Jornada Semanal, domingo 1 de agosto de 2004        núm. 491

HUGO GUTIÉRREZ VEGA

EN GEORGETOWN

La ciudad respira poder por todos lados y, sin embargo, hay algo íntimo y provinciano en barrios como Georgetown o ciudades de la periferia como Alexandria. La catedral pertenece al gótico victoriano y los grandes monumentos recuerdan los gloriosos tiempos del Imperio Romano. Jefferson gira en medio de las columnas y Lincoln nos observa tranquilo desde lo alto de su sillón romanizante. La única tensión del monumento está en las manos del prócer aferradas a los brazos marmóreos. En la primavera florecen los cerezos regalados hace muchos años por el emperador de Japón. Hay también almendros y magnolias, pinos y abetos, un calor tropical con noches llenas de luciérnagas y un frío que blanquea las calles, los monumentos y museos del Mall, el presuntuoso Capitolio y a esa mansión sureña que es la Casa Blanca en donde vive el emperador del único imperio vivo, el administrador de una democracia llena de virtudes cívicas, pero terriblemente penetrada por la violencia, la arrogancia y diversas formas de la corrupción, incluyendo el fundamentalismo y el retorcido discurso del "destino manifiesto".

Pasamos tres años en la capital del imperio, tres veranos de fuego, tres primaveras florales, tres dulces otoños, tres inviernos con pájaros azules volando sobre los jardines nevados. Aprendí a temer y a amar esa ciudad que vive entre el norte y el sur y gobierna al mundo con mano cada día más dura y con la vieja virtud de la tolerancia que dio vida a la nación y que ahora anda por ahí, cariacontecida y manipulada, aunque, en el fondo, sigue siendo la piedra angular de un sistema que supo respetar los valores de la democracia y aceptar las limitaciones que el bien común y las libertades individuales imponen a los gobernantes y a los gobernados. Viví en Washington en la época de Reagan y vi cómo se desmantelaban las instituciones del Welfare State rooseveltiano. La vulgaridad reaganiana expulsó a los intelectuales de la Casa Blanca y desconfió de los académicos y de las universidades. Sin embargo, la fuerza del sistema democrático logró que sobreviviera la crítica y que se mantuvieran en pie algunos de los valores de la democracia de los dos partidos y de sus peculiares y, a veces, indescifrables formas de alternancia.

Vivíamos cerca de la catedral y de la calle Wisconsin que se alarga hasta entrar a la ahora conurbada Bethesda en el estado de Maryland. Nos refugiábamos en Georgetown, comíamos en sus fondas vietnamitas, tailandesas, mexicanas, italianas y francesas; recorríamos sus civilizadas calles y comprábamos discos y libros en sus impecables y bien organizadas librerías. Por esa época, este bazarista escribió un poema de homenaje y vejamen de la ciudad que tituló "Georgetown Blues". La primera parte del poema se escribió en el Blues Alley escuchando a B. B. King y pensando en Robert Frost y en Walt Whitman. Ahora vuelvo a leer el poema y creo que el retrato es demasiado personal, pero que sabe combinar la admiración con el disgusto. Lo leí por primera vez en la Universidad de Georgetown gracias a los entusiasmos traductores de Lois Fishman. El final del poema habla de un ruiseñor en MacLean Gardens y de las luces de Alexandria reflejándose en el río. Lo hice apacible, casi bucólico, para intentar la descripción de los contrastes representados por las ardillas y los políticos que se cruzan en las calles arboladas.

Museos geniales, el Arena Stage, el Kennedy Center... es mucha y muy variada la oferta cultural de una ciudad que se ha venido haciendo lentamente y ha construido el rostro que soñó el Arquitecto L’Enfant cuando proyectó sus monumentos clásicos y sus avenidas y glorietas en pleno territorio pantanoso.

La ciudad deja una marca contradictoria en los que hemos vivido en ella. Me quedo con el Blues Alley en el viejo Georgetown, con los escritores críticos y con el reflejo de las luces de Alexandria en las aguas del Potomac.