La Jornada Semanal,   domingo 1 de agosto  de 2004        núm. 491

Gonzalo Martínez Corbalá
La tinta verde de la pluma de Neruda

Aquel 15 de septiembre de 1973 había sido ciertamente muy especial. Después de haber pasado por fuertes experiencias –por llamarlas de algún modo–, en el aeropuerto de Pudahuel, al salir con el dc-9 de Aeronaves de México, finalmente despegamos en un ambiente de campo de concentración, escoltados por tanquetas a cada lado de las alas de la aeronave, bajo las potentes luces de los reflectores que apuntaban hacia nosotros mientras carreteábamos hacia la cabecera de la pista, con destino a Antofagasta, un poblado cercano a la frontera de Chile con Perú, que había sido convertido en una base militar, por razones verdaderamente inexplicables relacionadas con la cantidad de combustible que era necesaria para cubrir la ruta Santiago-Lima, y el abastecimiento de agua correspondiente, estábamos obligados a hacer una escala en este lugar.

Fuimos advertidos de que si alguien descorría alguna cortinilla de las ventanas del avión, seríamos ametrallados. Después de realizare las maniobras necesarias, no sin ciertas dificultades técnicas, pues el equipo de abastecimiento estaba previsto para aviones militares, pudimos despegar finalmente. Cuando el capitán de la nave anunció que estábamos sobrevolando ya territorio peruano, se produjo en todos los pasajeros una explosión de alegría que se manifestó con gritos y lágrimas. Abrazos y una extraña sensación de libertad y de esperanzas que nos hacía sentir más cerca de México, nuestro destino final. Aunque estábamos todavía a unos ocho mil kilómetros de distancia.

Alguien me hizo notar que era la hora, en nuestra patria, de la ceremonia tradicional del Grito del 15 de septiembre, y de inmediato conseguimos una bandera con la tripulación y procedimos a darlo como es costumbre en México, a treinta mil pies de altura. La emoción se desbordó, entre los pocos mexicanos que íbamos en el avión, y también entre los muchos chilenos que entendían que a partir de entonces México sería también su propia patria, por la fuerza de las circunstancias.

La llegada al aeropuerto de México fue dramática. El presidente de la República con todo el gabinete y muchas personalidades, vestidos todos de luto en señal de duelo por la muerte de Salvador Allende y de las libertades en Chile. La viuda, Tencha Bussi, sus hijas Isabel y Carmen Paz, sus nietos, todos nos conmovimos por el recibimiento lleno de calidez fraterna y de solidaridad humana que ofrecían nuestros compatriotas a quienes de allí en adelante lo serían también, por quién sabe cuántos años. Muchas interrogantes en su ánimo, sin duda. ¿Habría escuelas para sus hijos? ¿Vivienda para todos? ¿Trabajo para los jefes de familia?

Fui citado por el presidente de la República a Los Pinos para rendirle la información necesaria. Cuando llegué, allí estaba también el secretario de Relaciones. Después de un largo acuerdo de más de cinco horas, una vez convenido que yo tendría que regresar a Chile inmediatamente, por las condiciones en las que se habían quedado allá los casi quinientos asilados que se habían acogido a la protección de México, el presidente Echeverría me dio una orden concreta: buscar al eminente escritor y poeta Pablo Neruda y ofrecerle, si así lo aceptara él mismo, el asilo diplomático en nuestro país, y si no lo quisiera así, entonces que viniera a México como huésped distinguido del gobierno y del pueblo mexicano.

A llegar a Santiago tuvimos que dormir a bordo del avión, porque ya eran las siete de la tarde, y el toque de queda se iniciaba a esa hora por disposición de la Junta militar golpista. Tan pronto como estuvimos en la residencia se comisionó el agregado cultural para que fuera a buscar a Isla Negra a Neruda. No estaba allí. En su casa querida en donde guardaba las colecciones de caracoles más extraordinarias. Desde unos milímetros, hasta más de un metro de tamaño; los mascarones de proa más fantásticos que se pueden imaginar de los galeones de todos los tiempos y nacionalidades; botellas de todas las clases y de todas las formas que habían llegado de muchas partes del mundo. Neruda era un coleccionista nato a quien su amplísima cultura y los incontables viajes que había hecho, le permitieron formar estas bellas colecciones que hasta la fecha le dan un singular ambiente a la casa de Pablo, allí frente al mar, que se podía mirar, extraordinario paisaje, desde todas partes de la casa. Especialmente desde su recámara, en donde le hicimos las últimas visitas que habíamos hecho a su casa, recostado en su cama, debido a la enfermedad que padecía.

Neruda estaba recluido en la clínica Santa María en Santiago, nos informó el agregado cultural. Allá nos trasladamos de inmediato, y así fue como tuvimos la primera entrevista con él mismo y con su inseparable compañera, Matilde. Le comunicamos la instrucción presidencial y nos pidió algunas horas para tomar una decisión. Matilde nos informó de la gravedad de su estado de salud. El primer contacto con ellos fue el martes 18 de septiembre. Al ominoso ambiente que pesaba sobre el Santiago de toque de queda y estado de sitio, había que agregar el pesar por la enfermedad de Neruda. La atmósfera de la clínica era también pesada y preocupante. Él parecía no percatarse de lo grave de su propia situación. Le preocupaba más la de su país, la que desde su habitación en el hospital no se podía apreciar en toda su dimensión. Matilde tenía plena conciencia de lo que estaba pasando, allí mismo en la cama de enfermo de Pablo, que conservaba su sentido del humor y su espíritu sensible, acompañado de sus juguetes de peluche, y afuera, en las calles de Santiago en donde se apresaba y se mataba sin orden ni autorización de los capitanes, y en donde el río Mapocho arrastraba aguas abajo los cadáveres de chilenos de todas las edades; hombres y mujeres, que seguramente el único delito que habían cometido, había sido el ser partidarios del presidente Salvador Allende y de compartir con él su lucha por la libertad, y por darle cauce a las ansias de progreso y de bienestar del pueblo chileno.

Fue Matilde quien convenció a Neruda de que habría que aceptar la invitación del gobierno mexicano. Los dos llegaron a la conclusión de que lo más conveniente sería que vinieran a México como huéspedes invitados de honor. Se hicieron los trámites correspondientes y así se obtuvo la visa. No hubo objeciones por parte de la Junta Militar. Se fijó la fecha: sábado 22 de septiembre. Se me entregaron las maletas, el abrigo y la gorra tan característica de Pablo, así como los originales de su libro Confieso que he vivido, con un sobre que decía: para entregar a Pablo Neruda en México, escrito de su puño y letra, con su tinta verde, la misma que usó en los manuscritos. La misma tinta verde que había empleado en la presentación de la exposición de la colección Carrillo Gil. Los ciento setenta y dos originales más importantes de Diego Rivera, de Siqueiros y de Orozco que estaban ya colgados en las paredes del Palacio de las Bellas Artes de Santiago para ser expuestos junto con otras obras de pintores notables mexicanos, de libros y de artesanías en una Semana de México que debió haber sido inaugurada por el presidente Allende el 13 de septiembre.

Los cuadros, incalculablemente valiosos para el arte universal, y muy especialmente para el patrimonio de México, estaban expuestos a los tiroteos que había en el centro de la ciudad, entre los francotiradores y los soldados, que frecuentemente iban en tanquetas que disparaban más gruesos calibres. Fernando Gamboa, quien había hecho de todo a todo la exposición, con su gran sabiduría y experiencia, y yo con algunos voluntarios que cooperaron, pusimos los valiosos cuadros dentro de sus cajas. Por el gran formato que tienen resultó que no cabían por las portezuelas de carga de un dc-9, –problemas de cocina en esas situaciones–, y hube de solicitar una aeronave de mayor tamaño que fue sacada de alguna ruta internacional para ese propósito, con la recomendación de que no se le detuviera demasiado por el alto costo que esto tendría. En este avión vendría también el gran escritor, con las comodidades y los requerimientos médicos que exigía su delicada condición de salud.

Cuando llegué a la Clínica Santa María, en la fecha convenida, con la idea de que ya saldríamos hacia el aeropuerto, me dijo Neruda muy escuetamente: "Embajador, no quiero salir hoy." A lo que yo repliqué de la única manera que se podía hacer dentro de los límites de la prudencia, con una interrogación: "¿Cuándo quiere que nos vayamos, don Pablo?" Y él me contestó con firmeza: "Nos vamos el lunes, embajador (24 de septiembre)." Yo desde luego estuve de acuerdo y procedí a comunicar a México que el avión, ya cargado con la colección Carrillo Gil, ineludiblemente tendría que permanecer en Santiago hasta el siguiente lunes.

El domingo 23 recibí una llamada telefónica desde México, a través de Mendoza, Argentina –habíamos estado incomunicados desde el día del golpe de Estado. Era Pepe Gallástegui, subsecretario de Relaciones Exteriores, quien me informaba, alarmado, que en México había el rumor de que Neruda había muerto ya. Me fui de inmediato a la Clínica Santa María y pude comprobar que, desgraciadamente, el rumor que había en México, y que dado el aislamiento en el que se vivía en Santiago en esos días, no pudimos saber, era absolutamente cierto: Pablo Neruda había muerto ese domingo 23 de septiembre, en su cama de la Clínica Santa María.

El lunes, esto es al día siguiente, acompañé a Matilde al sepelio del gran escritor latinoamericano, de dimensión universal, al panteón de Santiago. Cuando llegué a la Chascona –la casa de Neruda en Santiago–, hecha, como la de Isla Negra, con el diseño arquitectónico del propio Neruda, llegaron también los enviados de la Junta Militar, de las tres armas del ejército, según anunciaron, con el propósito de dar el pésame a Matilde por la muerte del escritor y poeta. Matilde no los recibió, como era natural, pero esto aumentó un grado de riesgo a la situación ya de por sí muy tensa. Dentro de la casa se caminaba sobre los pedazos de vidrio de las ventanas rotas a culatazos; una acequia desbordada intencionalmente corría por el medio de la casa; había también en el suelo engranes y pedazos de los relojes de pie y de péndulo que Pablo coleccionaba en la Chascona; los cuadros habían sido rasgados con bayonetas, y únicamente quedaba intacto el original retrato de Matilde que le hizo Siqueiros y que estaba en la cabecera del féretro.

De allí salimos en un breve cortejo fúnebre, en dos o tres automóviles, el embajador de Francia, el de Suecia, el de la India y el del Perú. Acompañábamos a Matilde con algunas personas más. Avanzamos por la avenida que conduce al panteón y a medida que el cortejo pasaba se iban incorporando otras personas. Hombres y mujeres de todas condiciones sociales que querían acompañar al poeta a su última morada, que nos lo arrebató veinticuatro horas antes de que hubiéramos logrado traerlo a México. El cortejo se hizo grande. A los dos lados de la avenida había dos filas de soldados armados y con grandes escudos. La gente gritaba: "Pablo Neruda", para luego contestar con voces fuertes y emocionadas: "¡Presente!"; "Salvador Allende", y nuevamente "¡Presente!" y así, con más voces y con más fuerza cada vez, llegó el cortejo al panteón.

En una fosa de algún familiar quedó enterrado Pablo Neruda. Cuando salí a abordar el automóvil de la embajada, éste no estaba y el chofer, quien apareció a pie, me informó que los habían obligado a retirarse algunas cuadras, porque, me dijo: "¿Qué no se dio cuenta, embajador, que los iban a ametrallar? ¡Mire como están los milicos apostados en la muralla del cementerio!"

Así fue como enterramos a Pablo Neruda. Así fue como murió. Semanas o meses después, mi familia y yo le entregamos a Matilde, en mi casa en Dulce Olivia y Zaragoza, en Coyoacán, los manuscritos en tinta verde que habíamos custodiado para ella, del libro de Pablo Neruda, Confieso que he vivido. Ella me regaló un ejemplar de Canto general, la edición príncipe empastada en piel y numerada con el 501, ilustrada por Siqueiros.* No volvimos a ver a Matilde, pero supimos cómo ella se quedó a luchar en Chile, por la misma causa que hubiera querido hacerlo Neruda. Solamente su enfermedad, que lo llevó a la muerte, y su determinación malograda por el destino de venir a México, lo pudieron impedir. Aunque seguramente lo habría hecho, con la pluma de tinta verde, desde nuestra patria. Su memoria permanece viva con sus obras de literatura y poesía. En todo el mundo y en muchos idiomas. Los culatazos y las bayonetas de los golpistas no lo pudieron evitar.
 

19 de julio de 2004-07-20

 

* Para mi amigo, Gonzalo Martínez Corbalá, Embajador de México en Chile, septiembre de 1973. Con el agradecimiento infinito por su protección cariñosa en los momentos más desamparados de mi vida. Matilde de Neruda. México, 25 de agosto de 1978.