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México D.F. Martes 10 de agosto de 2004

Vilma Fuentes

París playa

Los habitantes de París tienen una idea, Ƒoso decirlo?, si no equivocada, al menos incompleta de su ciudad. La imaginan gris, fría cuando no helada, bajo el chipichipi de esas gotas de bruma que ellos llaman crachin (escupitajos de lluvia que terminan por empapar).

ƑLa causa? Tal vez otra idée reçue de Bouvard y Pécuchet cuando edifican su diccionario de ideas que, sin saberlo, constituyen los prejuicios. En el caso, los parisienses, después de quejarse de los ''horrores" de su ciudad, consideran que las vacaciones implican un cambio que necesariamente supone un desplazamiento. Desde luego, hacia el sur, el sol, el calor. Olvido, quizá, de equinoccios y solsticios: el farniente se encuentra hacia el sur, bajo el plomo ardiente del sol.

Cierto, también, que los habitantes de las más fastuosas ciudades desconocen la suya. Creen que basta nacer en ellas, como un don genético, para conocerlas.

Recuerdo a uno de mis mejores amigos mexicanos que, después de sangrarse los pies recorriendo museos europeos, me confesó no haber visitado nunca el Museo Nacional de Antropología de México.

Me juró que iría, de inmediato, a su regreso. Pero... cuando se puede hacerlo todos los días, se deja para mañana. De ahí la suerte de ser un turista. Pero no cualquiera.

El turista por excelencia podría ser, paradójicamente, el habitante de la ciudad. A condición de querer asomarse a ver algunos de sus rincones. Valéry Larbaud, gran escritor y amigo de Alfonso Reyes, viajero real e imaginario, en barco, ferrocarril, mediante lecturas o sueños, escribió que sus mejores y más lejanos viajes tuvieron lugar en París: le bastaba reservar un cuarto en un hotel de otro barrio de la ciudad.

Dos semanas o dos meses que le permitían sentirse un extranjero en su propio país y conocer lugares diferentes donde se habla otro francés y se vive de otro modo.

Pero las cosas evolucionan y hoy es posible, sin cambiar de dirección, viajar en París al menos durante el canicular mes de agosto. Casi desconocida para los parisienses que regresan a su ciudad en un septiembre melancólico. Lluvias, sí, pero tropicales. Sol de plomo. Calor de los países del ''sur". Y playas. Una playa de cuatro kilómetros a lo largo del Sena, en pleno centro de París, desde donde se ve al otro lado del río, el palacio del Châtelet iluminado, las torres de Notre-Dame nítidas de luz, y puede pasearse sobre las playas de arena, entre palmeras, alberca, juegos para niños y adultos, orquestas, bailes, músicos solitarios, restorantes, cafés, bares, ejercicios, masajes, kinesiterapeutas.

Playa instalada durante agosto, casi por provocación, si no por reivindicación, en las autopistas creadas por el entonces presidente francés Georges Pompidou quien, en un afán de modernismo, construyó, al mismo tiempo, el magnífico museo que lleva su nombre y es conocido como Beaubourg y la carretera que atraviesa París a lo largo del Sena por la riviera derecha del río.

Su plan era continuar esta implantación de cemento y chapopote para la gloria de los automovilistas en la riviera izquierda, aislando el Sena entre dos carreteras urbanas. La muerte lo sorprendió en plenos sueños de modernidad. Si lo han dejado, tal vez habría entubado el río a la manera mexicana y en beneficio de los automóviles.

Gracias a una de esas paradojas que cambian los destinos y proyectos más seguros, en el espacio despejado para construir la autopista que cruza París, al menos en sus cuatro kilómetros centrales, el socialista Delanoé, alcalde actual de la ciudad, empujado por lo ecologistas de su consejo municipal, tomó la decisión de cerrar el paso a los autos y construir una playa para deleite y vacaciones de parisienses, turistas y la gente que habita los suburbios sin posibilidad de pagarse un corto viaje. El Sena, al fin, de nuevo al alcance.

Cuando pienso en mi ciudad, considerada por sus primeros historiadores europeos como la Venecia de América, atravesada por ríos y canales.

Desde luego hay prioridades, como la seguridad pública, pero acaso la vista del agua que fluye, canta y recuerda, al menos al inconsciente, las palabras de Heráclito a propósito del paso del tiempo y la vida, son un mejor tranquilizante contra el enervamiento y la violencia de la magnífica ciudad capital de México.

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