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México D.F. Lunes 26 de julio de 2004

Hermann Bellinghausen

En una rodilla del río

Los coyotes aúllan en tonos altos, más o menos bien repartidos, como cantando, invisibles en la distancia. Son los perros sin dueño del desierto, con fama de flacos y hambrientos. Curiosos y pendencieros, la gente hace cuentos chistosos sobre ellos, pero a mí me parecen prudentes.

Al menos los que he conocido durante mis años en el desierto. Donde más seguido los encuentro es en el tanque del Peñar. Procuran ponerse en la otra orilla. A veces andan de a varios, y con problemas entre ellos, así que no prestan mucho caso a los humanos que andamos por ahí, y más si como yo vienen solos.

Los coyotes solitarios, que los hay, interactúan un poco más con uno. No se muestran hostiles. En todo caso, no más que uno; yo de inmediato pongo al alcance la escopeta por si se ofrece. Son canijos, y a fin de cuentas salvajes.

Mutuamente sabemos que podemos hacernos daño, que es mejor no acercarse y llevarla en paz. A uno lo he visto varias veces. Por lo regular anda solo, pero un par de ocasiones se acompañaba de hembra. Me reconoce, sabe que conmigo no hay problema.

Una mañana coincidimos en el río del cañón. La precaución nos colocó en los extremos opuestos de un claro donde el agua da vuelta, conocido como La Rodilla. Rondó nervioso, con movimientos rápidos, un buen rato antes de arrimarse al agua. Son animales bien andariegos, y en el desierto la sed pega recio. Bebió en episodios.

Igual que yo, no tenía prisa. Cayó la noche. Encendí una hoguera y me tiré a dormir. Tuve sueños. Eran rojos, y los coyotes hablaban entre carcajadas. Me despertaron los aullidos a la luna de mi vecino que por lo visto no contaba con dormir. Pensé echar un tiro al aire para ahuyentarlo, pero me abstuve y volví al sueño.

Al amanecer me despertaron los chuc chuc de los praderos, especie de tordos que cantan como agua vaciada en una botella. De la hoguera quedaban cenizas frías. Entonces lo vi, sentado sobre sus patas traseras, a escasos cinco metros, mirándome atento, sin esa emoción jadeante que suelen tener los perros. No le colgaba la lengua, como un perro haría en esas circunstancias.

Parecía estatua. Sus ojos brillantes, amarillos, brutales, clavados en mí. Procuré moverme con cuidado. Deslicé la frazada y arrimé las botas. Lentamente me senté. Y lo miré. De igual a igual. No quería nada de mí. Tampoco me temía. ƑCuánto llevaba allí sentado el coyote? ƑVeló mi sueño, o acababa de llegar? Quién sabe. La cosa es que le hablé. "ƑQué me ves?". El sonido de mi voz le agitó el trasero, imperceptiblemente. Es un bicho grande, más pardo que gris. Tiene su estilo. No es un coyote vulgar, para chistes. Me pareció hasta inteligente de los ojos. Sólo le faltaba hablar.

"ƑQué quieres? ƑUna pedrada? ƑUn pinche tiro?" Por toda respuesta, el animal retrocedió hasta las rocas de la ribera y se echó, como si yo hubiera dejado de interesarle. Nada más me faltaba agenciarme una mascota. No le hice caso, ni mucho menos se me ocurrió ofrecerle comida.

Se estuvo las horas. Lo olvidé. Cuando al final de la jornada empaqué para regresar, volteé a buscarlo y ya no estaba junto a las rocas. Lo vislumbré en el recodo del punto opuesto de La Rodilla, sentado igual pero hasta allá, como esperándome a que ahuecara el ala. Hice adiós con la mano y confiadamente le di la espalda para retirarme.

Dicen que uno nunca debe darle la espalda a un coyote. Me atreví porque ese es alguien. El nahual de alguien. Una excepción, o algo así. Pero fuera de que por decir así compartimos territorio, nada tenemos qué ver. Vivimos en siglos diferentes.

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