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26 de julio de 2004
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GARROTES Y ZANAHORIAS


Una década después de la crisis que lo colocó al borde de la quiebra a finales de 1994, el sistema financiero mexicano ha sido transformado radicalmente. Cambió una vez más la propiedad de la banca ahora prácticamente en manos de empresas extranjeras, las instituciones fortalecieron su capital, las autoridades mejoraron las normas y criterios de supervisión y los usuarios y ejecutivos de atención al cliente han aprendido a obrar con mayor prudencia. En efecto, parece que es una transformación radical... con un costo económico comparable al de una guerra.

Entre 1991 y 1992, el gobierno Carlos Salinas de Gortari llevó a cabo la reprivatización de 18 instituciones de crédito. Esta medida revirtió la nacionalización decretada, en septiembre de 1982, por José López Portillo, en el contexto de una severa crisis económica y financiera marcada por el endeudamiento externo. Esa venta de la banca a empresarios dedicados entonces a las casas de bolsa generó al erario un ingreso de 39 mil millones de pesos, una cantidad de alrededor de 12 mil millones de dólares al tipo de cambio de 1992.

El momento de la reprivatización fue peculiar. La inflación iba a la baja y el tipo de cambio era fijo y con cambios preanunciados en la paridad y los bancos estaban ansiosos por colocar préstamos. Fue una de las primeras debilidades: la falta de regulación suficiente y de supervisión adecuada propició que los ejecutivos bancarios obraran con una temeridad que cobró su verdadera naturaleza especulativa con la devaluación del peso en diciembre de 1994.

Miremos a la banca en especial. Como ha sido reconocido por autoridades mexicanas y señalado por organismos financieros internacionales, es posible ahora ubicar algunas de las debilidades del sistema bancario que llevaron a la crisis: una débil supervisión, los incentivos perversos generados por el hecho de que el Estado garantizaba 100 por ciento los depósitos sin importar su cantidad; deficiente funcionamiento de los comités de créditos de las instituciones y una muy flexible, por llamarla de algún modo, manera de hacer banca por parte de los nuevos dueños. No eran extraños los autopréstamos, la concesión de créditos a accionistas para pagar sus acciones en los bancos o para ser utilizados en otras empresas; los créditos otorgados sin garantía. En fin, una historia conocida.

En estos 10 años se advierte un cambio en el entorno en que opera el sistema bancario en México. Primero, lo obvio. Cambió la propiedad de las instituciones. Fue modificado, también, el marco reglamentario. Varios programas de asistencia del Banco Mundial estuvieron enfocados en los años posteriores a la crisis a desarrollar una mejor supervisión gubernamental; se hicieron esfuerzos por instrumentar prácticas de autorregulación y para combatir delitos como el lavado de dinero. El Congreso modificó varias leyes que hacen más expedita la ejecución de garantías y desde hace ya varios años el Buró de Crédito (una sociedad de información crediticia) opera con una eficiencia aceptable. Desde hace un par de años, al menos, comenzó a fluir el crédito al consumo y el destinado a la compra de vivienda comienza a aparecer con mayor frecuencia. Una asignatura pendiente es el reinicio del financiamiento a las empresas.

Hasta aquí todo bien. Toda esta transformación puede medirse con un costo económico. Ha sido producto de una crisis, que los gobiernos de Ernesto Zedillo y Vicente Fox han conducido de tal manera que se ha endosado al Estado la responsabilidad de cubrir grandes pasivos. En números gruesos, según cifras de la Auditoría Superior de la Federación, el costo del rescate bancario, de 1995 a la fecha, llega ya a un billón de pesos, casi 90 mil millones de dólares. Es una suma mayor a la de la deuda externa ­unos 78 mil millones de dólares­, que será una carga real a las finanzas públicas por al menos dos generaciones de mexicanos. Casi como pagar una guerra.

Al término de la Segunda Guerra Mundial, el presidente de Estados Unidos, Harry S. Truman, concibió un mecanismo para apoyar la reconstrucción de Europa, que otorgó financiamiento por la suma de, entonces, 12 mil 500 millones de dólares y que se conoce como el Plan Marshall. El Comité para la Anulación de la Deuda, con sede en Bruselas, calcula que, en dólares de 2003, esa suma sería ahora de 90 mil millones de dólares.

Otra comparación: un despacho de ABC News reporta que la Casa Blanca calcula el costo de la guerra contra Irak entre 40 mil y 100 mil millones de dólares.

Casi tan cara como un rescate bancario en México §

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