La Jornada Semanal,   domingo 1 de agosto  de 2004        núm. 491
 

Andrea Blanqué
George Sand:
de escritora
a leyenda
 

Daguerrotipos: Nadar George Sand, circa 1864, Bibliotèque Nationale de France

 Si hoy, ya comenzando el siglo XXI, una chica de veintipocos años, casada con un marido mujeriego y de carácter violento (que la maltrata en público), decide tomar distancia de él, todos veremos su opción como algo razonable. Si la chica además ha heredado de su abuela una cierta fortuna familiar, y entonces no depende económicamente del marido, sino más bien a la inversa, todos aprobaremos que reivindique su independencia financiera. Si inclusive la chica fue desvirgada de mala manera por ese marido y sus relaciones sexuales no mejoran con los años sino que son un desastre, muchas modernas cabezas contemporáneas comprenderían que también buscara el amor y el placer fuera del matrimonio, y que pidiera la separación legal. Y si la muchacha tiene talento, un talento insólito para escribir libros, pero vive en el campo, nos resultaría lógico que intentara permanecer al menos algunas temporadas en la capital (París), a la vuelta de la esquina de las editoriales, de los periódicos, de los teatros, del efervescente mundo cultural de los cafés.

La situación de esta mujer hoy sería compleja pero no extraña: en el mundo contemporáneo, el desmembramiento de la familia nuclear y las dificultades de las mujeres por armonizar su vida pública y privada es cosa de todos los días. Pero la chica antes mencionada no pertenece al siglo xxi. Muy por el contrario, nació en 1804, después de una Revolución francesa fallida y cuando el mundo conservador afilaba las uñas para restaurar las consignas reaccionarias del Antiguo Régimen. Se llamaba verdaderamente Amantine Aurore Dupin, pero a los veintisiete años, en la tapa de sus libros, trocó su nombre real por otro, con el que se haría inmensamente famosa, un seudónimo masculino: George Sand.

También hoy sería para todos normal que esa chica en pleno invierno nevado usara botas de tacón bajo, pantalones y un largo abrigo de paño gris que oculta la sinuosidad de sus caderas. Al verla encender un cigarrillo tras otro, sobre todo en las largas horas inclinada escribiendo su trabajo, nadie se horrorizaría. Tal vez nos angustiaría, eso sí, considerar que esa mujer tiene dos niños pequeños, a quienes adora y a los que sabe educar y divertir (un niño de cinco y una niña de dos), pero que en función del acuerdo de separación con el marido, se ha decidido que los niños permanezcan en su casa en el campo: la madre pasará tres meses con ellos y luego tres meses en París, alternadamente.

Verdad y mito

La escritora francesa George Sand escribió novelas memorables: al comienzo fue un pilar en la conformación de la narrativa romántica, pero la evolución de su literatura también la llevaría a ser un punto de referencia de la novela realista de mediados del siglo xix. Sin embargo, morbosamente, fueron los detalles antes apuntados de su vida los que la convirtieron en leyenda. Una anécdota pinta el receptáculo de agresividad que constituyó su vida contra la norma: antes de morir, el resentido ex marido de George Sand, Casimir Dudevant, pidió al gobierno una orden de condecoración por haber tenido el coraje de aguantar públicamente el peso de haber estado casado con la defenestrada George Sand. Y otra joyita: la escritora tuvo que sacar del colegio a su adolescente hijo Maurice porque todos sus compañeros le decían que su madre era una putaine.

En efecto, la vida sexual de George Sand se hizo pública y mítica: los lectores automáticamente trasladaban las heroínas de ficción de las novelas de Sand a la realidad, e identificaban a la autora con los personajes surgidos de su legítima capacidad creadora. El colmo llegó en pleno siglo xx, en 1952, con la biografía de la escritora compuesta por André Maurois, pero titulada nada menos que Lélia (el nombre de la protagonista de la tercera novela de Sand). Lélia, según la pluma de su autora, es una mujer torturada por la insatisfacción y por la imposibilidad de cumplir hasta el fondo sus eróticos anhelos. Maurois asimiló autora a personaje. A mediados del siglo xx, entonces, el prejuicio de una Sand patológica seguía vivo.

Hoy, las biografías modernas muestran una George Sand que mantuvo muy diferentes relaciones con variados seres humanos, fue una gran experimentadora y una gran imaginadora, que primero escribía y después ensayaba y vivía. En su vida sentimental hubo de todo: desde un matrimonio en principio monógamo y frustrante, hasta el amantazgo con un joven escritor de diecinueve años, Jules Sandeau, que se colaba en su chateau por las noches para quedar ambos exhaustos y llenos de dicha, después de largas sesiones de sexo. Hubo también un amor lesbiano por una gran actriz, Marie Dorval, amante a su vez del poeta Alfred de Vigny. Hubo bochornos, como el fallido intento con el donjuanesco escritor Prosper Mérimée (el autor de Carmen) que se jactaba de sus proezas en la cama, pero que con Sand no tuvo éxito, lo cual fue vox populi. Hubo varias relaciones con hombres más jóvenes, en los cuales George Sand desplegaba una gran ternura maternal, una necesidad de abrazar y besar que tal vez hablara de la separación temprana de la madre.

Pero la mayoría de las veces, las relaciones que buscó Sand estaban llenas de varios componentes: erotismo, amistad, afecto físico y grandes conversaciones o escritura epistolar. Si tuvo una lista sustanciosa de amantes de gran prestigio artístico e intelectual, fue porque el tipo de relación que establecía aunaba el corazón, el sexo y el cerebro, en una mezcla indivisible. Todos los testimonios coinciden en que era más bien tímida y modesta, pero una vez instalada la chispa del carisma, establecía relaciones humanas profundas, inolvidables.

La maldición de la escritora

Extraña paradoja: a pesar de ser una escritora largamente respetada en su tiempo, con libros muy vendidos en Francia y en Europa y aplaudidos por la crítica, a pesar de ser la escritora francesa más importante del siglo XIX, luego de su muerte, ocurrida en 1874, sus escritos fueron desvaneciéndose, relegándose a los últimos estantes (aunque las escritoras, como Virginia Woolf y Colette, la siguieron leyendo). A comienzos del siglo xx se le reeditó poco y, en cambio, los chismorreos acerca de su vida privada fueron creciendo como una bola de nieve. La imagen de una George Sand ninfómana, devoradora de hombres, que vestía pantalones en pleno siglo xix y se comportaba como una virago, ganó en el imaginario a la otra Sand.

Esa otra Sand era una mujer que escribía como una locomotora todas las noches, una socialista comprometida con los obreros en las turbulentas barricadas de las revoluciones que azotaron el París decimonónico, una incansable defensora de los perseguidos políticos, una fiel amiga de seres excepcionales como Flaubert, Liszt, Delacroix, Balzac, Turguéniev y muchos otros artistas, intelectuales y políticos progresistas (amigos que entrecruzaron tantas cartas con ella que la correspondencia de Sand alcanza los veinticinco volúmenes). Había también en George Sand una mujer hiperactiva que escribía columnas en periódicos, que ganaba un dinerillo pintando cigarreras de madera, que realizaba traducciones, que reflexionaba en múltiples escritos sobre la literatura, la institución matrimonial y la situación de la mujer, que cocinaba kilos y kilos de mermelada, que cosía, que era una experta jardinera, que pagaba bien a los campesinos, que cabalgaba por los campos vestida de rústico varón y que se bañaba en el río Indre desde niña hasta la vejez.

Escribió cerca de cien libros pero, a diferencia de tantas escritoras, no tuvo que realizar la trágica elección hijos o libros. Pese a las idas y venidas de su maternidad, no sólo educó a sus hijos sino también a sus nietos. Y hasta amamantó a sus bebés en una época en que su clase social daba a los recién nacidos a las nodrizas. Jugaba y contaba cuentos a los niños de su familia con una magia incomparable: recientemente, una editorial española ha editado una hermosa selección de Cuentos de una abuela, que recoge los relatos que primero contaba a sus nietos antes de dormir y que más tarde recordaba y escribía.

La Sand devota

Hay otra fantasía que el cine ha alimentado. Es la de una Sand protectora de amantes geniales y neuróticos. Recientemente, la película titulada en español Los amantes del siglo (Diane Kurys, 1999), muestra a la bella y dulce Juliette Binoche en el papel de una Sand aguantadora de todas las locuras de un posiblemente esquizofrénico Alfred de Musset, interpretado por Daniel Perez. El detalle comercial de poner un rostro bello como protagonista de este filme conspira contra la veracidad de la historia, a pesar del cuidado del director en los detalles de época. En verdad George Sand no era bonita: tenía unos ojos negros enormes e inolvidables, tal vez saltones, una nariz destacada, una boca grande y deforme para el gusto de la época. El hecho de no haber sido una belleza y sin embargo haber sido tan amada y asediada por hombres y jóvenes, habla de su inteligencia y del profundo magnetismo que su personalidad irradiaba, tal vez no transmitido exactamente en el filme por la Binoche.

Pero sin duda el romance que mayor sonoridad obtuvo para la posteridad fue su relación con el compositor y pianista Frédéric Chopin. El joven músico tuberculoso fue, más que su amante, su pareja: casi nueve años viviendo juntos, de los cuales los primeros seis fueron de una armoniosa convivencia, que integró a su vez a los hijos de la escritora.

La admiración que sentían el uno por el otro era mutua: George era mucho más que una enfermera de ese joven que esputaba sangre. Lo cuidaba, sí, llamaba a médicos, pagaba medicamentos, pero también preservaba las horas de trabajo del músico frente al piano. Coordinaban los horarios: luego que él se iba a dormir, ella se quedaba escribiendo sus novelas hasta altas horas de la noche. Chopin escuchaba atentamente las historias que escribía Sand y que ésta le leía en voz alta. El viraje hacia el realismo que experimentó la narrativa de la escritora, despojándose positivamente del ropaje y los fuegos artificiales del romanticismo, coincidió con esos años de convivencia con el músico.

Sand y Chopin se conocieron cuando ella tenía treinta y tres y él veintisiete, pero hasta que su relación comenzó a deteriorarse, llevaron una vida muy lúdica. Por ejemplo, jugaban cada noche al billar, se comunicaban lo que creaban respectivamente, se bañaban en el río y realizaban paseos por la campiña francesa. Sin embargo, salvo el primer año de su pareja, prácticamente ya no tuvieron relaciones sexuales (el sexo no era el fuerte de Chopin), aunque nadie puede dudar de la intimidad física que mantenían. Su apartamento en París tenía una habitación con un magnífico piano en el centro: en la habitación siguiente, el dormitorio tenía en el suelo dos colchones contiguos. Quedan múltiples testimonios de cuánto amaba George a su "ángel", a quien también llamaba Chopinet. Dicen que las mejores piezas de Chopin fueron compuestas durante su relación con Sand.

Durante todos esos años la tuberculosis del músico polaco no contagió a su mujer, a pesar de que, sin pruebas fehacientes, mucha gente daba por descontado que la tuberculosis era una enfermedad infecciosa. En efecto, cuando Chopin, Sand y los hijos de ésta pasaron Un invierno en Mallorca (en 1838, viaje relatado en el libro de este nombre), los mallorquines, debido al mal del músico, los rechazaron como a la peste. El extraño y bohemio grupo debió alquilar para vivir unas celdas en un monasterio abandonado, con algunos ex monjes rondando por allí: la famosa Cartuja de Valldemosa, helada, aunque con una vista espectacular sobre el mar.

Sand tampoco contrajo la tuberculosis de otro hombre con el cual mantuvo una larga relación estable después de la separación de Chopin y de la muerte de éste. El grabador Alexander Manceau estableció con Sand, sin estar casados, durante más de una década, un verdadero y armonioso matrimonio. Trece años menor, nunca un hombre se había preocupado y ocupado tanto de ella, actuando como un secretario. En 1865 lo mató, también, el bacilo de Koch, y la célebre escritora, ya madura, penó de amor, pero sus pulmones continuaron intactos. Es indudable que George Sand era de una fortaleza extraordinaria, desde niña. El hecho de haber sido tan longeva (vivió hasta los setenta años cuando la expectativa de vida era mucho menor), demuestra que era un ser excepcional, ya sea por sus genes o por su psiquis.

Infancia novelesca

Los orígenes de George Sand servirían a cualquier catedrático como didáctica explicación del siglo xix. Por parte de padre, la niña nacida como Aurora Dupin era bisnieta del rey de Polonia y nieta del Mariscal de Saxe, pero... por vía bastarda. Los aristócratas del siglo xviii solían tener hijos naturales con queridas y cortesanas, luego los niños permanecían en un extraño limbo: eran ricos y privilegiados pero de segunda clase. Así, entonces, la fundamental abuela paterna de George Sand era producto de esas cruzas de aristocrática bastardía. Esa especial mujer, gran lectora de Rousseau y de Voltaire, sólo tuvo un hijo, Maurice, el padre de la escritora, a quien educó y mimó como a un verdadero ídolo. Claro que el ídolo, Maurice Dupin, se escaparía de la posesividad de la madre enamorándose en Italia (cuando era militar del ejército napoleónico), de una francesita mantenida por un general, hija de un vendedor de pájaros del Sena, que había sido bailarina y prostituta. Sin embargo, George Sand se vanagloriaba mucho más de la rama materna de su sangre (se sentía una verdadera hija del pueblo), que de los bastardos aristócratas.

Los padres de George Sand se casaron en secreto, sin el consentimiento de la dominadora abuela, cuando la madre ya estaba por parir. La escritora cuenta que el parto comenzó en un baile, mientras su padre tocaba magistralmente el violín y la panzona madre bailaba, vestida de rosa. De pronto, llegaron las contracciones... y en un cuarto contiguo, con la ayuda de una amiga de la parturienta, llegó al mundo Aurore Dupin, una niñita que algún día escribiría cien libros. La oposición de la abuela de George Sand al supuesto pésimo casamiento de su hijo se mantendría un tiempo, hasta que por una estratagema alguien le pondría a su nietecita en las rodillas. La terrible abuela se conmovió y a partir de entonces amaría a esa nieta.

El impresionante libro Historia de mi vida, de George Sand, comienza con el relato de los primeros años de su infancia, cuando su padre aún estaba vivo. En 1808, en plena invasión napoleónica de España, el padre de Sand, el oficial Maurice Dupin, estaba en misión en Madrid, al servicio de Murat. La madre de Sand, Sofie, con la pequeña Aurore de cuatro años y un embarazo de siete meses, decidió ir a reencontrarse con su marido más allá de los Pirineos, viajando en carruaje. La familia, finalmente reunida, vivió unos meses en un palacio de Madrid y la mamá de Sand dio a luz un bebito enfermizo y ciego. Luego, partieron otra vez todos juntos hacia Francia a través de una España devastada por los "desastres de la guerra", que tan bien supo pintar Goya.

Sand nunca olvidaría el siniestro panorama español de hambre, muertos y mutilados. Al volver a Nohant (el castillo de la abuela), en Francia, le parecía verdaderamente la llegada al paraíso. Pero los niños traían sarna. La fuerte chiquilla se curaría, pero una doble gran desgracia aquejaría en breve a la familia: el bebé no logró reponerse nunca y murió en brazos de su madre. La muerte del niño produjo una descompensación en la madre de Sand, que seguramente a lo largo de toda su vida padeció otros trastornos psíquicos. Pero lo peor no terminaba allí. El padre de Sand, el gallardo Maurice, murió ocho días después en un accidente de caballo.

Dos madres bravas

La pequeña Aurora quedó entonces como única heredera de una abuela cultísima y dispuesta a todo por su nieta, pero también quedó a merced, en los hechos, de dos madres, que rivalizaban entre sí y que llegaron a no soportarse, al punto de que la madre de Sand no vio otra salida que cedérsela a la abuela e irse a vivir a París.

La futura escritora recibió entonces una educación privilegiada: el mismo preceptor que su padre, libros incontables, libertad absoluta, cabalgatas vestida de muchacho por las tierras de su abuela, filosofía de la ilustración en los diálogos con ella, y, a los trece años, la colocación en el convento de las Agustinas inglesas en París. Esa experiencia para Sand sería fundacional por la sociabilidad con las internas, pero también por los buceos espirituales que la llevarían incluso al misticismo.

Al enfermar la abuela todopoderosa, la adolescente Aurora Dupin salió del convento y volvió al castillo familiar de Nohant. La abuela no quería morir sin casarla. Una virginal heredera George Sand se casó entonces con un aparente buen candidato. Pero cuando se fracturó su matrimonio y Aurora decidió hacer su vida con independencia de éste, surgió la literatura como poderosa salvación económica y existencial.

De Aurora a George

Escribir, al principio en común con su amante Jules Sandeau, la introdujo en el mundo cultural del París de 1830, que hervía con el fuego del Romanticismo. En 1832 publicó su primera novela de su total autoría, con el seudónimo que la hiciera célebre: el libro mágico se llamaba Indiana, y sería un éxito arrasador. De un día para otro, dejó de ser Aurora Dupin y fue para siempre George Sand. Descubrió que escribir le resultaba asombrosamente fácil, que tenía un estilo fluido, que atrapaba a los lectores, que a pesar de su seudónimo masculino todos sentían en sus textos la particular visión de su ser mujer, y sobre todo, descubrió que escribir libros era una gran llave para ganarse la vida.

No paró de allí en más: además de cuentos y obras de teatro, las novelas se sucedieron una tras otra: Valentina, Lélia, André, El marqués de Villamar, Consuelo, Mauprat, La charca del diablo, La pequeña Fadette, Francisco el Expósito, Ella y él, etcétera.

Luego de las primeras novelas románticas su estilo se volvió más depurado, hasta llegar al periodo del impecable realismo campesino de Francisco el Expósito, una verdadera obra maestra sobre una joven molinera que cría un niño abandonado y una vez viuda termina casándose con él.

Sand discutía constantemente sobre el hecho de escribir con sus colegas. Las conversaciones con Balzac eran eternas, interminables. Las cartas que cruzó con Flaubert están llenas de ideas, cuestionamientos y consejos. Sus interlocutores son la pléyade de escritores número uno de su tiempo: además de los mencionados, dialogó con Dostoievski, Turguéniev, Dumas, Elizabeth Barrett, Victor Hugo, Baudelaire, Teófilo Gautier y muchos otros.

Fue una autora increíblemente prolífica. Algunos de sus libros, como la propia Indiana, resultan hoy difíciles para el lector contemporáneo, porque las concesiones a la moda del Romanticismo interceptan la historia con un lenguaje saturado de descripción de emociones. El mismo problema debe enfrentar aquel que abre en el año 2004 un libro de Victor Hugo, de Walter Scott o de Lord Byron, aunque la belleza de las imágenes y las poéticas percepciones del inconsciente los siguen erigiendo en maestros a todos ellos.

Pero Sand fue longeva y su vida muy plástica: siempre estuvo investigando y probando nuevos caminos. Varias de sus novelas permanecen vivas y son un ejemplo redondo de narrativa realista, como la breve y magistral La charca del diablo. La obra de Sand aún es profundamente perturbadora: su interés por los amores desiguales, por los cruces de clases sociales y las diferencias de edad, por la violencia entre los sexos, por el ahondamiento en las relaciones incestuosas y por la exposición de los intercambios de roles y de expectativas de género, la hacen una lectura fundamental para comprender el nacimiento de la novela moderna.