Jornada Semanal,  domingo 1 de agosto  de 2004             núm. 491

LOS TRES DESEOS

A menudo pienso en lo que pediría si se me apareciera el Genio de la Lámpara. ¿Salud? Por supuesto. Pero los términos tendrían que ser claros e inequívocos ya que el Genio es tramposo y generalmente, después de cumplir los deseos del incauto, éste queda más amolado que antes de hacer su petición. El Genio podría decir: "Te doy salud física" y dejar de lado la mental. O darme salud mental, como la de Stephen Hawking, a quien vemos atado a su silla de ruedas. Hawking no puede comunicarse sin su computadora, aunque su cerebro es uno de los mejores del mundo. Así es el Genio. Si le pidiera salud perfecta y una muerte súbita e indolora, capaz que me caigo muerta al terminar la frase, pues que yo sepa, ahora no padezco nada grave, y no sé si mi mapa genético dé para muchos años en este agradable estado.

Aladino era, ciertamente, un muchacho astuto. No pedía cosas generales. Solicitó alimentos, ropa buena, salir de la cueva en la que lo había metido el mago. Pero pidió dinero, eso sí.

Dinero. ¿Y si el Genio, con las prisas, me diera dinero mal habido, el más fácil de regalar? ¿Y si mis mágicas riquezas me metieran en problemas con el fisco, o atrajeran la atención de los delincuentes? Mejor dinero no. Dicen que el dinero no compra la felicidad (aunque la carencia de dinero es sinónimo de muchos problemas). La fórmula podría ser: el dinero suficiente. Pero de nuevo, es muy vago. Tal vez peco de suspicaz, pero ¿qué tal si el genio me da el dinero suficiente para perder mi alma…? No, gracias.

Juventud, belleza, esas son cosas peligrosas. La juventud tiene lo suyo, pero los jóvenes lo ignoran, no lo disfrutan, preocupados siempre por el futuro. Lo de la belleza es relativo. Ser hermosa como Halle Berry, tan guapa que a su marido le dio por ponerle el cuerno con otras menos deslumbrantes, porque el tipo se sentía inferior, ha de ser un incordio. Creo firmemente que la belleza física está sobrevalorada. Pero siempre ha existido quien eso deseaba para sí, como la condesa infame, Elizabeth Bathory, quien mató a cuatrocientas jóvenes campesinas para bañarse con su sangre y conservar belleza y juventud. La justicia de la época la emparedó (con un hueco para que su familia le pasara comida) y la condesa vivió muchos años más, cada día, imagino, más vieja y más horrible, porque algo de su crueldad tendría que haberle dejado una huella en la mirada.

En el banquete de Trimalción, la célebre viñeta del relato de Tito Petronio, hay una sibila en una jaula. La pobre pidió vida eterna, pero se le olvidó pedir juventud perpetua también. Condenada a una decrepitud indescriptible, languidecía en la sala de Trimalción, escuchando los aullidos inanes del dueño de la casa. Por toda la eternidad.

Ya decía Santa Teresa, con la sensatez que caracterizaba casi todo lo que pensaba esa santa, que había que tener cuidado con lo que se pedía, porque luego Dios va y lo concede. Eso me lleva a otra reflexión: ¿verdad que los deseos concedidos no se parecen en la realidad a lo que uno pidió? Son mejores, a veces, pero muchas otras, más insípidos, o problemáticos. Las páginas de la prensa rosa están llenas de incautos que se quejan porque la fama que persiguieron con un entusiasmo digno de mejor causa, les hace imposible ir a comprar el periódico o darse besos con su vecino, sin que millones de personas se enteren, y lo que es peor, que opinen. Por eso la fama no debe desearse si uno valora la libertad personal y el derecho a hacer lo que se le dé la gana bajo el amparo del anonimato.

La venganza, esa forma ardiente del anhelo, la forma oscura, digamos, de la aspiración, que apenas se menciona en nuestros días (aunque está vivita y coleando); esa pasión tan griega, tan medieval, ha de ser más desabrida de lo que uno cree. Yo, por lo menos, carezco de la materia prima para disfrutar de una venganza porque tiendo a conmoverme con la historia de cualquiera. Menos las de los políticos o los asesinos, pero ansiar su desgracia me ocupa poco tiempo del día, porque la justicia escasea. Cuando alguien repite la ingenua frase de que "cada quien tiene lo que se merece", pienso que Franco murió en su cama, así como Idi Amin, por mencionar a dos que de veras hicieron méritos para tener un final horroroso.

Sí, los deseos son el motor de muchos esfuerzos, pero su realización está oculta en el futuro. Tal vez lo mejor sea aprender del Buda: desear poco. Y amar lo que tenemos.