La Jornada Semanal,   domingo 8 de agosto  de 2004        núm. 492

 
 La pobreza de la poesía

Alberto Blanco

Hablar de poesía y pobreza es hablar, en realidad, de muchos tópicos relacionados, diferenciados, y hasta independientes. ¿Por qué? Porque al hablar de este tema tal vez lo primero que muchos podrían pensar sería en la relación bastante común y persistente que se puede observar, aquí y en todas partes, entre un enorme número de poetas y su más que evidente falta de medios, ya no digamos para prosperar mediante el desempeño de esta actividad, o para vivir dignamente de su "producto", sino para sobrevivir. Desde luego que en esta primera acepción de la pobreza de la poesía va implícita la idea de que la poesía es, o puede ser, o debiera ser, un oficio. Un oficio tan real y verdadero, tan válido y necesario como cualquier otro.

Sin embargo la idea –a estas alturas curiosa o extravagante– de que un poeta es más o menos el equivalente de un panadero, de un herrero o de un carpintero, sólo que en lugar de ser un hombre que trabaja con la harina, con el hierro o con la madera, es un hombre que trabaja con palabras, es un poco difícil de digerir. En todo caso, lo es para una sociedad moderna, contemporánea, que cree a pie juntillas en la división del trabajo que ha dejado a las "bellas artes" aisladas en un limbo del que no atina a salir desde hace mucho tiempo. Un coto de caza privado. Un espacio donde lo único que se le pide al artista es que produzca objetos tan bellos como inútiles, y donde al poeta se le pide que escriba inútil, pero conmovedoramente. Un coto privado, sí, pero privado de sentido social, de razón de ser y, por supuesto, de los medios adecuados para sobrevivir.

Y es que, entre otras cuestiones, hay que tener presente que la poesía, a diferencia de la panadería, la herrería o la carpintería, no es simplemente un oficio. Un carpintero puede decidirse a construir una mesa de acuerdo a ciertas especificaciones y saber de antemano que sus resultados coincidirán con los planes previos; pero ningún poeta puede saber cómo será su poema hasta el momento de haberlo terminado. ¿Quién en nuestros tiempos –"malos tiempos para la lírica" como decía Bertolt Brecht– estaría dispuesto a reconocer como un oficio una actividad donde no se sabe cuáles van a ser los resultados del trabajo hecho, si es que puede considerarse esto un trabajo? He aquí una segunda dimensión de la pobreza, a la vez que de la dignidad, de la capacidad de búsqueda y de riesgo, y de la radical extrañeza de la poesía.

Una tercera modalidad de la pobreza de la poesía tiene que ver con lo poco –o casi nada– que se lee poesía en nuestra sociedad y en nuestro tiempo. Es evidente que esta tercera forma de ver la pobreza de la poesía está íntimamente relacionada con las dos primeras. Más aún: se podría pensar que las condiciona. Sin embargo tendríamos que preguntarnos si esto es del todo cierto. De obtener una respuesta afirmativa, tendríamos que preguntarnos entonces, ¿por qué es así? ¿Será un asunto meramente económico?

En su ensayo El final de la poesía, Hans Magnus Enzensberger reflexiona acerca de las relaciones entre los lectores y la poesía, y afirma, con mucha razón, esta curiosa verdad: "hasta donde sabemos, la poesía es el único medio masivo cuyos productores exceden en número a sus consumidores". Para concluir: "la poesía ha resultado ser incompatible con las leyes generales del mercado".

En efecto, podemos considerar a la poesía como una verdadera reserva ecológica en el mundo devastado del libre mercado, porque como objeto de consumo la poesía prácticamente no existe. Y ya que hablamos en este punto de las relaciones entre poesía y pobreza en su aspecto más banal, en su dimensión más sorda, aquella que tiene que ver con el dinero, tal vez deberíamos preguntarnos: ¿qué pagan un editor o un lector cuando pagan por un poema? En otras palabras: ¿qué es lo que realmente compra alguien cuando compra un libro de poemas? ¿Acaso compra algo?

En cierto sentido, habría que responder que no compra nada. Al menos nada exclusivo. Nada tangible. Nada que parezca realmente necesario. Nada que no se pueda copiar a mano o saber de memoria. Unos microgramos de tinta, unas cuantas páginas del papel impreso, un poco de aire con música, algunas imágenes evanescentes... en pocas palabras, nada. Si seguimos esta cínica manera de pensar, no queda más remedio que preguntar: ¿entonces por qué habría de destinar la sociedad una determinada suma de dinero a quienes han decido dedicar su vida a la insensata labor de escribir poemas?

Vemos, pues, que no es posible soslayar el factor económico en la literatura, y sobre todo en la poesía, cuando se trata de examinar las relaciones que existen entre ésta y la pobreza. Máxime cuando se trata, como es el caso de nuestro país, de una comunidad enferma que cuenta con un gobierno que, más que buscar la cura definitiva a sus enfermedades, las agrava con frecuencia y, peor aún, en muchos casos, tristemente, las genera. Una comunidad donde los índices de analfabetismo siguen siendo muy altos, por más que la poesía no requiera, necesariamente, de la palabra escrita para su existencia.

Aunque en muchos países –entre ellos México– estas severas limitaciones se ven, a veces, y sólo para un grupo muy reducido de poetas, parcialmente paliadas mediante un complejo y criticable sistema de becas y apoyos a la creación, hay que reconocer que el dinero puesto en juego de esta manera no deja de producir efectos secundarios que, en muchas ocasiones, son aun más nocivos que el mal que intentan contrarrestar. En todo caso, todo estos programas culturales no logran cumplir con lo que sería lo más deseable: que el poeta pudiera vivir de su trabajo.

Y es que son muchas y muy serias las limitaciones que padecen la poesía y los poetas en este aspecto. Estas limitaciones afectan tanto a los ya de por sí escasos lectores y posibles compradores de libros de poesía o de periódicos y revistas donde se publican poemas, como a los propios autores. Para los poetas no hay dinero porque la poesía no se vende. Y no se vende, en primer lugar, y al margen de otras razones, porque no tiene nada que vender.

Porque ya hemos dicho que muchas personas piensan que si compran poesía no compran nada. Que es, también, por supuesto, una manera de reconocer que la poesía no sirve para nada. Pero, ¿no será más bien que la poesía sirve, justamente, para hacer que esa nada suceda? Poetry makes nothing happen, decia W. H. Auden, que más que significar: "la poesía no hace pasar nada", significa: "la poesía hace que la nada suceda". Y esta nada es muy importante. Por eso, en una ocasión, cuando le preguntaron a Kodo Sawaki Roshi, maestro de zen: "¿Qué caso tiene la meditación?", él contestó: "Ninguno, la meditación es absolutamente inútil; pero si no haces esto que es perfectamente inútil, entonces tu vida sí que será perfectamente inútil."

Esta inutilidad de la poesía (y, cabe decir, también del arte, la meditación, el juego, y tantas otras actividades humanas gratuitas), esta capacidad que la poesía tiene para hacer que nada suceda, que la nada suceda, para que nunca se nos olvide que esa nada es muy importante, para recordarnos la nada que esencialmente somos, es una de las dimensiones más profundas, auténticas y entrañables de su pobreza. Una cuarta modalidad que apunta al corazón de la poesía.

Una quinta modalidad de las relaciones entre la poesía y la pobreza, consistiría en aquello que Breton llamó la miseria de la poesía. Misère de la poèsie es el título de un texto escrito por Breton para defender a su viejo amigo y compañero de aventura surrealista, el poeta Louis Aragon, de las persecuciones que se habían desatado en su contra tras la publicación de un extenso poema llamado "Front rouge", que había escrito en Rusia y que fue publicado en la revista Littérature de la Revolution Mondiale. En 1930 Aragon acababa de ser inculpado no sólo de "incitación a la desobediencia de los militares" sino de "provocación al asesinato como objetivo de la propaganda anarquista".

Paradójicamente, esta defensa apasionada que André Breton hizo de Aragon (y más allá de las reservas que después formularía el mismo Breton con respecto al "espíritu y la forma del poema"), acabó por precipitar el rompimiento entre ambos escritores, así como el distanciamiento inevitable entre el anhelo de libertad total de la poesía –y en esto hay que reconocer que el jefe máximo del surrealismo fue, a lo largo de toda su vida, incorruptible– y las aspiraciones de control total de un partido o de un régimen, como sucedió en este caso con el comunismo soviético estalinista.

Así que, como dice Gautier al hablar de Baudelaire: "Sin pensar en lo económico, veamos a qué desolada existencia se entrega el que avanza por esa calle de la Amargura que es la profesión de las letras. A partir de este momento, pasa a ser una sombra doliente en medio de la humanidad febril." Pensando en esto es que Breton dejó dicho en el Primer manifiesto del surrealismo: "La literatura es uno de los más tristes caminos que llevan a todas partes."

Esta dimensión de pobreza de la poesía –o de miseria, como la vio Breton– tiene que ver con una fisura o, quizá, con una verdadera fractura entre el mundo de todos los días, "real", encarnado aquí en su dimensión más espesa por el mundo de la realpolitik, y el mundo de la poesía, y del arte en general, fatalmente escindido de la vida cotidiana del hombre común y corriente por una sociedad, y en una sociedad, que tiene puestos sus ojos en los objetos de consumo y sus promesas de satisfacción inmediata mucho más que en las sutilezas de la palabra al servicio del espíritu, y que, en consecuencia, ha decidido enfocar sus "mas altas" aspiraciones en otra cosa.

Sin embargo, no hay motivo de queja, a menos que aceptemos la propuesta de Rimbaud: "si me quejo, es sólo otro modo de cantar". Y si André Bretón afirmó que la literatura es uno de los caminos más tristes para llegar a cualquier lugar, yo, por mi parte, digo: la poesía es el camino más corto para llegar hasta aquí. Este es nuestro único refugio: saber que no hay refugio. He aquí una sexta modalidad de la poesía y la pobreza. Nuestro mejor consuelo es estar absolutamente reconciliados con el hecho de saber que no hay consuelo. Porque el poeta no es alguien necesitado de consuelo, todo lo contrario; como lo aseguró Lautréamont: "un poeta es el que consuela a la humanidad".

Todo oculta un alimento para el alma y aun la existencia más miserable en apariencia tiene su secreta nobleza. Está en nosotros el descubrirla, el reconocerla, el crearla. Esta es la altura, la dignidad de la poesía. "Si tuviéramos bastante amor –canta Vildrac– bastaría una mata de hierba o un canto de pájaro para transfigurar el paisaje más pobre." He aquí claramente expresado el que, tal vez, podríamos considerar como el artículo esencial del credo de la poesía: afirmar que, ya que no hay riqueza, no tenemos más remedio entonces que hacer de esta pobreza nuestro tesoro. "La ausencia es la madre de todos los poemas."

Por último, una séptima línea de especulación, distinta de las anteriores, que también se acerca a tratar de leer y comprender las relaciones entre la pobreza y la poesía, se abre ante nuestros ojos. Es una línea que atiende ya no tanto a las condiciones de pobreza, o de auténtica miseria, que nuestro mundo actual le ofrece a la poesía (y, por lo tanto, a los poetas, y que son, desde luego, las más fáciles de observar), cuanto a ciertas condiciones intrínsecas, propias de la misma poesía. Condiciones que nos obligan a reconocer que en la práctica de la poesía existe una dimensión de pobreza original.

Esta dimensión de profunda pobreza de la poesía es la que le otorga su más alto grado de dignidad, y tiene que ver con la trágica condición humana, con el contraste que existe entre la envergadura de los anhelos de la poesía y la aguda pobreza de sus medios para realizarlos, con la flagrante desproporción entre las aspiraciones del hombre y los límites materiales, individuales, de su vida. Una pobreza que, no debemos olvidarlo nunca, es en realidad "una fértil miseria", tal como la ha calificado el poeta Alvaro Mutis.

¿Y qué mayor desproporción podemos invocar que aquella que se incuba en el corazón mismo de la poesía y a la cual debe la más íntima e irrevocable dimensión de su miseria: decir con palabras lo que las palabras no pueden decir; expresar con los medios conocidos lo que no conocemos; convocar al misterio mediante la utilización de material, en muchos sentidos, más manoseado y deleznable de todos los que las artes usan: el lenguaje?

Porque no debemos olvidar nunca que el poeta trabaja con las mismas palabras que utilizan los zafios políticos para sus discursos demagógicos; las mismas que emplea la publicidad para vender lo que sea, como sea y a quien sea; las mismas palabras que circulan como moneda corriente en las calles, los mercados, las iglesias, los bares, los bancos, los burdeles y los hospitales; las mismas que utilizan los amantes para jurarse amor y los jurados para sentenciar a cadena perpetua a un criminal; las mismas a las que apela una madre para calmar a la criatura que despierta temblando por las visiones de una pesadilla y las que usan los criminales para aterrar a sus víctimas.

Palabras que pertenecen a un idioma en particular y, por lo tanto, a una sociedad, una historia y un paisaje. Palabras que tienen que ser traducidas a otros idiomas para que aquellos lectores –que son la mayoría– que no conocen el idioma original puedan disfrutar de las creaciones de los poetas de otras latitudes y otras épocas. En este sentido, la poesía padece la miseria de ser la más provinciana de las artes, la más localista, la más limitada por su materia prima. Pero esta misma condición "provinciana" puede ser una bendición encubierta: después de todo, no existe en la poesía (y sí en otras artes) un "estilo internacional".

"Mi lenguaje –decía Karl Kraus– es la puta universal a quien tengo que convertir en una virgen." He aquí, expresadas de la manera más sucinta y brutal, la pobreza y la dignidad de la poesía. Y es que tanto la gloria como la vergüenza de la poesía radican ambas en que su medio de expresión no es de su propiedad privada. Aquí no existen cotos de caza privados. Pero es en esta íntima dimensión de pobreza de la poesía donde radican también, por paradójico que parezca, sus incomparables posibilidades de salvación.

Y es que, por más solitario que viva un poeta, por más aislado que se encuentre, por menos reconocimiento y lectores que tenga, y por más enrarecida que sea su atmósfera –bien sea ésta política, económica, psicológica, social, emocional o espiritual– siempre estará trabajando con las palabras. En este sentido, un poeta siempre ha estado, está y seguirá estando, rodeado de los demás, inmerso de lleno en el mundo, hablando en voz alta a su prójimo –"hipócrita lector, mi igual, ¡hermano mío!"– a la mitad de la plaza. Diciéndole, recordánole, que la pobreza de la poesía no es sino nuestra propia pobreza, y que la dignidad de la poesía radica en la cabal aceptación de estos límites para trascenderlos mediante el arte de inventarnos por la palabra, de volvernos seres humanos, de hacernos un alma.