Jornada Semanal, domingo 1 de agosto  de 2004            núm. 491

ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

 


DICCIONARIOS (I de III)

A Luis Schettino
Has comprado libros y llenado estantes,
oh, amante de las musas.
¿Significa eso que ya eres sabio?
Si compras hoy cuerdas para
instrumentos, plectro y lira:
¿crees que mañana será tuyo
el reino de la música?
Décimo Magno Ausonio, Opúsculos

 No puede pensarse en los diccionarios, esos objetos a la vez familiares y distantes, sin la idea de catalogación. Alguno de ellos ha corrido con tan paradójico desprestigio –el de la Real Academia de la Lengua Española–, que Julio Cortázar, mediante Oliveira –el protagonista de Rayuela– tuvo a bien rebautizarlo como el "cementerio". ¿Por qué una obra tan amplia y persistente ha merecido el desdén, el sarcasmo o la crítica de muchos usuarios del español? Me parece que el viejo lema del mismo, "fijar, pulir y dar esplendor" (que se anticipa al lema publicitario de Salvador Novo referente a los tres movimientos del fab: "remoje, exprima y tienda"), más su acentuado peninsularismo (la proporción de americanismos sigue siendo muy baja entre las páginas del mamotreto), su carácter normativo y su rezago respecto al español que se usa en todos lados, ha contribuido a eso: no sólo su esfuerzo por catalogar la lengua viva es insuficiente, sino que muchas de sus definiciones son tan abstrusas que merecen un lugar en alguno de esos capítulos de la novela mencionada, donde Cortázar se solaza con la recopilación de dislates.

Una muestra de vaguedad lo ofrece la décimo novena edición, de 1970, en la voz ‘nalga’: "cada una de las dos porciones carnosas y redondeadas que constituyen el trasero". Sin mayores objeciones ante ese alarde descriptivo, entre táctil y visual, ofrecido por los (reales) académicos de la lengua, pero impulsado por la cartesiana sensación de que más vale salir de dudas, uno consulta en el mismo Diccionario la palabra ‘trasero’ y se encuentra con que, en quinta acepción, es la "parte posterior del animal" [sic]. No hace falta ir más lejos pues, combinadas las definiciones de ambas voces, se arriba a la penosa conclusión de que, bien mirada y peor definida, la nalga es "cada una de las dos porciones carnosas y redondeadas que constituyen la parte posterior del animal" (la sensación de anacoluto merodea al lector, pues algo falta en la definición: ¿los peces –animales acuáticos– tienen nalgas? Sí, diría el niño "interior" del usuario: las sirenas; ¿las ancas de los caballos y las ranas también pueden llamarse "nalgas"?; por último, en plan francamente alburero, ¿qué debe entenderse por "el animal"?).

Si los diccionarios son un intento por ordenar el mundo desde una alfabética estructura verbal, una suerte de ars magna combinatoria en la que el usuario podría permutar y jugar con todos los elementos contenidos en ellos, también puede decirse que, por lo mismo, comparten con bibliotecas y enciclopedias la característica de ofrecer síntomas epocales y peculiares visiones del mundo, acontecimientos que se visibilizan desde lo incluido o excluido en esas obras. Baste comparar el Diccionario de autoridades, del siglo xviii, con la edición antes citada del Diccionario de la rae y el Pequeño Larousse ilustrado de 2004 para notar que un lexikón español de 1970 no dejaba de rezumar franquismo, mojigatería y cierta dosis de eufemismo. En este sentido, todos los diccionarios corroboran el hecho de que, en términos físicos y metafísicos, sólo existe lo que se puede nombrar y lo que no se puede nombrar no existe, ya sea por prejuicios ideológicos y circunstanciales, por la evolución del discurso científico y artístico, o por la "aparición" de realidades tecnológicas novedosas (o de otra índole, como ese remoto Plutón que Hegel no alcanzó a incluir ni intuir en su sistema filosófico), pues todo eso encuentra eco en las palabras seleccionadas y la manera como éstas son definidas.

Diccionarios y enciclopedias son sistemas circulares de conocimiento y pueden resultar muy disfrutables pero, como todo instrumento humano, se debe tener cierta pericia para navegar en ellos, ya para establecer mecanismos de referencia cruzada, ya para buscar lo que se necesita, pues el lego bien puede concluir en penosos naufragios si busca sin saber cómo o qué. Si se consulta un diccionario de retórica para encontrar "metáfora", pero ignorando la palabra y su ejemplificación, difícilmente se llegará a producir el encuentro con la anhelada entrada, y lo mismo puede decirse de todo diccionario enciclopédico, que exige de su lector un previo adiestramiento mínimo.