así en las piernas de su padre que le leía el libro que ella escogía al azar por el color de la pasta.

En Monterrey estudió en escuela de monjas, luego pasó a academias finolis donde las mujeres tenían enjundia y los varones eran progresistas. En la preparatoria formó parte de un grupo de cuarenta integrantes, donde ella era la única mujer deseosa de estudiar Leyes, pero la carrera finalizó cuando conoció al que sería su esposo, un médico quince años mayor que le hablaba siempre de la fortaleza unida a la amabilidad. Desde entonces Rosario hace acopio de la sonrisa y sigue además la recomendación paterna: sé suave de índole, blanda y tierna para saber entender las cosas de la vida.

Ya veinteañera continuaba montando a caballo, encaramándose a los árboles y adornando su cabello trenzado con hojas en lugar de flores. También solía ponerse una calceta roja y otra blanca por el simple gusto de estar bicolor y reír ante la reacción de sus amigas que le reprochaban el desatino. Sin embargo, el permanente apoyo familiar le otorgó una sensación de seguridad y el equilibrio que denota.

Lejos del estudio de leyes pero con una familia integrada por su esposo Jesús, cuatro hijos (María del Rosario, Jesús, Claudia y Carlos) y una escuela de declamación en Monterrey que nombró Gabriela Mistral, Rosario acudía a paros obreros de fábricas regiomontanas y acompañaba a sus hijos a manifestaciones estudiantiles. Todo cambió cuando su hijo Jesús desapareció, luego de ser acusado de pertenecer a la Liga Comunista 23 de Septiembre. Desde aquel abril de 1975 ella se mueve entre el DF y Monterrey para exigir a las autoridades de gobierno que presenten a su hijo con vida. No ha sucedido. Ha creado organismos de protesta como el Comité Eureka de Desaparecidos que nació en 1977. En él, junto a cien mujeres insumisas como ella, madres de desparecidos, ha hecho siete huelgas de hambre que consiguieron la amnistía y liberación de 148 desaparecidos en el sexenio de López Portillo. Aún queda una lista de 557 personas de las que ellas exigen su presentación con vida.

También fue la primera mujer candidata a la Presidencia de México (en 1982, por el Partido Revolucionario de los Trabajadores). Le gustaba la idea de que en los libros apareciera en su condición de bachiller, sin currícula académica ni política, sin estudios en Harvard y con una tarea única: ser madre de un desparecido político que lucha por encontrarlo al igual que a muchos otros. Con eso y su lema "Arriba los de abajo" recorrió el país.

Diputada federal entre 1985-88, candidata al Nobel de la Paz en 1986, dice que debiera creer en la política pero no lo logra. Tiene bastante tolerancia hacia los demás, pero lo que le levanta la ira como leche hirviendo es la injusticia y la falta de honestidad en quien promete y no cumple. Personifica con dos palabras: Vicente Fox. También le exasperan esas siamesas que hacen tanto daño a México: la simulación y la corrupción.

Tiene una disciplina enorme con sus lágrimas, pues no las derrama ni frente a los poderosos ni con su familia. Eso sí, llora en la regadera, a solas. Sus hijos y sus nietos son el motor de su andar. Y como no tiene inclinaciones suicidas, no es enfermiza y se cuida al cruzar las calles, y piensa continuar así por muchos años, con el ánimo arriba, su mezcla de fortaleza y suavidad que le permite seguir optimista y ser feliz con todo el acervo de ternura que le rodea.