Jornada Semanal,  8  de agosto  de 2004         núm. 492

ANA GARCÍA BERGUA
 

DE UN SIGLO A OTRO

Conseguí La ciudad y las sierras, una de las últimas obras de Eça de Queiroz, en una librería de viejo. Se trata de una edición de 1946, traducción de Pedro González-Blanco, publicada por la extinta Ediciones Botas, uno de esos libros cuyas páginas todavía hay que desvirgar. Ciertamente no es una de las mejores novelas del gran clásico lusitano; con todo y su belleza, carece de la fuerza de La reliquia y Los Maias, por citar algunas de sus obras maestras más conocidas, aun cuando la visión de Eça de Queiroz en esta novela resulta igual de entrañable que en el resto de su obra. La anécdota de La ciudad y las sierras es muy sencilla y podría decirse que la historia inversa de "el rancho a la capital": trata de un hidalgo portugués que vive en París, rodeado de comodidades y buenas relaciones, y sin embargo aquejado de un ennui decadente. El hidalgo es bastante parecido a Carlos de Maia, el último retoño de la vieja dinastía que Eça retrata en Los Maias. Quien haya leído Los Maias, recordará que al final de la historia el protagonista se va a París, tras acabar con el buen nombre de su linaje de manera escandalosa y fracasar en sus afanes por llevar a su natal Portugal los aires del progreso científico (en su caso, poner un consultorio médico y hacer grandes descubrimientos), si bien Los Maias es también una especie de novela-manifiesto a favor del realismo. Ahora nos encontramos a Jacinto, un hidalgo de Tormes, viviendo en un departamento parisino al que se han incorporado todas las comodidades disponibles: electricidad, agua corriente, teléfono, telégrafo, aparatos de toda índole, las cuales a su amigo Fernández –un amigo cercano similar 
al Ega de Los Maias, los dos alter ego del propio Eça de Queiroz–, le parecen monstruosidades. Efectivamente, el agua caliente entubada explota y causa grandes destrozos, la electricidad quemaduras, y hay una escena muy chistosa en la que, durante una cena que se le ofrece al Gran Duque, el montacargas de la cocina se descompone y el pescado, cocinado especialmente para el gran personaje, se queda atascado a medio camino, por lo que resulta necesario pescarlo con un paraguas. Eça de Queiroz fue un hombre apasionado de su siglo, pienso yo: defensor del realismo y el naturalismo, de pensamiento liberal, atacó los prejuicios y la gazmoñería religiosa en las clases terratenientes de Portugal, ya fuera ridiculizándolas o bien exponiendo sus muchos pecados ocultos. El hecho de que la heroína de Los Maias, contra toda lógica romántica, una vez descubierto que lleva meses feliz durmiendo con su propio hermano, no se haya suicidado, me pareció, el día en que lo leí, de una modernidad inobjetable, a la altura de Flaubert. Sin embargo, en La ciudad y las sierras aparece el moralismo en un autor que no lo padecía, ahora frente a la técnica y los afanes de totalidad del siglo venidero, en cuyo justo límite murió. Eça vivió sus últimos años como cónsul de Portugal en París, y seguramente vio muchos departamentos como el 202 de la avenida de los Champs Elysées que caricaturiza en esta novela, y a sus habitantes rodeados de tubos, subyugados ante la diosa-Ciudad que todo lo proporciona y todo lo resuelve. No alcanzó el buen Eça de Queiroz la sensibilidad del modernismo para hacer odas a los tranvías, y por ello el buen Jacinto de La ciudad y las sierras languidece fastidiado, dispéptico y con el rostro verdoso, sin alcanzar a leer un solo libro de sus miles de libros, devorado por la cantidad. Sólo cuando su amigo Fernández lo convence de retornar a las sierras, a sentar sus reales en los vetustos dominios del linaje y la naturaleza, revivirá. Tendrán que perderse los treinta baúles con que viaja Jacinto para que aprecie la belleza de las sierras y se conforme con el Quijote, entre todos los libros. A estas alturas, La ciudad y las sierras resulta demasiado complaciente con la antigua civilización de los grandes terratenientes que antaño el novelista criticó. Sin embargo, y más allá de las descripciones líricas de la naturaleza, que son ciertamente notables, lo que resulta muy interesante es este dar la espalda a la Ciudad, la cual, al ser toda humana, termina por corroer el alma del hombre, como si Eça hubiera entreabierto las puertas del siglo xx y percibido aquella visión demencial que dará, entre otras cosas, muchas de las grandes obras de este siglo, y que, querámoslo o no, resulta todavía muy pertinente. A los taciturnos defeños nos basta con mirar a nuestro alrededor la inconcebible mancha gris en que este hermoso valle, antaño prodigioso y de aire ejemplar, se ha convertido. O será que me urgen las vacaciones.