ANA
GARCÍA
BERGUA
DE UN SIGLO A
OTRO
Conseguí La ciudad y las sierras,
una de las últimas obras de Eça de Queiroz, en una librería
de viejo. Se trata de una edición de 1946, traducción de
Pedro González-Blanco, publicada por la extinta Ediciones Botas,
uno de esos libros cuyas páginas todavía hay que desvirgar.
Ciertamente no es una de las mejores novelas del gran clásico lusitano;
con todo y su belleza, carece de la fuerza de La reliquia y Los
Maias, por citar algunas de sus obras maestras más conocidas,
aun cuando la visión de Eça de Queiroz en esta novela resulta
igual de entrañable que en el resto de su obra. La anécdota
de La ciudad y las sierras es muy sencilla y podría decirse
que la historia inversa de "el rancho a la capital": trata de un hidalgo
portugués que vive en París, rodeado de comodidades y buenas
relaciones, y sin embargo aquejado de un ennui decadente. El hidalgo
es bastante parecido a Carlos de Maia, el último retoño de
la vieja dinastía que Eça retrata en Los Maias. Quien
haya leído Los Maias, recordará que al final de la
historia el protagonista se va a París, tras acabar con el buen
nombre de su linaje de manera escandalosa y fracasar en sus afanes por
llevar a su natal Portugal los aires del progreso científico (en
su caso, poner un consultorio médico y hacer grandes descubrimientos),
si bien Los Maias es también una especie de novela-manifiesto
a favor del realismo. Ahora nos encontramos a Jacinto, un hidalgo de Tormes,
viviendo en un departamento parisino al que se han incorporado todas las
comodidades disponibles: electricidad, agua corriente, teléfono,
telégrafo, aparatos de toda índole, las cuales a su amigo
Fernández un amigo cercano similar
al Ega de Los Maias, los dos alter
ego del propio Eça de Queiroz, le parecen monstruosidades.
Efectivamente, el agua caliente entubada explota y causa grandes destrozos,
la electricidad quemaduras, y hay una escena muy chistosa en la que, durante
una cena que se le ofrece al Gran Duque, el montacargas de la cocina se
descompone y el pescado, cocinado especialmente para el gran personaje,
se queda atascado a medio camino, por lo que resulta necesario pescarlo
con un paraguas. Eça de Queiroz fue un hombre apasionado de su siglo,
pienso yo: defensor del realismo y el naturalismo, de pensamiento liberal,
atacó los prejuicios y la gazmoñería religiosa en
las clases terratenientes de Portugal, ya fuera ridiculizándolas
o bien exponiendo sus muchos pecados ocultos. El hecho de que la heroína
de Los Maias, contra toda lógica romántica, una vez
descubierto que lleva meses feliz durmiendo con su propio hermano, no se
haya suicidado, me pareció, el día en que lo leí,
de una modernidad inobjetable, a la altura de Flaubert. Sin embargo, en
La ciudad y las sierras aparece el moralismo en un autor que no
lo padecía, ahora frente a la técnica y los afanes de totalidad
del siglo venidero, en cuyo justo límite murió. Eça
vivió sus últimos años como cónsul de Portugal
en París, y seguramente vio muchos departamentos como el 202 de
la avenida de los Champs Elysées que caricaturiza en esta novela,
y a sus habitantes rodeados de tubos, subyugados ante la diosa-Ciudad que
todo lo proporciona y todo lo resuelve. No alcanzó el buen Eça
de Queiroz la sensibilidad del modernismo para hacer odas a los tranvías,
y por ello el buen Jacinto de La ciudad y las sierras languidece
fastidiado, dispéptico y con el rostro verdoso, sin alcanzar a leer
un solo libro de sus miles de libros, devorado por la cantidad. Sólo
cuando su amigo Fernández lo convence de retornar a las sierras,
a sentar sus reales en los vetustos dominios del linaje y la naturaleza,
revivirá. Tendrán que perderse los treinta baúles
con que viaja Jacinto para que aprecie la belleza de las sierras y se conforme
con el Quijote, entre todos los libros. A estas alturas, La ciudad
y las sierras resulta demasiado complaciente con la antigua civilización
de los grandes terratenientes que antaño el novelista criticó.
Sin embargo, y más allá de las descripciones líricas
de la naturaleza, que son ciertamente notables, lo que resulta muy interesante
es este dar la espalda a la Ciudad, la cual, al ser toda humana, termina
por corroer el alma del hombre, como si Eça hubiera entreabierto
las puertas del siglo xx y percibido aquella visión demencial que
dará, entre otras cosas, muchas de las grandes obras de este siglo,
y que, querámoslo o no, resulta todavía muy pertinente. A
los taciturnos defeños nos basta con mirar a nuestro alrededor la
inconcebible mancha gris en que este hermoso valle, antaño prodigioso
y de aire ejemplar, se ha convertido. O será que me urgen las vacaciones.
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